Capítulo 47 Recuerdos y bromas en la fiesta de francesco
La mesa se llenaba poco a poco, como un mosaico de voces y personalidades que transformaban la conversación en un constante ir y venir de temas. Tras la partida de los primeros invitados, llegaron nuevos rostros que se unieron al grupo principal. Además de Enzo, Amatista, Massimo, Emilio, Paolo, Mateo, Francesco y Rogelio, el círculo ahora incluía a Alejandro, Manuel, Felipe, Valentino, Demetrio, Jorge, Tyler, David, Leonardo, Luciano, Martín, Sofía, Diana, Maximiliano, Mauricio, Alba, Sara y Bianca. También estaban Alicia, con su aire de elegancia maternal, y Alesandra, quien, agotada por el bullicio de la fiesta, había encontrado consuelo en las piernas de Amatista, dejando que su hermana mayor le acariciara el cabello con ternura.
La conversación fluyó, tocando temas triviales al principio, pero pronto Francesco, siempre amante de las historias, tomó la palabra. Su tono nostálgico captó la atención de todos mientras recordaba los años en los que solía visitar la mansión Bourth, en los días en que Romano aún vivía.
—Amatista, ahora que te veo aquí, no puedo evitar recordar los días en que eras solo una niña —comenzó Francesco, con una sonrisa mientras su mirada viajaba al pasado—. Claro que ya entonces eras especial.
Amatista sonrió ligeramente, mientras los ojos de todos se dirigían hacia ella. Enzo, por su parte, no apartó la mirada de Francesco, aunque una leve tensión era visible en su postura.
—¿Ah, sí? ¿Cómo era entonces? —preguntó Paolo, curioso, lo que provocó risas entre algunos.
Francesco se tomó un momento para acomodarse en su asiento antes de continuar.
—Una tarde, estaba con Romano en la mansión, discutiendo un tema de negocios. Todo estaba en calma, hasta que Roque llegó y nos informó que Enzo y Amatista no estaban por ninguna parte.
El tono dramático de Francesco captó la atención de todos, quienes comenzaron a murmurar entre sí. Incluso Bianca, que había mantenido una actitud distante toda la noche, mostró un leve interés en la historia.
—¿Dónde estaban? —preguntó Maximiliano, inclinándose hacia adelante.
—Pues, como imaginarán, nadie lo sabía —continuó Francesco, alzando las manos—. Comenzamos a buscarlos por toda la mansión. Revisamos autos, habitaciones, e incluso el bosque cercano. Pero nada. La noche estaba cayendo, y la preocupación creció. Así que decidimos regresar a la mansión para buscar linternas.
Amatista, que había estado escuchando en silencio, no pudo evitar sonrojarse. Sabía lo que venía, y una sonrisa nerviosa apareció en su rostro. Enzo, por otro lado, mantuvo su semblante relajado, aunque sus ojos reflejaban cierta incomodidad.
—Cuando pasamos junto al estanque, Roque los encontró. Estaban apoyados en un árbol, dormidos como si nada hubiera pasado —dijo Francesco, con una risa contenida que pronto fue compartida por varios en la mesa.
Las risas empezaron a brotar entre los presentes, pero Francesco no había terminado.
—Romano, por supuesto, perdió la paciencia. Se acercó furioso y los despertó con un grito. Recuerdo que Enzo intentaba aceptar el regaño como todo un hombrecito, pero entonces ocurrió lo inesperado.
Francesco hizo una pausa para añadir dramatismo, lo que provocó risas nerviosas.
—Amatista, sin dudarlo, se puso frente a Enzo. Alzó la cara y le dijo a Romano que había sido su idea ir al estanque. Y no solo eso… ¡Dijo que quería ver si había una sirena allí!
La carcajada fue inmediata y generalizada. Incluso los más serios, como Felipe y Valentino, no pudieron contenerse, mientras otros, como Tyler y Mauricio, golpeaban la mesa de risa. Amatista se llevó las manos al rostro, claramente avergonzada, mientras Enzo sonreía con resignación.
—Pero eso no es lo mejor —continuó Francesco, mientras intentaba controlar su risa—. Después de que Amatista dijera eso, comenzó a llorar, como si realmente creyera que encontraría una sirena. ¡Y lo que sucedió después fue increíble! Romano… se echó a reír.
