Capítulo 164 La almohada favorita
El sol de la mañana apenas se filtraba a través de las cortinas gruesas de la habitación. Amatista abrió los ojos lentamente, sintiendo el peso cálido de una manta sobre su cuerpo y el respaldo del sofá firme bajo ella. Parpadeó varias veces antes de girarse y observar a Enzo, quien dormía profundamente, su rostro relajado y enmarcado por mechones desordenados de su cabello oscuro.
Por un momento, lo miró en silencio. Enzo, el hombre que podía desatar su furia y su pasión en partes iguales, parecía tan vulnerable mientras dormía que le costaba asociarlo con el hombre dominante que había enfrentado la noche anterior. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios mientras apoyaba su mentón en sus manos, disfrutando de la rara paz en su rostro.
Después de unos minutos, los ojos de Enzo se entreabrieron, enfocándose lentamente en ella. Con una sonrisa ladeada, murmuró:
—¿Ya me observaste lo suficiente, gatita?
Amatista rio suavemente, ladeando la cabeza.
—No, pero habrá tiempo para seguir.
Él sonrió, entrecerrando los ojos antes de acomodarse mejor en el sofá. Amatista se levantó con cuidado, estirándose como un felino tras una larga siesta. Sus brazos se alzaron sobre su cabeza mientras arqueaba la espalda, y un suave suspiro escapó de sus labios.
—Voy a darme un baño —dijo, mientras comenzaba a caminar hacia el baño con pasos descalzos. Antes de entrar, giró hacia Enzo y agregó—: Ah, recuerda conseguir unas pastillas. Y no olvides el helado de vainilla y chocolate. También necesito un cuaderno de diseño y algunos lápices. El mío quedó en Santa Aurora, y tengo ganas de dibujar.
Enzo asintió con una sonrisa tranquila mientras se acomodaba en el sofá, todavía sin moverse demasiado.
—Me encargaré de todo, pero antes necesito que me respondas algo.
Amatista se detuvo en el umbral del baño, arqueando una ceja con curiosidad.
—¿Qué cosa?
—¿Ya me perdonaste o solo te dejaste llevar?
Amatista se giró completamente hacia él, cruzándose de brazos y con una sonrisa que mezclaba diversión y algo de malicia.
—Todavía no te he perdonado, Enzo. Me dejé llevar, pero ambos sabemos que ninguno de los dos puede resistirse al otro.
Enzo se levantó del sofá y se acercó a ella con paso lento, su mirada fija en sus ojos. La atrapó suavemente por la cintura y le susurró:
—Está bien, gatita. Haré lo que sea para que me perdones. Y mientras tanto, puedes seguir dejándote llevar todo lo que quieras.
Amatista se rio suavemente mientras se apartaba de él y entraba al baño.
—Por cierto, también arregla la cama, ¿sí? —dijo antes de cerrar la puerta tras ella.
Enzo sonrió y negó con la cabeza.
—Un momento, gatita. Antes de que te escapes, tengo otra pregunta.
Desde dentro del baño, Amatista soltó una risa ligera.
—¿Otra? ¿Qué es ahora?
Enzo se acercó a la puerta, apoyándose contra el marco con una expresión mezcla de diversión y genuina curiosidad.
—¿Qué significa ser tu "almohada favorita"?
La pregunta hizo que Amatista abriera la puerta del baño parcialmente, con una mirada claramente confundida.
—¿De qué estás hablando?
—Cuando estabas borracha en Costa Azul, me dijiste que eras mi "almohada bonita", pero que querías ser mi "almohada favorita". Y luego, ayer, me abrazaste mientras dormías y me dijiste que yo era tu "almohada favorita". Que tú querías ser mi "almohada favorita" y que no era justo, ser solo mi “almohada bonita”
Amatista lo miró por un momento antes de estallar en risas, cubriéndose la boca con una mano mientras apoyaba la otra en el marco de la puerta.
—¿Eso dije?
Enzo asintió, cruzándose de brazos y mirándola con fingida seriedad.
—Sí, y aun no entiendo qué significa.
—Bueno, yo tampoco sé qué quiere decir. Probablemente debas hablarlo con mi "yo borracha". Seguro tiene una explicación brillante para eso.
Enzo rio, relajando los hombros mientras negaba con la cabeza.
—Está bien, pero voy a recordarte esto cada vez que me llames almohada.
Amatista sonrió con picardía antes de cerrar la puerta del baño de nuevo.
—Haz lo que quieras, Enzo. Ahora, ve y arregla esa cama.
Mientras el sonido del agua comenzaba a llenar la habitación, Enzo se quedó mirando la puerta por un momento antes de sacudir la cabeza con una sonrisa.
—Gatita loca... —murmuró Enzo con una mezcla de diversión y resignación mientras terminaba de ajustarse la camisa. A pesar de la situación, no podía evitar una leve sonrisa al recordar la noche anterior. Tomó su reloj del escritorio y, con un gesto seguro, se lo colocó mientras avanzaba hacia la sala principal.
Al llegar, el panorama no podía ser más típico después de una noche de fiesta. Algunos de los socios habían caído dormidos en los sillones, todavía con copas vacías y botellas a su alrededor. Alan roncaba suavemente en un rincón, mientras que Facundo y Joel estaban despatarrados, inmersos en sueños profundos.
