Capítulo 40 La llegada de enzo al club
El rugido grave del motor de la camioneta negra rompió la serenidad del exclusivo club de golf, atrayendo las miradas curiosas de los socios presentes. Enzo Bourth estacionó con la precisión que lo caracterizaba, bajando del vehículo con su porte elegante, pero algo distinto en él llamaba la atención. Vestía unos pantalones oscuros perfectamente entallados y una camisa azul claro con el primer botón desabrochado, dejando entrever las marcas que surcaban su cuello y parte de su pecho. Aquellas evidencias, junto a su semblante ligeramente fatigado, sugerían que la noche anterior había sido todo menos tranquila.
Con pasos seguros, se dirigió hacia el grupo de hombres que lo esperaba en uno de los gazebos del club. Massimo, Paolo, Mateo y Emilio conversaban animadamente mientras bebían sus respectivos tragos. Samuel, más apartado, parecía concentrado en su teléfono. Al notar su llegada, el grupo alzó la vista casi al unísono, y tras un breve intercambio de miradas cómplices, comenzaron los comentarios.
—¿Así que ahora el gran Bourth aparece al mediodía? —dijo Paolo, alargando las palabras con un tono que bordeaba la burla. Una sonrisa socarrona se dibujó en su rostro mientras observaba las marcas en el cuello de Enzo.
Mateo no tardó en unirse:
—Supongo que Amatista sabe muy bien cómo mantenerte... ocupado. —El tono era ligero, pero lo suficientemente directo como para arrancar risas a Massimo y Paolo.
Massimo, con su estilo más despreocupado, le dio una palmada en el hombro a Enzo, quien acababa de estrecharle la mano.
—Nunca pensé que vería al inquebrantable Enzo Bourth mostrando signos de... ¿cómo llamarlo? ¿Sumisión?
Las risas llenaron el ambiente, mezclándose con el sonido de los pájaros en el campo. Emilio, más reservado, observaba con una leve sonrisa mientras Samuel, recordando la advertencia de Enzo sobre cruzar ciertos límites, permanecía en silencio, mirando de reojo al líder del grupo.
Enzo permitió las primeras bromas, esbozando una media sonrisa resignada. Sabía que su llegada tardía y su apariencia jugaban en su contra, pero estaba dispuesto a dejar pasar un momento de camaradería antes de retomar el control. Sin embargo, cuando las risas se alargaron, su expresión cambió. Su mirada oscura recorrió a cada uno de los presentes, y con un tono firme que no admitía réplica, cortó el ambiente con pocas palabras:
—Ya basta. Estamos aquí para negociar, no para perder el tiempo.
El peso de su voz cayó como una losa sobre el grupo. Las risas cesaron al instante, y los hombres se enderezaron en sus asientos, volviendo al aire profesional que siempre los había caracterizado.
Samuel, aprovechando el cambio de tono, se aclaró la garganta antes de hablar.
—Tengo varios terrenos que podrían interesarte, Bourth. Si todo marcha bien, mañana mismo tendrás la información completa en tu despacho.
—Perfecto. Espero no tener que recordártelo. —La respuesta de Enzo fue directa, sus palabras cargadas de autoridad.
Sin más preámbulos, se dirigieron al campo de golf, retomando la actividad que justificaba su reunión. Durante el juego, se hizo evidente que Enzo no estaba en su mejor forma. Aunque mantenía su técnica impecable, su fatiga era notoria. Cada movimiento parecía requerir un esfuerzo mayor al habitual, y más de una vez Massimo intercambió miradas con Paolo y Mateo, quienes apenas contenían las sonrisas. No hacía falta decirlo: todos sabían perfectamente la causa de su cansancio.
En la mansión Bourth, los rayos del sol ya acariciaban las cortinas de la habitación cuando Amatista abrió los ojos. Su mente todavía estaba nublada por el sueño, pero al girar la cabeza hacia el reloj en la mesita de noche, se sobresaltó al ver la hora.
—¿Las dos? —murmuró para sí misma, frotándose los ojos antes de incorporarse rápidamente. Una mezcla de vergüenza y sorpresa llenaba su pecho; nunca había dormido tanto.
