Capítulo 68 La tormenta en calma
La noche envolvía la mansión Bourth, pero dentro del auto estacionado en la entrada, el ambiente era denso y cargado de emociones. Amatista, con las muñecas vendadas y el rostro marcado por los golpes, intentaba mostrar serenidad, aunque su cuerpo dolía con cada pequeño movimiento. Mateo, sentado a su lado, no podía ocultar su preocupación.
—De verdad, estoy bien, Mateo —aseguró ella, intentando esbozar una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
Mateo negó con la cabeza, sin apartar la mirada de las heridas visibles.
—No debería haber pasado esto, Amatista. Esto nunca debió llegar tan lejos.
Ella suspiró, volviendo la vista hacia la mansión Calpi. La presencia de Enzo dentro de esa casa era la única razón por la que se sentía segura, incluso en ese momento de vulnerabilidad. Amatista sabía que Enzo haría lo necesario para protegerla, como siempre lo había hecho.
Los minutos parecían alargarse hasta el infinito, pero finalmente, las puertas de la mansión se abrieron, dejando salir a Enzo, seguido por Massimo, Emilio, Maximiliano, Mauricio, Valentino, Alejandro y Lucas. Enzo caminaba con la determinación de un hombre que acababa de cerrar un capítulo oscuro. Su mirada se suavizó al encontrar a Amatista en el auto.
Sin decir una palabra, subió al vehículo, acomodándose en el asiento trasero. Mateo tomó el volante, mientras los demás hombres se repartían en otros vehículos. Amatista apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Enzo la atrajera hacia su regazo.
—Gatita —susurró, envolviéndola con sus brazos como si quisiera protegerla de todo el mal del mundo—, esto no volverá a pasar.
Amatista cerró los ojos, dejando que las caricias de Enzo calmaran su agitación. Él pasaba sus dedos suavemente por su cabello y rostro, intentando borrar las marcas físicas y emocionales de la noche. Amatista levantó la cabeza y, con un gesto lleno de ternura, comenzó a besarle el cuello y la mandíbula, buscando consuelo en él.
Enzo respondió acariciando su pierna, pero al sentir que ella tensaba su cuerpo, se detuvo. Amatista se inclinó hacia su oído.
—Amor, detente —murmuró con suavidad, pero con firmeza—. No me siento cómoda... no hasta que pueda bañarme. Además, me duele el cuerpo.
Enzo levantó las manos de inmediato, respetando su petición.
—Lo siento, gatita. No quería incomodarte.
Él continuó acariciando su rostro y cabello, esta vez con un toque más protector.
—Martina pagará por lo que te hizo —afirmó con una voz que apenas contenía su ira.
Amatista, a pesar del dolor que sentía, levantó una mano para acariciar el rostro de Enzo con dulzura.
—Haz lo que creas necesario, amor. Confío en ti.
Mientras tanto, en la mansión Bourth, Alicia estaba sentada en la sala junto a Hugo y Martina Ruffo, ajenos a los eventos recientes. Hugo mantenía una fachada tranquila, pero Martina no podía disimular del todo su nerviosismo. La conversación entre ellos se interrumpió cuando Roque se acercó a Alicia con discreción.
—Tenemos que mantener vigilados a los Ruffo —susurró—. Se confirmó que ellos son los responsables del secuestro de Amatista.
Alicia asintió, su semblante endureciéndose.
De vuelta en el vehículo, Amatista se dejó vencer por el cansancio, apoyando la cabeza en el pecho de Enzo. El suave movimiento del auto y las caricias constantes de su pareja lograron calmarla lo suficiente para quedarse dormida. Enzo no apartó la vista de ella ni un segundo, abrazándola con fuerza como si temiera que pudiera desaparecer nuevamente.
Para él, cada segundo sin Amatista había sido un tormento. Ahora que la tenía de vuelta, no pensaba soltarla jamás.
Cuando finalmente llegaron a la mansión Bourth, Enzo bajó del auto sin despertar a Amatista, sosteniéndola en brazos. Entró al vestíbulo con pasos firmes, llamando la atención de todos los presentes. Alicia y Roque intercambiaron miradas de alivio al ver que Amatista estaba a salvo, pero las reacciones de los Ruffo fueron muy diferentes.
Martina se quedó helada, su rostro palideciendo al instante. Sus labios temblaron, incapaces de formar palabras. Sabía que su plan había fracasado, y el miedo se apoderó de ella. Hugo, por otro lado, se limitó a suspirar con resignación. Él había advertido a Martina que este sería el final.
