Capítulo 126 Una tarde de reuniones en la mansión bourth
Por la tarde, la mansión Bourth se llenó de vida con la llegada de los invitados. Massimo, Mateo, Emilio, Paolo, Maximiliano y Mauricio Sotelo, junto con Sofía, Alba, Valentino, Felipe, Demetrio y Alejandro, fueron recibidos cordialmente por Enzo, quien, aunque seguía herido, mantenía su compostura habitual.
Cookie, el cachorro de Amatista, no tardó en hacer de las suyas. Apenas Valentino se sentó, el travieso perro comenzó a atacar sus zapatos.
—¡Enzo! ¿Puedes hacer algo con este perro? —protestó Valentino, intentando alejar al cachorro mientras agitaba el pie—. Me estoy cansando de comprar zapatos nuevos cada vez que vengo.
Enzo se rió con ganas, disfrutando del momento.
—Te regalaré diez pares de zapatos nuevos, ¿qué te parece? —respondió con una sonrisa burlona.
Valentino suspiró, exasperado.
—Preferiría volver a casa con los que ya tengo intactos.
Mientras Valentino seguía luchando con Cookie, Emilio aprovechó la pausa para preguntar:
—¿Y Amatista? ¿Cómo sigue?
Enzo, con tranquilidad, respondió:
—Está bien. Iré a buscarla.
Con paso decidido, se dirigió hacia la oficina de Amatista. Al entrar, la encontró concentrada, trabajando en nuevos diseños.
—La visita ya llegó —le avisó, apoyándose ligeramente contra el marco de la puerta.
Amatista asintió, dejando a un lado sus bocetos. Sin embargo, antes de que pudiera salir, Enzo entró en la habitación y la tomó suavemente del rostro, robándole un beso.
—¿Qué haces? —preguntó ella, divertida, entre risas.
—No pude resistirme —respondió él, con una sonrisa ladeada.
Antes de que ella pudiera replicar, Enzo la tomó de la mano y la guió hacia la sala principal.
Cuando llegaron, Amatista saludó a todos cordialmente, recibiendo respuestas cálidas de los presentes. Mientras tanto, Cookie seguía acosando los zapatos de Valentino, lo que no pasó desapercibido para Amatista.
—¡Cookie! —lo retó ella, haciendo que el cachorro se detuviera de inmediato y, con algo de dramatismo, subiera a uno de los sillones, abandonando su ataque a los zapatos.
—Gracias —murmuró Valentino, aliviado.
Paolo, con su característico sentido del humor, intervino:
—Ahora que Amatista está de vuelta en la mansión, todo está en orden.
La sala estalló en risas, incluyendo a Amatista, que se acomodó en un sillón entre Enzo y Cookie. A pesar de haber sido regañado, el cachorro colocó su cabeza sobre las piernas de Amatista, ganándose su perdón silencioso.
La conversación fluía con naturalidad cuando Isis hizo su entrada al comedor. Aunque conocía a Massimo, Mateo, Paolo y Emilio, los demás eran desconocidos para ella. Enzo se encargó de presentarla.
—Ella es Isis, mi prima —dijo, con tono tranquilo.
Isis saludó a todos con cortesía, pero su actitud no dejó de lado su habitual arrogancia. Luego, miró a Amatista con desdén.
—¿Te puedes correr? Quiero sentarme junto a mi hermano.
Amatista estaba a punto de responder, pero Enzo intervino antes de que pudiera hacerlo.
—Isis, no seas una niña. Siéntate en otro lugar.
Ella intentó hacer un berrinche, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño, pero finalmente cedió y tomó asiento en otro lado, no sin lanzar una mirada molesta hacia Amatista.
Intentando desviar la atención, Emilio tomó la palabra.
—¿Has logrado averiguar algo sobre Albertina? —preguntó, con un tono que mezclaba curiosidad y prudencia.
Enzo negó con la cabeza, su mirada reflejando una mezcla de frustración y determinación.
—Aún no, pero estoy seguro de que Santino la tiene escondida. Es cuestión de tiempo.
Antes de que pudiera continuar, Isis aprovechó la oportunidad para dirigir una nueva crítica a Amatista.
—Si no fuera por ella, Albertina jamás habría causado tanto daño.
La tensión en la sala creció, pero Enzo no tardó en poner un alto.
—Fui yo quien trajo a Albertina a nuestras vidas. Si hay alguien culpable, soy yo. Y déjame decirte algo, Isis: ser mi prima no te da derecho a tratar mal a nadie. Si no puedes respetar a Amatista, lo mejor será que busques otro lugar donde quedarte.
Isis intentó justificarse, cruzándose de brazos con una expresión que mezclaba molestia y victimismo.
—Solo digo esto porque no quiero verte mal, Enzo.
Finalmente, ofreció unas disculpas tan falsas como evidentes, mientras murmuraba algo que nadie pudo escuchar del todo.
Minutos después, Mariel llegó al comedor con una bandeja cargada con helado y brownies. Sin embargo, Amatista, visiblemente afectada por el ambiente, ya no estaba de humor para disfrutarlo.