Aún descalza y con el cabello ligeramente alborotado, bajó a la cocina donde Mariel estaba limpiando la encimera. Al verla entrar, la mujer no pudo evitar soltar una pequeña risa.
—Buenas tardes, dormilona. ¿Quieres galletas y limonada? —le ofreció, sin disimular la mirada que se deslizó hacia el cuello de Amatista.
Amatista, confundida al principio, tardó solo un segundo en comprender. Sintió el calor subirle al rostro al recordar las marcas que seguramente eran visibles. Sin embargo, mantuvo la compostura y aceptó la comida con una sonrisa tímida.
—Gracias, Mariel. Creo que las necesito.
Con las galletas y el vaso en la mano, se dirigió a la biblioteca. Las estanterías altas y el aroma a madera siempre habían sido un refugio para ella. Tras revisar con cuidado, eligió un libro que había dejado a medias días atrás. Luego, con el libro bajo el brazo, decidió aprovechar el día soleado.
En el jardín, encontró un rincón tranquilo donde la luz del sol se filtraba entre los árboles. Acomodó un cojín sobre el césped, se sentó y, con la limonada a su lado, comenzó a leer. Las páginas del libro pronto la envolvieron, aunque de vez en cuando una brisa ligera le recordaba la calma que reinaba en la casa.
Era un contraste marcado con el bullicio del club de golf donde Enzo negociaba y trataba de ocultar su agotamiento. Sin embargo, tanto Amatista como Enzo parecían disfrutar de sus respectivos momentos, conectados de forma intangible por la intensidad de las horas que habían compartido.
Con la competencia concluida, Enzo y su círculo de confianza —Massimo, Emilio, Mateo, Paolo y Samuel— se reunieron en la cafetería del club. El ambiente estaba cargado de camaradería, pero también de la seriedad que implicaba discutir temas de negocios. Cada uno tenía un vaso en la mano, relajándose momentáneamente antes de la siguiente reunión. Samuel, siempre pragmático, se levantó primero después de repasar los puntos importantes.
—Todo está en orden. No hace falta que me quede más tiempo —anunció mientras ajustaba su reloj—. Nos veremos en la próxima reunión.
Massimo lo despidió con un leve asentimiento, y el resto continuó charlando. Era raro tener tiempo para relajarse, pero esta pausa breve era una tradición entre ellos antes de los encuentros más formales. Paolo, quien solía mantener un tono despreocupado, comentó mientras tomaba un sorbo de su bebida:
—No hay noticias preocupantes en nuestros territorios. Todo parece estable, pero ya saben cómo son los De Rossi. Tarde o temprano intentarán algo.
—De hecho —añadió Mateo, con su enfoque analítico de siempre—, el hecho de que no hayan hecho nada recientemente me parece más inquietante.
Los ojos de Emilio pasaron de Mateo a Enzo, quien estaba inusualmente callado. La mirada de Enzo, fija en el contenido de su vaso, denotaba que su mente estaba en otro lugar. Finalmente, rompió su silencio:
—Si los De Rossi se mueven, lo sabremos antes de que puedan hacernos daño. Y cuando eso pase, no duden en actuar con la fuerza necesaria.
El tono autoritario de Enzo cerró el tema, y el grupo terminó sus bebidas antes de dirigirse al salón privado donde se llevaría a cabo la reunión con otros socios.
La reunión formal inició con puntualidad. Enzo, sentado al centro, observaba con su mirada penetrante a cada uno de los presentes mientras las discusiones avanzaban. Los temas giraban en torno a la supervisión de operaciones en los territorios, distribución de recursos y coordinación de seguridad. Todo se desarrolló en un ambiente respetuoso, donde las palabras de Enzo eran recibidas con atención y acatadas sin objeciones.
Cuando la reunión culminó con éxito, los socios se retiraron satisfechos. Enzo, por su parte, decidió que era hora de regresar a la mansión Bourth. La tarde estaba cayendo, y aunque el día había sido productivo, lo único que deseaba ahora era estar con Amatista.
Mientras tanto, Amatista disfrutaba de una tarde serena en el jardín. Había encontrado un rincón bajo la sombra de un árbol, donde el sonido de las hojas al moverse con el viento le proporcionaba una sensación de calma. Sostenía un libro entre las manos, pero su concentración se alternaba entre las palabras impresas y el entorno a su alrededor. Los días en la mansión eran distintos a lo que había vivido antes; había más libertad, pero también más incertidumbre.