—¿Romano riendo? —preguntó Demetrio, incrédulo.
—¡Sí! —afirmó Francesco, levantando las manos como si jurara ante un tribunal—. Nunca en mi vida lo había visto reír con tanta soltura. Fue un momento único.
Alicia, que había estado sonriendo mientras escuchaba, agregó:
—Es cierto. Fue gracias a ese comentario que Romano decidió no retarlos. Amatista siempre tuvo esa habilidad de desarmar a cualquiera con sus ocurrencias.
La risa en la mesa continuó, aunque Bianca permanecía en silencio, su expresión reflejaba molestia. No soportaba la atención que Amatista recibía, especialmente de Enzo, quien no dejaba de mirarla con una mezcla de ternura y diversión.
—Eso explica mucho —dijo Alejandro, aún riendo—. Ahora entiendo por qué Enzo nunca puede decirle que no.
—Exacto —agregó Valentino, levantando su copa en dirección a Amatista—. Por eso siempre hacemos lo que dice la señora Bourth.
Las bromas seguían fluyendo mientras Francesco daba un nuevo giro a la conversación.
—Pero eso no era algo aislado —continuó Francesco, mirando directamente a Enzo—. Amatista siempre lograba convencerte de hacer cualquier cosa. Desde que llegó a la mansión hasta que se separaron a los 10 años, siempre fue así.
Las carcajadas estallaron nuevamente. Incluso los más formales no pudieron evitar unirse a la risa colectiva. Maximiliano, con una sonrisa traviesa, se inclinó hacia Enzo.
—Ahora todo tiene sentido. Siempre dijimos que había alguien que podía controlarte, y aquí está.
Las risas continuaron, y el ambiente se llenó de camaradería. La única que permaneció seria fue Bianca, cuya incomodidad era evidente. Mientras tanto, Alesandra seguía dormida, completamente ajena al bullicio, con la cabeza apoyada en las piernas de Amatista. Este gesto de ternura no pasó desapercibido para los demás, quienes miraban la escena con cariño.
Cuando la risa comenzó a disiparse, Mateo, que siempre había sido más serio, miró a Amatista con curiosidad.
—Entonces, Amatista, ¿por qué creías que había una sirena en el estanque? —preguntó, su tono genuinamente intrigado.
Amatista, recuperándose de la risa, respondió con una sonrisa traviesa.
—Una de las empleadas me lo contó cuando era pequeña. Ella decía que había una sirena allí, y yo, siendo tan curiosa, tenía que saber si era cierto. Arrastré a Enzo conmigo, por supuesto.
La risa estalló nuevamente, mientras los presentes imaginaban a los dos niños explorando el estanque en busca de una sirena. La inocencia de la historia y la complicidad entre Amatista y Enzo era algo que nadie podía negar, y aunque las bromas continuaron, había un aire de admiración en el ambiente.
La atmósfera seguía cargada de risas y anécdotas en la mesa, mientras Francesco continuaba relatando historias del pasado de Enzo y Amatista. Aunque algunos aún se recuperaban de la hilaridad provocada por la búsqueda de la sirena, Francesco, con su tono pausado y dramatismo calculado, retomó la palabra, asegurándose de que cada detalle fuera absorbido por sus atentos oyentes.
—Pero déjenme decirles algo —comenzó Francesco, con una sonrisa traviesa—, la búsqueda de la sirena no terminó ahí.
Un murmullo de curiosidad recorrió la mesa. Massimo, Emilio, Mateo y Paolo intercambiaron miradas, conscientes de que la historia estaba por ponerse aún más interesante. Bianca, aunque ahora algo más relajada, mantenía la vista fija en Francesco, mientras Amatista, entre avergonzada y divertida, enterraba el rostro en el brazo de Enzo.
—Semanas después, yo estaba con Romano revisando unos papeles en su despacho —continuó Francesco, haciendo una pausa para beber de su copa, aumentando la expectativa—. Y, de repente, aparece Roque con una expresión que ya conocíamos bien.
—¿Otra vez? —interrumpió Maximiliano, riendo.
