Capítulo 179 Resaca y suplicio
La mañana se filtraba perezosa por las ventanas de la habitación cuando Amatista abrió los ojos. A pesar del descanso, la tensión del día anterior aún se aferraba a su cuerpo. Sus pensamientos revolvieron los acontecimientos de la noche anterior, su decisión de rechazar a Enzo y la forma en que él, consumido por los celos, la había tomado con desesperación.
Suspiró y se sentó en la cama, sintiendo la tela suave de la sábana contra su piel. Sus ojos se desviaron hacia el suelo, donde la camisa de Enzo aún yacía abandonada. Un recordatorio tangible de su presencia. Frunció el ceño y se levantó, encaminándose al baño.
El agua caliente alivió un poco su cuerpo, pero no la tensión que la carcomía por dentro. Cuando salió de la ducha y se envolvió en una bata, notó que aún quedaba tiempo para que Rose llegara. No tenía intención de quedarse en la habitación esperando, así que decidió bajar a prepararse el desayuno.
Al llegar a las escaleras, se encontró con Emilio. No necesitó preguntar para saber que algo llamaba la atención de todos en la sala principal del club. Al notar la concentración de varias personas, Amatista y Emilio se acercaron.
El espectáculo que encontraron la dejó momentáneamente sin palabras.
Enzo estaba desplomado sobre un amplio sillón de cuero, vestido únicamente con el pantalón, con el torso descubierto y una mano colgando sobre el reposabrazos. Su cabello estaba desordenado y su rostro tenía la expresión relajada de alguien que había sucumbido completamente al alcohol. Varias botellas vacías del bar estaban esparcidas en la mesa y el suelo.
—Vaya, alguien tuvo una noche interesante —murmuró Facundo con diversión.
—O una noche de mierda —añadió Joel, encogiéndose de hombros.
Luna y Samara, con evidente entusiasmo, observaban a Enzo con cierto interés, pero fue Alan quien rompió el hielo con una apuesta.
—Les doy cien si alguna de ustedes se anima a besarlo.
Samara rió entre dientes y Luna arqueó una ceja con picardía.
—¿Solo cien? —bromeó Luna—, yo lo haría gratis.
Amatista sintió una punzada de arrepentimiento mezclado con una extraña incomodidad al verlo en ese estado, pero no permitió que su expresión lo delatara.
Antes de que las mujeres pudieran seguir con su juego, Emilio dio un paso adelante con una expresión seria.
—Déjense de estupideces. Déjenlo en paz.
Con un resoplido, los demás perdieron interés y comenzaron a dispersarse, aunque algunos siguieron riendo entre ellos. Amatista ignoró las conversaciones y se acercó al sillón.
—Enzo —lo llamó en voz baja, inclinándose hacia él.
No hubo respuesta.
Suspiró y le dio un ligero empujón en el hombro.
—Despierta.
Un gruñido bajo salió de los labios de Enzo antes de que frunciera el ceño y entreabriera los ojos con pesadez.
—¿Qué…? —murmuró, su voz rasposa y cargada de resaca.
—Acompáñame —ordenó Amatista con suavidad—. Voy a prepararte un baño.
Enzo parpadeó varias veces, intentando enfocar su mirada en ella. Su cuerpo se sentía pesado, su cabeza latía con dolor y su boca tenía el sabor amargo del alcohol.
Everly, quien acababa de llegar, captó la situación y entendió la indirecta.
—Prepararé un café.
Amatista asintió y tiró con suavidad de la muñeca de Enzo para que se levantara. Con esfuerzo, él se incorporó y pasó un brazo sobre sus hombros en busca de apoyo mientras caminaban hacia la habitación.
Una vez dentro, Amatista fue directamente al baño, abrió la llave de la bañera y dejó que el agua comenzara a llenarse. Mientras tanto, Enzo se quedó de pie en medio de la habitación, descalzo, frotándose el rostro con ambas manos.
—Mierda… —gruñó, cerrando los ojos por la punzada de dolor en su cabeza.
Intentó sacarse el pantalón, pero sus movimientos torpes hicieron que perdiera el equilibrio por un momento. Amatista, que lo observaba desde la puerta del baño, rodó los ojos y se acercó.
