Capítulo 174 Frágil como el cristal
El sol ya había alcanzado su punto más alto cuando Enzo cruzó los pasillos del club con pasos firmes, pero su expresión reflejaba una inquietud que rara vez permitía que se filtrara en su semblante. La noche anterior, Amatista no había bajado a cenar. No era la primera vez que lo hacía, pero algo en su instinto le gritaba que no era simple indiferencia esta vez.
Al llegar a la puerta de su habitación, no se molestó en tocar. Giró el picaporte y entró sin anunciarse. Lo primero que vio fue la figura de Amatista aún en la cama, envuelta en las sábanas como si el frío la consumiera. Su cabello oscuro contrastaba con la palidez de su rostro, y su respiración era lenta, apenas perceptible.
—Gatita… —murmuró, acercándose con cautela.
No obtuvo respuesta. Su ceño se frunció al notar la fina capa de sudor en su frente. Su piel estaba demasiado pálida, sus labios más secos de lo habitual.
—Mierda… —susurró, agachándose a su lado.
Le apartó el cabello con suavidad, sus dedos recorriendo la línea de su mandíbula con un gesto inconsciente de posesión y preocupación. Cuando la tocó, la sensación ardiente de su piel le confirmó lo que temía: fiebre.
—¿Por qué siempre te metes en problemas, Gatita? —murmuró con un deje de frustración y miedo.
Sacó su teléfono y marcó de inmediato.
—Amadeo, ven ahora. Amatista está con fiebre.
No esperó respuesta, simplemente colgó y volvió su atención a ella.
—Gatita, despierta.
Amatista apenas abrió los ojos, su mirada desenfocada lo encontró por unos segundos antes de cerrarse de nuevo.
—Déjame dormir… —susurró débilmente.
—No puedes dormir así —respondió con seriedad—. ¿Desde cuándo te sientes mal?
—No es nada…
—No me mientas —gruñó, acariciándole la mejilla—. Si sigues ignorándote así, voy a enojarme.
Amatista no respondió, simplemente giró el rostro, como si quisiera alejarse de su contacto. Ese gesto, más que cualquier palabra, fue un puñal para Enzo. Su mandíbula se tensó, pero no insistió.
Minutos después, la puerta se abrió de golpe y Amadeo entró con su maletín en mano. Enzo se apartó a regañadientes, cruzando los brazos con impaciencia mientras el médico examinaba a Amatista.
—Tiene fiebre, pero no parece ser una infección grave —comentó Amadeo tras revisar su temperatura—. Está débil… más de lo que debería.
—¿Por qué? —preguntó Enzo de inmediato.
Amadeo lo miró con seriedad antes de responder:
—Porque no está comiendo bien.
La frase cayó como un balde de agua fría en la habitación. Enzo sintió su estómago tensarse.
—¿Qué?
—Su cuerpo aún está recuperándose del parto. Si no se alimenta correctamente, su sistema inmunológico se debilita. De ahí la fiebre y el agotamiento.
Enzo giró la mirada hacia Amatista, quien apenas si reaccionó al diagnóstico. Su corazón se apretó en su pecho con una rabia silenciosa, dirigida tanto a ella como a sí mismo.
—¿Por qué no estás comiendo? —preguntó, su voz baja pero cargada de emoción contenida.
Amatista apenas murmuró algo incomprensible. Enzo sintió el impulso de tomarla por la barbilla y obligarla a mirarlo, pero contuvo el gesto. No quería ser brusco, no ahora.
—Le daré algunas vitaminas y le indicaré a Everly una dieta específica para que recupere fuerzas —dijo Amadeo mientras guardaba su instrumental.
Enzo asintió.
—Haz lo que sea necesario.
Cuando Amadeo se retiró, Enzo permaneció junto a la cama, observando a Amatista con una intensidad que rozaba lo obsesivo.
—¿Qué esperas lograr con esto, Gatita? —preguntó en voz baja, con los dientes apretados—. ¿Hacerme enojar? ¿Hacerme sentir culpable?
No obtuvo respuesta.
Se inclinó sobre ella, deslizando una mano por su mejilla con una suavidad que contrastaba con la tormenta dentro de él.
—No sabes cuánto me enloquece verte así… —susurró.
Bajó la mirada a sus labios, tentado de probarlos, de recordarle que le pertenecía, que él la cuidaría, aunque ella lo rechazara. Finalmente, se permitió un roce leve, apenas un contacto efímero, lo suficiente para sentir su calidez.
Enzo permaneció unos segundos más junto a Amatista, observándola con una intensidad silenciosa. Su respiración aún era pesada, su piel ardiente al tacto. Sentía la necesidad de quedarse, de asegurarse de que no volviera a hundirse en esa fragilidad que lo desesperaba. Pero había asuntos que debía atender.