Enzo no les dirigió ni una palabra mientras subía las escaleras, llevando a Amatista a su habitación. Al llegar, la acomodó con cuidado en la cama y la arropó antes de dejar un beso en su frente.
—Descansa, gatita —murmuró.
De vuelta en el vestíbulo, Enzo se encontró con Massimo, Mateo, Emilio, Maximiliano y Mauricio. Su mirada era gélida, un claro contraste con la ternura que había mostrado a Amatista momentos antes.
—Encárguense de ellos —ordenó, señalando a Martina y Hugo—. No tengan piedad.
Martina se levantó de golpe, desesperada.
—¡Por favor! Solo quería lo que me pertenece.
Enzo ni siquiera la miró. Su desprecio era evidente mientras se giraba y comenzaba a subir las escaleras. Martina intentó correr tras él, pero fue detenida por los hombres de Enzo.
Hugo, sin resistirse, se puso de pie.
—Sabía que esto pasaría —dijo con amargura—. Solo pido que no prolonguen lo inevitable.
Sin responder, los hombres se lo llevaron junto a Martina, cuyas súplicas se convirtieron en gritos desgarradores.
Enzo, ajeno a todo esto, volvió a la habitación donde descansaba Amatista. Se sentó junto a ella en la cama, observando su rostro tranquilo. Aunque sabía que sus heridas sanarían, el peso emocional de lo ocurrido no desaparecería tan fácilmente.
Mientras acariciaba su cabello, Enzo hizo una promesa en silencio: nadie volvería a lastimar a su gatita. Y si alguien se atrevía a intentarlo, él se aseguraría de que pagara con creces.
Enzo descendió las escaleras con pasos firmes, su mente aún dividida entre la tranquilidad de haber recuperado a Amatista y la furia inquebrantable hacia quienes se habían atrevido a dañarla. Al llegar a la sala principal, la estancia estaba sumida en un silencio expectante. Alicia permanecía sentada con la postura erguida de quien domina la situación, mientras Roque permanecía cerca, siempre atento. Algunos empleados realizaban tareas menores, pero incluso ellos sentían la tensión en el aire.
Enzo se dirigió directamente a Lucas, quien estaba de pie junto a una de las ventanas, con las manos cruzadas frente a él. Era un hombre alto y robusto, pero su rostro, marcado por la preocupación, delataba las cargas que llevaba sobre sus hombros. Al notar la llegada de Enzo, Lucas se enderezó aún más, como si intentara adoptar una postura digna frente al jefe.
—Lucas —empezó Enzo con su tono grave, cada palabra cargada de autoridad—, hiciste más de lo que cualquiera habría hecho. Por eso, desde mañana, tú y tu familia vivirán aquí en la mansión Bourth. No quiero que pierdan ni un día más en preocupaciones. Conseguiré médicos para tu hijo, y también te asignaremos un trabajo acorde. No tendrás que preocuparte por nada.
La sorpresa iluminó el rostro de Lucas, que durante un momento no supo qué responder. La gratitud empezó a llenarle los ojos de lágrimas, pero se contuvo rápidamente, consciente de que mostrar demasiada emoción frente a Enzo podría ser inapropiado.
—Gracias, señor Bourth. No sé cómo agradecerle... Esto significa mucho para mi familia —respondió con voz entrecortada, inclinando la cabeza en señal de respeto.
Enzo asintió una vez, dando por cerrado el tema. Sin embargo, Lucas no se movió. Permaneció inmóvil, con una expresión pensativa que no pasó desapercibida para Enzo, quien lo observó con una ceja ligeramente levantada.
—¿Algo más que debas decirme, Lucas? —preguntó, su tono ahora más cortante, como si percibiera que las palabras que estaban por venir podían traer consigo algo importante.
Lucas tragó saliva, claramente nervioso. Sus ojos se desviaron un instante hacia Alicia y Roque, antes de regresar a Enzo. Finalmente, decidió hablar, sabiendo que no podía guardar esa información por más tiempo.
—Señor Bourth… Amatista estuvo todo el tiempo segura de que usted iría por ella. Nunca dudó, ni un segundo —comenzó, intentando elegir sus palabras con cuidado. Luego, su rostro adoptó una expresión de preocupación más profunda. —Pero hay algo que me preocupa, señor. Amatista mencionó, antes durante su cautiverio, que creía estar embarazada.