—Déjame ayudarte.
Enzo no protestó cuando sus dedos comenzaron a desabrochar el pantalón con eficiencia. Su respiración aún estaba cargada de la resaca, y su cuerpo se mantenía caliente por el exceso de alcohol en su sistema.
Cuando Amatista le bajó el pantalón, él levantó la mano con lentitud y la acarició con torpeza en la mejilla.
—Déjalo ya… —susurró con voz rasposa—. Deja de tratarme así.
Amatista lo miró sin decir nada.
—No soporto tu indiferencia, gatita —continuó Enzo, su tono una mezcla de súplica y frustración—. Siento que voy a morir.
Ella se quedó en silencio por un momento. Luego, suspiró y desvió la mirada, sin atreverse a responder.
Amatista no respondió de inmediato. Su mirada bajó hasta la mano de Enzo, que seguía apoyada en su mejilla, cálida y pesada. Él la observaba con ojos entornados, su cuerpo aún tambaleante, pero su desesperación era evidente incluso en ese estado.
—No te estás muriendo, Enzo —murmuró ella con frialdad, retirando su mano con suavidad.
Pero Enzo no soltó su agarre. Sus dedos se deslizaron hacia su nuca, aferrándose con la misma necesidad que reflejaban sus palabras.
—Dime que no te importa —susurró, su aliento tibio contra su piel—. Dímelo en la cara.
Amatista sintió su pecho tensarse, pero no lo dejó ver. Su expresión se mantuvo serena cuando le sostuvo la mirada.
—No me importa.
Enzo cerró los ojos con frustración. Se dejó caer un poco, apoyando la frente contra su hombro, sus dedos todavía aferrados a su nuca.
—Mentirosa… —murmuró con una sonrisa amarga—. Siempre has sido mala mintiendo, gatita.
Ella suspiró y se apartó, quitando sus manos con suavidad.
—Métete en la bañera antes de que te desplomes en el suelo.
Sin darle oportunidad de replicar, Amatista se levantó y se alejó. Enzo se quedó en su lugar por un momento, pasando una mano por su rostro. Su resaca era un castigo, pero más que eso, el verdadero tormento era la frialdad con la que ella lo trataba.
Finalmente, con un gruñido bajo, se metió en la bañera. El agua caliente relajó un poco la tensión en su cuerpo, pero no la quemazón en su pecho.
Desde la habitación, Amatista escuchó el sonido del agua. Se pasó una mano por la frente, exhalando lentamente. No podía permitirse titubear.
Aún así, por más que quisiera convencerse de lo contrario, ver a Enzo en ese estado le había dejado una sensación amarga en el estómago.
El sonido del agua llenaba la habitación, pero el silencio entre ellos era aún más denso. Amatista se quedó junto a la puerta del baño, sin mirarlo. Sabía que Enzo la observaba, podía sentir su mirada recorriéndola con una mezcla de cansancio y necesidad.
—¿Vas a seguir ahí, o te quedarás vigilando como si fuera a ahogarme? —murmuró él con voz ronca.
Amatista giró el rostro apenas, encontrándose con su mirada. Sus ojos oscuros, normalmente filosos y llenos de arrogancia, ahora estaban pesados, con rastros de agotamiento. Pero no por eso menos intensos.
—No me sorprendería que lo hicieras —respondió ella con calma—. Bebiste demasiado.
Enzo apoyó la cabeza contra el borde de la bañera y cerró los ojos un momento.
—Quizá. Pero hay cosas que embriagan más que el alcohol.
Amatista fingió no entender la indirecta y se acercó lentamente, dejando una toalla en la orilla de la bañera.
—Termina rápido. Everly traerá el café en cualquier momento.
Cuando intentó alejarse, Enzo alzó un brazo y atrapó su muñeca, obligándola a detenerse.
—Quédate.
No fue una orden. Fue una súplica baja, casi inaudible.
Amatista suspiró, pero no intentó apartarse de inmediato. En cambio, lo miró con seriedad, como si midiera sus palabras antes de hablar.