—Guárdalo, por favor, Mariel —dijo con voz serena pero distante. Luego, mirando a los presentes, añadió—: Gracias a todos por la visita, pero debo regresar al trabajo.
Con una leve inclinación de cabeza, se retiró hacia su oficina, seguida de cerca por Cookie, quien no se separaba de su lado.
Enzo esperó a que Amatista se marchara antes de dirigir una última advertencia a Isis.
—Lo digo en serio, Isis. Si no respetas a Amatista, tendrás que irte. No voy a tolerar esto más.
Isis lo miró con un gesto entre irritado y desafiante mientras se levantaba de su asiento.
—Está bien. Haré lo que dices... aunque todavía no entiendo cuál es tu obsesión con esa mujer.
Sin esperar una respuesta, salió del comedor con paso firme y se dirigió a su habitación.
La atmósfera en la sala quedó algo tensa tras la confrontación, pero poco a poco la conversación retomó un curso más tranquilo. Enzo, aunque claramente afectado, permaneció firme junto a sus socios. Antes de que se despidieran, agradeció a Emilio y Massimo por el apoyo brindado en los momentos más oscuros.
—Si alguno de ustedes llega a saber algo de Albertina, háganmelo saber de inmediato —pidió con seriedad, mirando a cada uno de ellos.
Los hombres asintieron, dejando claro que la lealtad hacia Enzo no estaba en duda.
Enzo salió al jardín para calmar sus nervios. Encendió un cigarrillo mientras reflexionaba sobre cómo podría reparar la creciente distancia con Amatista. Las palabras de Isis resonaban en su mente, pero sabía que la verdadera herida no era externa, sino el muro invisible que Amatista había levantado entre ambos.
Cuando terminó de fumar, apagó el cigarrillo con determinación y se dirigió hacia la oficina de Amatista. Subió las escaleras lentamente, cada paso acompañado de un pensamiento: ¿cómo podría acercarse a ella sin presionarla más?
La encontró sentada frente a su escritorio, absorta en su trabajo, con Cookie recostada cerca de sus pies. Enzo se acercó con cautela, pero apenas cruzaron miradas, sintió la frialdad en la actitud de Amatista.
—¿Cómo va todo? —preguntó, intentando romper el hielo.
—Estoy ocupada —respondió ella, sin levantar la vista de los papeles.
Enzo suspiró y, tras unos segundos, dijo con suavidad:
—No le hagas caso a Isis. No vale la pena escucharla.
Amatista levantó la mirada, esta vez directamente hacia él, y respondió con calma, pero sin la calidez de antes:
—Ya sé cómo es Isis. No me importa lo que diga.
El silencio se extendió entre ellos. Enzo sintió que cualquier intento de diálogo sería en vano. Finalmente, con un asentimiento casi imperceptible, se retiró, aceptando que lo mejor sería darle su espacio.
De regreso a su habitación, decidió descansar y dejar que la noche avanzara.
Más tarde, cuando bajó para cenar, encontró a Isis sentada a la mesa, luciendo satisfecha. Mariel comenzó a servir la comida, pero antes de que Enzo tomara el primer bocado, pidió:
—Llama a Amatista. Quiero que baje a cenar.
Mariel, algo incómoda, explicó:
—Señor, la señorita Amatista pidió que le subiera la cena a la oficina.
Enzo asintió, aunque su expresión delató un leve disgusto. No dijo nada más, optando por guardar su frustración para sí mismo.
Isis, por su parte, no pudo ocultar su satisfacción.
—Parece que solo cenaremos tú y yo esta noche, primo.
Enzo no respondió, limitándose a comer en silencio, aunque su mente estaba lejos de la mesa, centrada en cómo recuperar la armonía con Amatista.
Amatista cerró el portátil, exhausta después de tantas horas de trabajo. El silencio reinaba en la casa, roto solo por el leve crujir de la madera bajo sus pies mientras se dirigía a la habitación. Al abrir la puerta, la penumbra de la estancia le permitió distinguir a Enzo, acostado en la cama. Parecía dormido, pero su respiración no era la de alguien completamente relajado. La tensión que cargaba desde hacía días seguía allí, casi palpable.
Sin detenerse, Amatista tomó su ropa de dormir y se dirigió al baño. Cerró la puerta detrás de ella, dejando que el vapor de la ducha llenara el espacio y, con él, un leve alivio a la carga emocional que llevaba. Cuando salió, con el cabello húmedo y su pijama de tela suave, encontró a Enzo despierto, apoyado sobre un codo, observándola.
—Gatita... —dijo en un susurro ronco, con la mirada fija en ella.
Amatista lo miró de reojo, pero no respondió. Se limitó a acercarse al rincón de la cama, el más alejado de él, y se acomodó con una postura rígida, como si quisiera marcar un límite invisible. Enzo no se dio por vencido y se inclinó hacia ella, buscando acortar la distancia.
—Por favor, Amatista... —murmuró, intentando captar su atención.