El silencio cayó sobre la sala como una losa. Todos los presentes quedaron inmóviles, congelados en sus lugares. Alicia soltó un leve jadeo de incredulidad, mientras Roque miraba a Lucas como si no estuviera seguro de haber escuchado bien. Los empleados cercanos intentaron disimular su asombro, pero era evidente que la noticia los había tomado por sorpresa.
Enzo, por su parte, permaneció en silencio, su rostro imperturbable, aunque sus ojos se habían oscurecido con una intensidad peligrosa. Durante unos segundos que parecieron eternos, nadie se atrevió a hablar. Finalmente, Enzo rompió el silencio.
—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó con una calma inquietante, cada palabra medida al milímetro.
Lucas asintió lentamente, sus manos apretadas frente a él.
—Eso me dijo, señor. No lo mencionó muchas veces, pero estaba preocupada y convencida de que era una posibilidad.
Enzo inhaló profundamente, intentando procesar la información. Aunque su rostro seguía inexpresivo, por dentro una tormenta de emociones comenzaba a agitarse: incredulidad, furia hacia quienes habían dañado a Amatista, y una preocupación creciente por su bienestar.
—Roque —dijo finalmente, su voz firme pero controlada—, llama a Federico. Lo quiero aquí de inmediato.
Roque asintió con prontitud y salió de la sala, su teléfono ya en mano. Alicia, que hasta ahora había guardado silencio, se levantó de su asiento y se acercó a Enzo con cautela.
—¿Crees que…? —empezó a decir, pero se detuvo, sabiendo que cualquier suposición sería imprudente en ese momento.
—Lo sabremos pronto —respondió Enzo con un tono que no admitía más preguntas. Sus ojos se desviaron hacia la escalera, como si a través de ella pudiera ver a Amatista descansando en la habitación superior. La idea de que ella pudiera haber soportado todo ese calvario estando embarazada hacía que su furia creciera aún más, pero decidió contenerla. Había cosas más urgentes que atender.
Lucas permaneció en su lugar, observando a Enzo con una mezcla de respeto y preocupación. Sabía que sus palabras habían alterado el equilibrio del momento, pero también entendía que era mejor que Enzo estuviera al tanto de todo.
—Hiciste lo correcto al decírmelo, Lucas —dijo Enzo finalmente, dirigiéndole una mirada breve pero intensa. —Ahora, asegúrate de estar listo para mudarte mañana. Quiero que tu familia esté segura cuanto antes.
Lucas inclinó la cabeza en señal de obediencia.
—Gracias, señor. Haré todo lo que me pida —dijo antes de retirarse, dejando a Enzo sumido en sus pensamientos.
El silencio en la sala aún era denso cuando Alicia se acercó a Enzo. Su andar era tranquilo, pero la seriedad en su expresión dejaba claro que tenía algo importante que decir. Se detuvo frente a él, buscando sus ojos con los suyos, y dejó escapar un leve suspiro antes de hablar.
—Enzo —comenzó con calma, escogiendo cuidadosamente sus palabras—, sé que Amatista es tuya. Siempre lo ha sido, y nadie lo duda. Pero… si realmente hay un bebé en camino, las cosas cambian. Esto ya no es solo entre tú y ella. Es una vida que depende de ustedes.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, como una hoja que cae lentamente antes de tocar el suelo. Enzo la miró, su rostro inmutable al principio, pero había algo en la profundidad de su mirada que dejaba entrever que estaba procesando mucho más de lo que mostraba.
Se tomó un momento antes de responder, bajando la mirada hacia sus manos y entrelazándolas. Cuando volvió a hablar, su voz era más baja, más cargada de emociones.
—Sé lo que todos piensan —comenzó, levantando la mirada hacia Alicia, que lo observaba con atención—. Que soy posesivo, que mantengo a Amatista a mi lado porque no sé cómo dejarla ser libre. Tal vez tienen razón… hasta cierto punto.
Se detuvo un instante, como si estuviera buscando las palabras exactas para expresar lo que sentía.
—Pero no es solo eso, madre. Amatista es más que mi obsesión. Ella es mi todo. No sería nada sin ella, y lo sé. —Su voz tembló levemente al confesar lo que, hasta ahora, había guardado dentro de sí—. No me importa lo que piensen los demás, pero no quiero que ella sienta que está conmigo por obligación. La amo… de una manera que ni yo entiendo a veces. Y si hay algo que podría hacerme más feliz, sería formar una familia con ella.