—Voy a cambiar mi actitud, Enzo —dijo finalmente—. Pero eso no significa que te haya perdonado, ni que puedas hacer lo que quieras. Solo será una tregua.
Los ojos de Enzo se entrecerraron, analizándola.
—¿Una tregua? —repitió con una media sonrisa ladeada—. ¿Y qué implica eso?
—Que lo de ayer no volverá a pasar —sentenció ella—. Ni lo de ahora.
El agarre en su muñeca se aflojó, pero Enzo no la soltó por completo.
—Quédate —pidió de nuevo, esta vez con voz más baja—. Solo hasta que me duerma.
Amatista lo observó por un momento más. Luego, con un suspiro resignado, se sentó en el borde de la bañera, sin mirarlo.
—Solo hasta que te duermas —reafirmó.
Enzo cerró los ojos con una leve sonrisa. No era suficiente. Pero por ahora, le bastaba.
El baño aún estaba tibio cuando Amatista vio a Enzo luchar por salir de la bañera. Aunque él intentaba moverse con su usual aire de control, la resaca y el agotamiento lo hacían torpe. Rodó los ojos y, sin decir nada, se inclinó para ayudarlo.
—Levanta los brazos —ordenó con calma.
Enzo la miró con el ceño fruncido, pero obedeció. Amatista tomó una toalla y comenzó a secarlo con movimientos firmes, sin mostrar incomodidad ni vergüenza.
—No deberías tratarme como un inválido —gruñó Enzo.
—No lo haría si no estuvieras tan destruido —replicó ella con ironía.
Enzo sonrió apenas y dejó que continuara. Había algo reconfortante en la manera en que sus manos se movían sobre su piel, como si, a pesar de todo, aún le perteneciera.
Cuando estuvo seco, Amatista le alcanzó un pantalón limpio y una camisa.
—Vístete —dijo simplemente, dándose la vuelta para darle privacidad.
Enzo soltó una risa baja.
—Te has puesto tímida, gatita.
Amatista suspiró sin responder y salió del baño justo a tiempo para encontrarse con Emilio, quien traía una bandeja con una taza de café recién hecho.
—Everly lo preparó —anunció Emilio—. ¿Cómo está?
—Debería descansar —respondió Amatista con firmeza.
Emilio la observó con atención antes de asentir.
—Está bien, yo me encargaré de todo.
Amatista le dedicó una pequeña sonrisa.
—Gracias, Emilio. Pero yo me encargaré de Enzo.
El hombre no discutió. Conocía esa mirada en ella, la que indicaba que su decisión estaba tomada. Así que solo asintió y dejó la bandeja sobre la mesa antes de retirarse.
Cuando Amatista regresó a la habitación, encontró a Enzo ya acostado en la cama, con los ojos cerrados, pero claramente despierto.
—Pensé que te habías escapado —murmuró sin abrir los ojos.
Amatista no respondió. En cambio, se sentó en el borde de la cama con calma.
No pasó ni un segundo antes de que Enzo se moviera. Se giró, apoyando la cabeza en sus piernas, envolviendo su cintura con un brazo fuerte, como si temiera que se alejara.
Amatista se quedó inmóvil por un momento, observándolo. No era común ver a Enzo así, tan vulnerable. Sus dedos se deslizaron instintivamente por su cabello húmedo, acariciándolo con suavidad.
—Descansa, Enzo —susurró.
Él suspiró contra su piel, aferrándose un poco más a su cuerpo.
—Así es fácil dormir —murmuró con voz somnolienta—. Si te quedas aquí, podría hacerlo para siempre.
Amatista bajó la mirada y continuó acariciándolo, sin responder.
Poco a poco, la respiración de Enzo se hizo más profunda y tranquila, hasta que finalmente se quedó dormido.
En su rostro se reflejaba una sonrisa enorme, como si acabara de ganar lo mejor del mundo.
El ritmo de la respiración de Enzo se hacía cada vez más pausado, pesando sobre las piernas de Amatista como si su cuerpo se entregara por completo al descanso. Pero incluso así, no la soltaba.