En la cocina, Mariel escuchó el ruido de un automóvil aproximándose a la entrada principal. Al asomarse, vio a Alicia y Alessandra Bourth descendiendo con su característico porte elegante. Madre e hija siempre irradiaban una mezcla de calidez y autoridad que las hacía destacar. Mariel las saludó con una sonrisa respetuosa.
—Señora Bourth, Alessandra, es un placer verlas. —Luego, añadió con tono casual—: Por cierto, Amatista está en el jardín. Lleva unos días aquí.
La reacción de Alicia fue inmediata. Sus ojos brillaron con una mezcla de curiosidad y emoción.
—¿En el jardín? Hace tanto que no la veo… —dijo mientras se dirigía hacia allá sin esperar más. Alessandra la siguió de cerca, igual de interesada en reencontrarse con la joven.
Amatista levantó la vista al escuchar pasos aproximándose. Frente a ella, vio a Alicia, quien se acercaba con una sonrisa radiante. Aunque no se veían desde hacía años, la calidez de Alicia era inconfundible. Amatista se puso de pie rápidamente, dejando su libro a un lado.
—Señora Bourth… —saludó, algo insegura.
—Querida, ya no tienes que llamarme así. Llámame Alicia. —La mujer mayor la abrazó con una ternura que desarmó la timidez de Amatista—. Es tan bueno verte después de tanto tiempo. ¡Has crecido tanto!
Amatista sonrió tímidamente, justo cuando Alessandra se unió al abrazo.
—¡Amatista! —exclamó la joven con entusiasmo—. Pensé que Enzo te tenía escondida en algún lugar remoto del mundo.
Las tres rieron con complicidad. La cercanía entre Alicia y Alessandra era evidente, y ambas parecían genuinamente felices de reencontrarse con Amatista. Alicia, siempre observadora, no pudo evitar notar las marcas en el cuello de la joven. Con una sonrisa traviesa, comentó:
—Por lo visto, Enzo no ha perdido el tiempo contigo. —Luego, añadió con tono juguetón—. Tal vez pronto tengamos niños corriendo por esta mansión.
Amatista se sonrojó profundamente, riendo con nerviosismo mientras ambas mujeres tomaban asiento cerca de ella. Mariel no tardó en aparecer con una jarra de limonada fresca y una bandeja de galletas. Se sentaron juntas a charlar, creando un ambiente acogedor y relajado.
Alicia y Alessandra no tardaron en hacerle preguntas a Amatista sobre cómo había sido su vida en la finca, cómo se sentía ahora en la mansión y cuáles eran sus planes. Aunque la conversación era ligera, ambas mujeres mostraban un interés genuino por la joven, dejando claro que su cariño hacia ella era sincero.
Cuando la reunión en el club llegó a su fin, Enzo dejó a sus socios con un gesto breve pero firme, consciente de que había manejado con éxito los asuntos del día. Se despidió de Samuel, quien ya se había retirado, y observó a los demás discutir entre ellos antes de marcharse. Aunque los temas tratados eran importantes, su mente ya estaba en otro lugar: en la mansión Bourth y, más específicamente, en Amatista.
Había pasado todo el día esperando verla, deseando esos momentos de calma que solo encontraba en su compañía. Antes de salir del club, recordó su promesa. Se detuvo en la cafetería y pidió un paquete de las galletitas favoritas de Amatista, asegurándose de que fueran recién horneadas. Guardó cuidadosamente el paquete en el asiento del copiloto antes de arrancar el auto, sintiendo una leve ansiedad por llegar.
Al cruzar los portones de la mansión, lo recibió el usual silencio majestuoso del lugar, roto solo por el murmullo de algunas risas provenientes del jardín. Enzo frunció el ceño levemente, curioso. Apagó el motor y, con las galletitas en una mano, caminó hacia la parte trasera de la casa.
La escena frente a él lo tomó por sorpresa: Alicia y Alessandra estaban sentadas bajo la sombra de un árbol junto a Amatista. Las tres compartían una conversación animada mientras bebían limonada de unos elegantes vasos de cristal. Amatista tenía su libro cerrado sobre su regazo y parecía disfrutar del momento, luciendo relajada y completamente integrada en la charla.