Alicia lo miró, sorprendida. Sabía que Enzo sentía algo profundo por Amatista, pero nunca había escuchado palabras tan sinceras y desnudas de su hijo. Por primera vez, entendió que lo que él sentía iba más allá de la obsesión o el control; era amor verdadero, aunque complicado y lleno de sombras.
—Enzo… —murmuró, incapaz de decir algo más. En su voz había una mezcla de comprensión y asombro.
Él no dijo nada más. Simplemente asintió antes de girarse hacia las escaleras. Había algo que necesitaba hacer.
Enzo subió las escaleras en silencio, deteniéndose frente a la puerta de la habitación donde Amatista descansaba. Abrió la puerta con cuidado, intentando no hacer ruido. Allí estaba ella, envuelta en las sábanas, su rostro sereno mientras dormía profundamente. Por un momento, se quedó quieto, observándola, permitiéndose una rara tregua para admirar la tranquilidad de su expresión.
Caminó hasta el borde de la cama y se inclinó ligeramente, colocando una mano en su hombro.
—Gatita… —murmuró con suavidad, acariciando su cabello—. Despierta, amor.
Amatista abrió los ojos lentamente, parpadeando para acostumbrarse a la luz tenue de la habitación. Al ver el rostro de Enzo tan cerca, una pequeña sonrisa apareció en sus labios.
—Amor… —susurró, su voz aún adormilada—. ¿Qué pasa?
—Viene un médico para revisarte. Pero sé que no te sentirás cómoda hasta que te bañes, así que ve y hazlo. Yo estaré aquí cuando salgas —dijo él, con un tono tranquilo y cálido que solo usaba con ella.
Amatista asintió, sentándose lentamente antes de levantarse. Mientras se dirigía al baño, Enzo permaneció junto a la cama, observándola desaparecer tras la puerta. En su mente, la posibilidad de que estuviera embarazada se hacía más fuerte con cada minuto que pasaba.
Poco después, Amatista salió del baño envuelta en una bata, su cabello húmedo cayendo sobre sus hombros. Parecía más relajada, aunque sus movimientos todavía eran algo cautelosos. Enzo la miró con ternura, extendiéndole una mano para que se acercara. Amatista se sentó junto a él, jugueteando con el borde de la bata antes de levantar la mirada.
—Creo… que podría estar embarazada —confesó finalmente, sus palabras llenas de una mezcla de inseguridad y esperanza—. No estoy segura. Hice todo lo que pude para proteger al bebé de los golpes, por si acaso.
Enzo no pudo evitar que unas lágrimas silenciosas escaparan de sus ojos. Amatista, sorprendida al verlo así, levantó una mano para acariciar su rostro, limpiando las lágrimas con sus dedos.
—Amor, no llores… —dijo con suavidad, intentando reconfortarlo. Luego, en un intento de aligerar el momento, añadió con una pequeña risa—: Pero si estoy embarazada, vas a tener que hacerte cargo de lo que me hiciste.
Enzo soltó una risa baja, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—No entiendo cómo puedes bromear en este momento, gatita —respondió, su voz mezclando ternura y asombro.
—Es mi forma de no volverme loca —admitió ella, su sonrisa volviendo a aparecer mientras continuaba acariciando su rostro.
Enzo la atrajo hacia él, abrazándola con fuerza como si quisiera protegerla de todo lo que el mundo pudiera arrojarles. Después de unos segundos, rompió el silencio, su tono más serio.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó, sin reproche, pero con un dejo de dolor en su voz.
Amatista bajó la mirada, sus dedos jugando con los botones de la camisa de Enzo.
—No lo sabía con certeza —admitió finalmente—. Fue algo que comencé a pensar mientras estaba en cautiverio. No quería preocuparme más de lo que ya estaba, pero no podía evitar imaginarlo.
Enzo la miró con una mezcla de amor y compasión, acariciando su cabello con movimientos lentos y cuidadosos.
—No importa lo que pase, gatita. Estoy aquí, contigo. Y si hay un bebé, será nuestro bebé, y lo protegeré con mi vida. A ambos —aseguró, con una firmeza que hacía que sus palabras parecieran una promesa grabada en piedra.
Amatista lo miró con lágrimas en los ojos, pero esta vez, eran de alivio. Se inclinó hacia él y lo besó suavemente, dejando que el momento hablara por sí mismo.