Con un último vistazo a su rostro adormecido, se levantó y salió de la habitación.
Bajó las escaleras con pasos firmes, su mente aún atrapada en la imagen de Amatista tan débil, tan ajena a lo que la rodeaba. Al llegar a la sala principal, vio a Amadeo conversando con Everly. El médico le daba indicaciones detalladas sobre la alimentación que debía seguir Amatista.
—Debe consumir proteínas, hierro, vitaminas y mantenerse bien hidratada. No puede saltarse comidas ni seguir con esta dieta deficiente —explicaba Amadeo con seriedad—. Su cuerpo aún está en recuperación, y si no la cuidamos, esto puede repetirse.
Everly asintió con preocupación, tomando nota mental de cada palabra.
Enzo se acercó sin decir nada, pero su presencia fue suficiente para que ambos se giraran hacia él. Amadeo sacó un frasco de su maletín y se lo entregó.
—Debe tomar una de estas cada mañana con el desayuno —indicó—. Ayudarán a fortalecer su sistema.
Enzo tomó el frasco y lo sostuvo en su mano por un momento antes de guardarlo en el bolsillo de su pantalón.
—Lo haré —respondió con voz firme.
Amadeo lo observó con atención, como si analizara el torbellino de emociones que Enzo intentaba ocultar.
—Cualquier cosa, llámame —añadió—. De todos modos, más tarde volveré con los demás. Debemos seguir avanzando en lo de Diego.
Enzo asintió.
—Gracias, Amadeo.
El médico solo inclinó levemente la cabeza antes de despedirse, dejando a Enzo con Everly.
Enzo se volvió hacia la mujer.
—Haz una lista con todo lo que necesites para la dieta de Amatista y dásela a Ortega. Él se encargará de conseguir todo lo necesario. No quiero que falte nada.
—Lo haré de inmediato, señor Bourth —respondió Everly con diligencia.
Sin agregar más, Enzo se alejó, con la determinación grabada en cada uno de sus movimientos.
Subió a su despacho y tomó su computadora. Sabía que no podría concentrarse en ningún asunto importante si se quedaba lejos de Amatista. No cuando aún sentía el ardor de su fiebre impregnado en sus dedos, no cuando la idea de que ella estaba en ese estado por descuidarse a sí misma lo carcomía.
Antes de retirarse, localizó a Emilio, quien estaba revisando algunos informes en el salón contiguo.
—Voy a estar en la habitación con Amatista —le informó sin rodeos—. Encárgate de todo mientras tanto. Si hay algo urgente, avísame. Pero solo tú. No quiero que nadie más entre a la habitación.
Emilio levantó la mirada de los documentos y asintió sin cuestionar la orden.
—No te preocupes, me encargaré de todo.
Enzo no dijo nada más. Tomó su computadora y salió hacia la habitación.
Enzo ingresó a la habitación con la computadora en una mano y el frasco de vitaminas en la otra. Amatista seguía en la cama, con los ojos entrecerrados, abrazada a una de las almohadas. Su respiración era pausada, pero el cansancio seguía marcado en su rostro.
Poco después, Everly llegó con el desayuno. La bandeja estaba servida con frutas frescas, yogur, jugo de naranja y tostadas. Enzo tomó la bandeja y la llevó hasta la mesita de noche.
—Tienes que comer —dijo con firmeza, sentándose en el borde de la cama.
Amatista suspiró, sin abrir los ojos.
—No tengo hambre…
—No te pregunté si tienes hambre, Gatita —su voz se suavizó un poco, pero su tono seguía sin dar espacio a discusión—. Vas a comer.
Amatista abrió los ojos, encontrándose con su mirada intensa. Él no iba a ceder, lo sabía.
—No sabía que estaba tan grave —murmuró finalmente.
Enzo tomó una rodaja de fruta y la acercó a sus labios.
—Porque eres una terca —dijo, con una mezcla de reproche y ternura—. No me importa lo enojada que estés conmigo, tienes que cuidarte.
Amatista lo miró fijamente por un instante antes de ceder y aceptar la fruta. Enzo sonrió con satisfacción y continuó alimentándola, asegurándose de que comiera suficiente. Una vez que terminó, le entregó la vitamina con un vaso de agua.
—Tómala.
Amatista suspiró y la bebió sin discutir. Luego se acomodó en la cama nuevamente, dejando claro que no planeaba levantarse aún.
—Quiero ver a Renata y a Abraham… Llama a Alicia, por favor —pidió con voz baja.
Enzo asintió, sacando su teléfono.
—Está bien, pero tú descansa.