Alicia fue la primera en notar su presencia. Levantó la mirada hacia él y esbozó una sonrisa amplia, llena de orgullo y cierto aire juguetón.
—¡Enzo! Justo a tiempo —exclamó, llamando la atención de Alessandra y Amatista—. Ven, estamos disfrutando de una tarde encantadora.
Alessandra lo saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa igual de cálida. Amatista, por su parte, giró la cabeza hacia él con esa calma característica suya, aunque sus ojos brillaron apenas al verlo.
—Madre, Alessandra —dijo Enzo, saludándolas con una moderada inclinación de cabeza, manteniendo su usual tono controlado. Sin embargo, cualquiera que lo conociera bien podría notar un ligero alivio en sus facciones al verlas allí.
Alicia no perdió la oportunidad de bromear al verlo.
—Bueno, parece que no solo Amatista tiene algo que explicar. —Sus ojos se detuvieron en las marcas visibles en el cuello de Enzo, similares a las que había notado antes en Amatista—. ¿Están ensayando para algo, hijo? Porque si siguen así, no pasará mucho antes de que tengamos niños corriendo por toda la mansión.
La risa suave de Alicia llenó el aire mientras Alessandra se cubría la boca para disimular una carcajada. Enzo, acostumbrado a los comentarios afilados de su madre, dejó escapar un leve suspiro, aunque sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.
—Siempre tan oportuna, madre —respondió con un tono seco, pero no carente de humor. Caminó hacia Amatista y, con un gesto natural, colocó el paquete de galletitas en su regazo—. Te prometí que te traería esto.
Amatista bajó la mirada hacia el paquete y luego volvió a levantarla hacia Enzo. Aunque no dijo nada, el simple hecho de que aceptara las galletitas con esa calma típica suya hizo que él sintiera una extraña satisfacción.
—Siempre tan considerado —comentó Alessandra, quien no podía resistir la oportunidad de molestar un poco más a su hermano mayor—. ¿Es ese tu secreto para mantenerla tan tranquila?
—Quizás —fue todo lo que respondió Enzo, encogiéndose de hombros con un aire despreocupado, aunque su mirada se suavizó apenas al dirigirse nuevamente a Amatista.
Alicia, notando el cambio sutil en su hijo, decidió tomar las riendas de la conversación para no incomodarlo más.
—Bueno, Enzo, Amatista ha sido una excelente compañía esta tarde. No puedo decir que esperaba encontrármela aquí, pero me alegra que finalmente estés compartiendo más con nosotros.
Enzo se limitó a asentir. No era del tipo que ofrecía explicaciones, pero apreciaba el esfuerzo de su madre por ser acogedora con Amatista.
La conversación continuó de forma ligera durante unos minutos más, entre anécdotas de Alessandra y comentarios espontáneos de Alicia. Amatista, aunque tranquila, parecía disfrutar del ambiente, respondiendo con cortesía y sin mostrarse incómoda. Enzo permanecía cerca de ella, escuchando en silencio, su presencia imponente pero extrañamente reconfortante.
Finalmente, Alicia se levantó con elegancia.
—Creo que voy a buscar más limonada. Alessandra, ven conmigo.
—Claro, mamá —respondió Alessandra mientras recogía su vaso vacío. Antes de irse, le guiñó un ojo a Amatista y dijo en voz baja—: Disfruta tus galletitas.
Cuando ambas mujeres se marcharon hacia la casa, el jardín quedó en un silencio apacible. Enzo se sentó en la silla que Alicia había dejado libre y observó a Amatista. Por un momento, ninguno de los dos dijo nada, pero no hacía falta. El simple hecho de estar juntos era suficiente para Enzo después de un día lleno de tensiones.
—¿Te han incomodado? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio con una voz baja y suave.
Amatista negó con la cabeza.
—No. Fue agradable hablar con ellas. Tu madre es... encantadora.
—Eso dicen todos —respondió Enzo con un leve toque de ironía, aunque sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.
El resto de la tarde transcurrió tranquila, con ambos disfrutando de la serenidad del jardín. Para Enzo, este momento, rodeado de calma y con Amatista a su lado, era el cierre perfecto para el día.