—Déjame descansar, Enzo —respondió ella con calma, pero con un filo en su tono que lo detuvo en seco.
Enzo se quedó inmóvil por un momento, sus ojos oscuros estudiándola. Sabía que ese hielo no era realmente para él, sino para Isis y sus palabras llenas de veneno. Pero también sabía que cualquier intento de acercarse más solo la alejaría. Respiró hondo y asintió, con el orgullo herido pero dispuesto a ceder.
—Voy a darme un baño —dijo finalmente, levantándose de la cama con movimientos fluidos—. Luego, si puedes, ayúdame con el vendaje... y me iré a otra habitación.
Amatista no lo miró. —Está bien.
Enzo desapareció en el baño, y el sonido del agua al correr en la ducha llenó la habitación. Poco después, salió con el cabello húmedo, el torso desnudo, y solo el pantalón del pijama cubriéndolo. A pesar de su distancia emocional, Amatista no pudo evitar mirarlo fugazmente mientras se dirigía hacia el botiquín.
Se levantó de la cama, su rostro manteniendo una expresión neutral, y lo siguió al baño. Mientras él se sentaba en el borde de la bañera, Amatista se lavó las manos en el lavabo, preparándose para atender su herida. El aire entre ellos era tenso, pero no hostil, como si ambos estuvieran intentando encontrar las palabras adecuadas, aunque el silencio parecía más seguro.
Con movimientos suaves, comenzó a limpiar la herida de Enzo. Él la observaba en silencio, sus ojos recorriendo su rostro concentrado, buscando algún rastro del cariño que tanto añoraba.
—Te lastimaron por mi culpa —susurró ella de repente, rompiendo el silencio, pero sin mirarlo.
—Eso no importa, gatita —respondió Enzo con suavidad, inclinándose apenas hacia ella—. Lo haría mil veces si eso significa protegerte.
Amatista no respondió, pero sus dedos temblaron levemente al ajustar las vendas. Enzo lo notó, pero decidió no decir nada. Una vez que terminó, ella retrocedió, lavándose las manos nuevamente sin mirarlo directamente.
—Gracias —murmuró él, poniéndose de pie y tomando su camino hacia la puerta.
—No olvides tus remedios —le recordó Amatista, su voz carente de la dulzura de otras veces.
—Lo haré —asintió Enzo, sin voltear mientras salía de la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un suave clic.
Amatista lo observó desaparecer antes de recostarse nuevamente. Cerró los ojos, pero la imagen de Enzo y su voz resonaban en su mente. Afuera, en otra habitación, Enzo se sentó en el borde de la cama, observando el frasco de medicamentos en su mano. Sus pensamientos no estaban en su herida, sino en el hielo que había sentido en los ojos de Amatista.
Amatista intentó conciliar el sueño, pero la quietud de la noche parecía acentuar la inquietud que sentía en su interior. Cerraba los ojos, pero los pensamientos revoloteaban sin cesar: la imagen de Enzo sosteniendo su herida, el recuerdo de su expresión al salir de la habitación... y esa punzada de culpa que no lograba ignorar.
Con un suspiro tembloroso, llevó una mano a su abdomen, acariciándolo con suavidad. Esa pequeña vida que crecía dentro de ella era lo único que lograba darle algo de paz.
—Tu papá es terco —susurró, como si las palabras fueran únicamente para el bebé—. Pero no estaría tranquila si algo le pasa.
La angustia terminó ganándole. Sabía que Enzo podía cuidarse solo, pero la idea de que volviera a levantar fiebre o no estuviera cómodo la atormentaba. Finalmente, se levantó de la cama, tomando una manta ligera para cubrirse, y salió de la habitación.
El pasillo estaba sumido en penumbras, iluminado apenas por la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas. Caminó con pasos sigilosos hasta la habitación donde sabía que Enzo descansaba. La puerta estaba entreabierta, permitiéndole observarlo por un momento desde el umbral.
Estaba tranquilo, su respiración acompasada mientras dormía. La tensión en sus facciones parecía haberse desvanecido, pero eso no era suficiente para calmar a Amatista. Entró con cuidado, cerrando la puerta tras de sí, y se acercó a la cama.
Se inclinó sobre él, asegurándose de que no estuviera sudando ni presentara signos de fiebre. Todo parecía estar bien, pero aun así, no pudo convencer a su corazón de regresar sola a la otra habitación. Con movimientos suaves, se acomodó junto a él en la cama, buscando un rincón donde no lo despertara.
Enzo, sin embargo, la sintió de inmediato. Abrió los ojos apenas lo suficiente para distinguirla y, sin decir nada, la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia él. Sus manos fuertes, pero tiernas, la sujetaron con firmeza, y antes de que ella pudiera protestar, él colocó una mano sobre su abdomen.
—Gatita... —murmuró con voz ronca por el sueño—. Sabía que no podrías dejarme solo.
Amatista no respondió, pero sus ojos se humedecieron mientras sentía el calor de su mano contra su vientre. Ese gesto, tan instintivo y protector, la desarmó por completo.