Marcó el número y, en pocos segundos, Alicia contestó. Enzo activó la videollamada y se la mostró a Amatista.
—¡Mira quiénes están aquí! —dijo Alicia con dulzura, girando la cámara hacia los bebés. Renata y Abraham descansaban en sus cunas, plácidos y tranquilos.
Amatista los observó con ojos brillantes.
—¿Están bien?
—Muy bien cuidados, no te preocupes —le aseguró Alicia—. Todo está en orden, enfócate en recuperarte.
Amatista suspiró, más tranquila, mientras observaba a sus hijos por unos segundos más.
—Gracias, Alicia.
—Siempre, querida.
Cuando la llamada terminó, Enzo dejó el teléfono sobre la mesa y tomó su computadora, acomodándose en un sillón dentro de la habitación. Trabajaría desde ahí. No tenía intención de moverse.
A pesar de todo, Amatista continuaba con su indiferencia hacia él. Apenas le dirigía la palabra más allá de lo necesario. Pero al menos entendía que debía cuidarse.
Mientras tanto, en la sala de reuniones, Emilio, Alan, Joel, Facundo y Andrés revisaban los avances de la investigación sobre Diego. Las bromas y los comentarios relajados llenaban el ambiente, aunque la búsqueda en sí no estaba teniendo mucho éxito.
Eugenio instalaba el equipo para acceder a las cámaras de todo el país sin ser rastreados, mientras Luna y Samara observaban con curiosidad.
—¿Y por qué Enzo no está aquí investigando con ustedes? —preguntó Luna, fingiendo desinterés, pero con evidente curiosidad.
Emilio ni siquiera levantó la vista de la pantalla.
—Está ocupado.
Alan, Joel, Facundo y Andrés intercambiaron miradas antes de reprimir una risa.
—Muy ocupado —agregó Alan en voz baja, con diversión.
Las mujeres fruncieron el ceño, pero no insistieron más.
Más tarde, Ramis e Isis llegaron al club. Ramis tenía la intención de que Isis pidiera disculpas a Amatista para que Enzo restableciera el apoyo económico que había retirado. Pero Enzo ni siquiera les dio la oportunidad de hablar.
Cuando Emilio llegó a su habitación para informarle, Enzo ni siquiera levantó la mirada de su computadora.
—No estoy de humor para verlos —dijo con frialdad—. Diles que se vayan.
Emilio asintió y salió de la habitación sin más preguntas.
Por su parte, Isis jamás estuvo dispuesta a disculparse con Amatista.
—Esto es ridículo —espetó con desdén—. ¿En serio creías que iba a humillarme pidiendo disculpas?
Ramis suspiró, pero no dijo nada. Sabía que nada de lo que hicieran cambiaría la decisión de Enzo.
El auto avanzaba a toda velocidad por la carretera, con Ramis al volante y su hija Isis en el asiento del copiloto, cruzada de brazos con evidente desdén en su rostro. La rabia se percibía en el aire.
—Escúchame bien, Isis —dijo Ramis con un tono grave—. Si hace falta, te arrodillas frente a Amatista, pero consigues que Enzo nos devuelva el apoyo económico.
Isis giró la cabeza hacia él con una expresión de puro desprecio.
—¿Arrodillarme? —soltó una carcajada burlona—. ¿Por alguien como ella? Ni en un millón de años.
Ramis chasqueó la lengua con frustración, apretando el volante con más fuerza.
—Tampoco me parece la gran cosa —dijo con frialdad—, pero Enzo le tiene mucho más respeto y cariño que a nosotros. Y mientras eso sea así, estamos jodidos. Así que más te vale quedar bien con ella.
Isis bufó, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—Tal vez si hubieras sabido administrarte mejor, no estaríamos dependiendo de Enzo.
Ramis soltó una risa sin humor antes de soltar el volante con una mano y propinarle un fuerte golpe en el rostro.
—¡Cállate, estúpida! —gruñó—. Dependemos de Enzo porque nadie en este jodido mundo negociaría con nosotros sin su garantía. Así que deja de decir idioteces y empieza a pensar en cómo arreglar esto.
Isis se llevó la mano a la mejilla, sintiendo el ardor, pero en lugar de mostrarse sumisa, lo miró con furia.
—Haz lo que sea necesario —continuó Ramis, volviendo a fijar la vista en la carretera—. O logras que Amatista te perdone, o te casarás con alguien que te enseñe cómo ser una mujer que respete.
Isis se rió con desdén, cruzándose de brazos con arrogancia.
—Me encantaría ver cómo lo intentas.
Ramis entrecerró los ojos.
—Créeme, lo haré. Y cuando vuelvas suplicando, no conseguirás nada de mí.
Isis giró la cabeza con indiferencia, mirando por la ventana.