—¡Otra vez! —confirmó Francesco, gesticulando con las manos—. Roque vino a informarnos que Enzo y Amatista habían desaparecido nuevamente. Esta vez, Romano no perdió los estribos; simplemente le dijo a Roque que revisara el estanque, que seguro los encontraría allí.
Las risas estallaron nuevamente en la mesa, pero Francesco levantó una mano para pedir calma.
—No pasó ni una hora cuando Roque regresó. Traía a Enzo en brazos y a Amatista llorando desconsolada. Imagínense la escena: Enzo tenía el brazo fracturado, y Amatista no podía articular palabra de tanto llorar.
Un silencio expectante cayó sobre la mesa. Aunque las risas se habían calmado, la imagen que Francesco describía era vívida y capturaba la atención de todos.
—¿Qué pasó? —preguntó Diana, inclinándose hacia adelante.
Francesco negó con la cabeza, como si aún no pudiera creer lo que había ocurrido.
—Ni Enzo ni Amatista podían explicarlo bien, así que Roque nos lo contó. Al parecer, Amatista había convencido a Enzo de que subieran al árbol cercano al estanque, porque desde allí tendrían una mejor vista para buscar a la famosa sirena.
Unas risitas se escucharon alrededor de la mesa, pero Francesco continuó sin distraerse.
—Después de un rato, Amatista se aburrió de esperar y decidió bajar. En el proceso, se golpeó el pie y, aunque no fue nada serio, dio un pequeño grito. Pero Enzo, siempre tan protector, saltó del árbol para ayudarla.
La mesa entera estalló en risas al escuchar aquello, aunque Francesco levantó la voz para hacerse oír.
—¡El árbol era muy alto! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. Enzo era solo un niño, y, claro, al caer terminó fracturándose el brazo. Por suerte, Roque llegó justo a tiempo para ayudarlos.
Amatista, completamente sonrojada, no sabía dónde esconderse. Enzo, aunque en un principio parecía incómodo, ahora tenía una sonrisa de resignación en el rostro. Massimo y Emilio no podían contener la risa, y Paolo le dio unas palmaditas en el hombro a Enzo, como si quisiera consolarlo.
—Eso suena muy a ustedes —comentó Alejandro, riendo mientras negaba con la cabeza.
—¿Y qué hicieron después? —preguntó Tyler, aun riendo.
Alicia, que había estado disfrutando del relato con una sonrisa, intervino.
—Después de ese incidente, Romano decidió que a Enzo y Amatista les asignaran un guardia que los siguiera a todas partes —comentó Alicia, riendo mientras miraba a los presentes—. Además, buscó a la empleada que había hablado de la sirena y le exigió que le confesara a Amatista que todo era mentira.
—¿Funcionó? —preguntó Mauricio, divertido, mientras levantaba una ceja, esperando una respuesta que no tardó en llegar.
—No del todo —admitió Alicia entre risas
La mesa se llenó de carcajadas, pero Alicia, con una sonrisa traviesa, añadió:
—Eso no significa que dejaran de buscar a la sirena. Amatista estaba completamente convencida de que Romano había obligado a la empleada a mentir para detener la búsqueda, y no iba a rendirse tan fácilmente.
Las risas se intensificaron al escuchar aquello, y Maximiliano no pudo evitar agregar:
—Por supuesto que no se iba a rendir. Eso es muy típico de ella.
—Lo curioso —continuó Alicia— es que ahora tenían un guardia supervisándolos todo el tiempo. ¡Y pobre hombre! Estoy segura de que en más de una ocasión prefirió enfrentarse a balas que seguir las ocurrencias de esos dos.
La risa fue general, y los presentes comenzaron a imaginar las peripecias del guardia intentando mantener el control sobre dos niños llenos de imaginación y energía. Incluso Enzo, que rara vez se unía a las risas, sonrió mientras recordaba aquellos momentos.
—¿Qué hacían con el pobre guardia? —preguntó Diana, entre risas, genuinamente intrigada.
—De todo —respondió Alicia, negando con la cabeza mientras reía—. Intentaban escaparse, lo distraían con preguntas absurdas y lo hacían caminar kilómetros por el bosque. Pero lo peor era cuando se ponían de acuerdo para hacerlo buscar con ellos. Lo trataban como su tercer explorador.