Amatista continuó acariciándolo, pasando sus dedos suavemente por su cabello húmedo y luego bajando por la línea de su cuello y hombros. Sus manos recorrían su espalda con lentitud, como si estuviera trazando un mapa invisible sobre su piel.
Lo sentía tan tranquilo, tan lejos de la intensidad y el dominio con el que solía envolverla, que por un momento se permitió disfrutar de la calma.
Sus dedos rozaron su mejilla con delicadeza, delineando su mandíbula con la yema de los dedos.
Pensó que estaba dormido.
Fue entonces cuando se detuvo para estirarse un poco, deslizando sus manos fuera de su cuerpo.
—Mmm… no te detengas —murmuró Enzo con voz adormilada, su agarre en su cintura apretándose apenas.
Amatista dejó escapar una risa baja, sorprendida.
—Solo me estaba estirando —contestó con suavidad.
Enzo levantó la mirada con los ojos aún pesados de sueño, observándola con algo que parecía un atisbo de nostalgia.
—Llevo mucho tiempo sin escucharte reír —dijo, su voz más suave de lo normal, casi como si se hablara a sí mismo.
Amatista sintió un leve escalofrío recorrer su espalda. No porque sus palabras fueran una amenaza, sino porque, en ese momento, Enzo no parecía el hombre imponente y controlador que siempre buscaba mantenerlo todo bajo su mando.
Parecía… cansado. Pero no solo físicamente.
Ella le susurró:
—Duerme, Enzo.
Él no respondió de inmediato. Solo la observó por unos segundos más antes de cerrar los ojos nuevamente, volviendo a recostar la cabeza sobre sus piernas.
Pero aún no la soltó.
—Quédate un rato más —pidió, con un tono que no admitía discusión, pero tampoco era una orden.
Amatista le dedicó una sonrisa leve, pasando los dedos por su nuca en un gesto automático.
—No tengo intenciones de irme a ningún lado.
Enzo suspiró, como si esa respuesta fuera todo lo que necesitaba para finalmente ceder al sueño.
Y poco a poco, su respiración se volvió más profunda, más estable.
Amatista lo observó por un momento, deslizando los dedos por su espalda en un gesto inconsciente, sintiendo la calidez de su piel.
No podía evitar pensar en lo irónico que era.
Enzo, que siempre quería tener el control de todo, solo lograba dormir en paz cuando estaba aferrado a ella.
La habitación estaba en completo silencio, salvo por la respiración pausada de Enzo, profunda y estable, indicándole que finalmente había caído rendido.
Amatista continuó acariciándolo con movimientos lentos, deslizando sus dedos por su cabello oscuro, sintiendo la calidez de su piel contra la suya. Era extraño verlo así, tan tranquilo, sin esa intensidad devoradora con la que siempre la miraba, con la que la tocaba. Ahora, simplemente dormía, aferrado a ella como si temiera que desapareciera en cualquier momento.
Sus ojos recorrieron su rostro, deteniéndose en cada detalle. La sombra de su barba incipiente, las pestañas gruesas que descansaban sobre su piel, la forma en la que sus labios estaban levemente entreabiertos. Parecía vulnerable, casi… en paz.
Amatista dejó escapar un suspiro silencioso y bajó la mirada hacia su propia mano, que aún acariciaba la espalda de Enzo de manera inconsciente. Se obligó a detenerse, pero apenas lo hizo, él se removió ligeramente, buscando su contacto incluso en su sueño.
—Insoportable… —murmuró en voz baja, con un dejo de ternura que ni ella misma quiso reconocer.
Se acomodó mejor contra el respaldo de la cama, dejando que su cuerpo se relajara poco a poco. El peso de Enzo sobre sus piernas ya no le resultaba molesto, sino extrañamente reconfortante.
El sueño comenzó a vencerla de a poco.
Parpadeó varias veces, luchando contra el cansancio, pero el calor que la envolvía, la respiración acompasada de Enzo y la tranquilidad de la habitación la fueron arrastrando lentamente hacia la inconsciencia.
Cerró los ojos sin darse cuenta, con su mano aún descansando sobre el cabello de Enzo, y en cuestión de minutos, cayó dormida.