—De todos modos, no vas a conseguir nada de Enzo —espetó con frialdad—. Él no es de los que vuelven atrás por nadie. Menos por esa maldita de Amatista.
Se giró para ver a su padre con una sonrisa desafiante.
—Si quieres que Enzo restablezca el apoyo económico, la única forma será que Amatista se lo pida.
Ramis frunció el ceño, pero no dijo nada. Sabía que su hija tenía razón. Y eso solo lo hacía enfurecer aún más.
El silencio en la habitación se rompió cuando Amatista comenzó a moverse entre las sábanas. Enzo levantó la vista de su computadora y la observó con atención.
Amatista abrió los ojos con pesadez, parpadeando un par de veces antes de intentar incorporarse. Su cuerpo aún se sentía débil, pero la incomodidad de haber estado acostada tanto tiempo la llevó a tomar una decisión.
—Quiero darme un baño —dijo con voz ronca.
Enzo frunció el ceño, dejando la computadora a un lado.
—No puedes ni mantenerte en pie, Gatita —replicó con firmeza.
Ella lo fulminó con la mirada, con ese brillo de terquedad que le conocía tan bien.
—No estoy tan mal.
Enzo suspiró, pasando una mano por su cabello. Se levantó de la silla y se acercó a la cama con calma, pero antes de que Amatista pudiera siquiera intentarlo, la alzó en brazos con facilidad.
—¡Enzo! —exclamó ella, sorprendida—. ¡No hace falta que hagas esto!
—No voy a discutir contigo —sentenció con voz grave, sosteniéndola con firmeza mientras caminaba hacia el baño.
Amatista bufó, pero no tenía fuerzas para pelear. Se aferró débilmente a su camisa, sintiendo el calor de su cuerpo. A pesar de todo, era reconfortante.
Cuando llegaron al baño, Enzo la depositó con suavidad en el suelo, asegurándose de que se sostuviera bien antes de soltarla. Abrió la ducha, dejando que el agua tomara una temperatura agradable.
—Tómate tu tiempo —dijo mientras le entregaba una bata limpia—. Pero avísame cuando termines para llevarte de vuelta a la cama.
Amatista suspiró con cansancio.
—No hace falta, puedo hacerlo sola.
Enzo la miró por un momento, evaluándola, pero decidió no discutir. Asintió levemente y salió del baño, cerrando la puerta detrás de él.
Regresó a su computadora y trató de concentrarse en su trabajo, pero su mirada se desviaba constantemente hacia la puerta del baño. No podía evitarlo. Amatista estaba demasiado frágil, y él no confiaba en que pudiera mantenerse en pie por mucho tiempo.
Pasaron unos minutos.
El sonido del agua corriendo se mezclaba con el leve tecleo de su computadora. Enzo no apartaba la vista de la pantalla, revisando con detenimiento cada informe, cada pista que pudieran haber encontrado sobre Diego. Pero su concentración se quebró cuando escuchó un suspiro cansado detrás de él.
Se giró.
Amatista estaba de pie junto a la cama, la bata envuelta en su cuerpo frágil y el cabello aún húmedo. Se veía exhausta, pálida, con una evidente falta de energía. Apenas caminó unos pasos antes de que su cuerpo cediera y terminara recostándose nuevamente en la cama.
Enzo frunció el ceño y cerró la laptop de inmediato.
—Estás muy débil —dijo, acercándose a ella con el ceño fruncido.
Amatista se limitó a cerrar los ojos por un momento, respirando profundo.
—Estoy bien… solo necesito descansar.
—No, no estás bien —su tono se endureció—. ¿Cuánto peso perdiste? Estás más delgada de lo que deberías estar.
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—No lo sé. No me he pesado.
La mandíbula de Enzo se tensó. Sabía que ella no era tonta ni descuidada con su salud, pero esto iba más allá.
—¿Has comido bien estos días?
Amatista abrió los ojos y lo miró con seriedad.
—No.
La franqueza de su respuesta lo golpeó más de lo que esperaba.
—¿Por qué? —inquirió, exigiendo una explicación.
Ella apartó la mirada, como si no quisiera discutirlo. Pero cuando vio que Enzo no iba a dejarlo pasar, suspiró.
—Me concentré en atrapar a Diego. Entre buscar pistas, coordinar con Roque, estar alerta… olvidé hacer todas las comidas.
La respuesta solo empeoró el enojo de Enzo.
—Eso no es una excusa, Amatista. Cuando los bebés vuelvan, te necesitarán bien.
Ella apretó los labios, pero luego lo miró fijamente.
—Si me hubieras hecho caso desde el principio, ya lo habríamos atrapado y mis hijos estarían aquí.