El ambiente en la mesa era cada vez más cálido, y todos disfrutaban del relato de Alicia, aunque Amatista estaba completamente roja de la vergüenza. Enzo, por su parte, parecía orgulloso de los recuerdos que compartían, aunque no decía mucho, limitándose a sonreír mientras escuchaba.
—Definitivamente, ese guardia se ganó el cielo —bromeó Felipe, mientras los demás asentían con la cabeza, todavía riendo.
Las risas continuaron, pero Francesco, que había permanecido en silencio durante la intervención de Alicia, levantó nuevamente su copa para captar la atención de todos.
—Permítanme decir algo más —anunció con un tono solemne, aunque su sonrisa traviesa indicaba que estaba a punto de compartir algo aún más jugoso.
El silencio se hizo en la mesa, y todos se inclinaron hacia adelante, esperando con ansias el siguiente capítulo de las aventuras de Enzo y Amatista.
—Ahora bien, esto puede que no lo sepan —comenzó, bajando un poco la voz para captar la atención de todos—, pero ¿sabían que Enzo y Amatista se casaron cuando eran niños?
El silencio fue absoluto por un momento, antes de que una ola de murmullos y exclamaciones sorprendidas recorriera la mesa.
—¿Qué? —exclamó Sofía, incrédula.
—Es verdad —confirmó Francesco, con una sonrisa traviesa—. Romano ofició la boda cuando Amatista tenía ocho años y Enzo diez.
—¿Cómo ocurrió eso? —preguntó Martín, inclinándose hacia adelante, mientras el resto se acercaba con curiosidad.
Francesco, disfrutando del drama, hizo una pausa antes de continuar.
—Romano había decidido enviar a Amatista a que la educaran en otro lugar. Por supuesto, esto no le gustó nada a Enzo. Su primer instinto fue tomar a Amatista y encerrarse con ella en una de las habitaciones de la mansión.
La mesa estalló en carcajadas nuevamente, y Amatista, que ahora estaba completamente roja, no pudo evitar esconder el rostro en el hombro de Enzo.
—Romano pasó horas tratando de convencer a Enzo de que era algo temporal, pero él no quería saber nada —continuó Francesco, divertido—. Finalmente lograron abrir la puerta, pero Enzo seguía negado y comenzó a patear a Roque, furioso.
—¡Eso suena como Enzo! —comentó Felipe entre risas.
—Romano tuvo que llevárselo a su despacho. No sé qué le dijo, pero cuando volvieron, Enzo fue directo a Amatista y le dijo: “Nos vamos a casar”. No fue una pregunta; simplemente lo dijo.
Las carcajadas llenaron la mesa, pero Francesco continuó.
—En unos minutos, prepararon todo. Amatista caminaba hacia un altar improvisado de la mano de Roque, con un vestido de comunión que hacía las veces de vestido de novia. En el altar, Enzo la esperaba con un traje y una sonrisa de triunfo.
—¿Y quién ofició la ceremonia? —preguntó David, entre risas.
—Romano, por supuesto —respondió Francesco, alzando las manos—. Ambos aceptaron, y solo así Enzo permitió que se llevaran a Amatista.
La mesa entera se rompió en carcajadas, y los comentarios no se hicieron esperar.
—Así que, básicamente, Amatista ha sido la señora Bourth desde entonces —comentó Maximiliano, riendo.
—Siempre lo supimos —añadió Emilio, divertido.
Bianca, aunque no parecía tan molesta como antes, mantenía una expresión neutra, mientras el resto de la mesa seguía riendo y haciendo bromas. Las anécdotas seguían fluyendo, y el ambiente se mantenía cálido y relajado, lleno de recuerdos que fortalecían los lazos entre todos los presentes.
Amatista, aún sonrojada, miró a Enzo con una mezcla de diversión y cariño. Él, siempre imperturbable, la miró de vuelta con una sonrisa ligera.
—Gatita, siempre has sido mía —le susurró al oído, provocando que ella riera suavemente y escondiera su rostro nuevamente, esta vez por la ternura que le provocaban sus palabras.
La noche continuó con más historias y bromas, pero esa serie de anécdotas quedó grabada en la memoria de todos como una de las mejores de la velada.