Enzo avanzó sin mucho ruido y localizó a uno de los guardias de turno, un hombre corpulento de cabello corto llamado Ortega.
—Ortega, necesito que consigas algo —dijo en un tono bajo pero autoritario.
—Claro, señor. ¿Qué será?
—Unas pastillas anticonceptivas. Ya sabes cuáles, no hace falta que te dé más detalles —añadió con un gesto serio, pero con un destello divertido en los ojos. Antes de que Ortega pudiera replicar, Enzo continuó—: Ah, y helado. De chocolate y de vainilla. Que sea el mejor.
Ortega asintió, aunque su expresión no pudo evitar mostrar algo de curiosidad. Sin embargo, sabía mejor que preguntar.
Luego, Enzo giró la cabeza hacia otro de los guardias que estaba cerca, un joven llamado Pérez.
—Pérez, pasa por El Taller de Luz en la ciudad y consigue un kit de diseño. Necesito que incluya un cuaderno y lápices de calidad.
—Enseguida, señor —respondió Pérez, apresurándose a salir mientras Ortega lo seguía hacia el exterior.
Enzo se quedó unos segundos en la sala, revisando su teléfono, cuando un estruendo de pasos bajando por la escalera lo alertó. Rita apareció con el ceño fruncido y el cabello despeinado, aun vistiendo un camisón de seda que parecía más un disfraz de elegancia que algo natural en ella.
—¡¿Se puede saber qué fue todo eso anoche, Enzo?! —soltó, sus palabras resonando en la sala como un látigo. Su mirada estaba llena de reproche y un toque de celos.
Los socios, que hasta entonces dormían plácidamente, comenzaron a despertar poco a poco, entre bostezos y miradas somnolientas. Alan fue el primero en percatarse de la situación y no pudo evitar una sonrisa burlona al ver la expresión de Rita.
—¿Qué pasa ahora? —murmuró Alan, todavía medio dormido.
—¡Lo que pasa es que no hubo un solo momento de paz anoche! ¡Ruidos, gritos, y... y la cama rompiéndose! —gritó Rita, visiblemente exasperada, apuntando hacia Enzo como si estuviera acusándolo de un crimen capital.
Joel se sentó en el sillón, frotándose los ojos.
—¿Otra vez hablando de los ruidos? —preguntó, y una carcajada se escapó de sus labios.
—Creo que se refiere al concierto privado de Enzo —agregó Facundo, provocando más risas entre los presentes.
Enzo permaneció tranquilo, pero sus ojos adquirieron un brillo peligroso mientras cruzaba los brazos.
—¿Ya terminaste, Rita? Porque si no, puedo recordarte lo que tú y tu querida Isis le hicieron a Amatista. Y si no quieres que te mate aquí mismo, mejor cierra la boca de una vez.
El silencio cayó como una losa en la sala. Rita palideció, retrocediendo ligeramente al ver la firmeza en la mirada de Enzo. Incluso los socios, acostumbrados a bromear, dejaron de reír por un instante.
Alan fue el primero en romper el hielo.
—Bueno, Rita, creo que lo mejor es que te calmes. Ya sabes que cuando Enzo se pone así, no es buena idea provocarlo.
Facundo y Joel asintieron, mientras Roberto añadió con tono divertido:
—Además, fue todo un espectáculo. Honestamente, creo que deberíamos cobrar entrada la próxima vez.
Las risas estallaron de nuevo, desatando comentarios entre los hombres, mientras Rita se giraba sobre sus talones y se marchaba con el rostro enrojecido. Enzo no se molestó en mirarla partir; en cambio, se sentó en uno de los sillones, tomando un vaso de agua que alguien había dejado abandonado.
—¿Y bien? —preguntó Alan, todavía riendo—. ¿Cuántas veces fueron? Perdí la cuenta después del tercer golpe de la cama.
Enzo lo miró con una sonrisa irónica, pero no respondió. En su mente, lo único que importaba era la imagen de Amatista en el baño, riendo despreocupadamente mientras le pedía que arreglara la cama y cumpliera con sus caprichos. Todo valía la pena si era por ella.
Amatista bajó por las escaleras con calma, el cabello suelto y un aire de despreocupación que parecía iluminar la sala principal. Llevaba un vestido ligero que resaltaba su figura, y aunque sabía que había sido el centro de atención en la conversación de los socios, no mostró ni una pizca de incomodidad.
En cuanto apareció, las risas y los murmullos se intensificaron. Joel fue el primero en lanzar un comentario.
—Mira quién finalmente decidió bajar. ¿Durmieron bien?
Amatista apenas le dedicó una mirada rápida mientras cruzaba la sala hacia la cocina.
—Mejor que tú, eso seguro, Joel —respondió con un tono ligero pero afilado, arrancando carcajadas de los demás.
Se preparó un café con movimientos tranquilos, seguido de un plato con algo de fruta fresca y unas tostadas. Se sentó a la mesa sin prisa, tomando un sorbo de café mientras miraba de reojo a Enzo, que seguía apoyado en el sillón.
—¿Quieres algo de desayuno? —le ofreció, levantando una ceja con ese tono juguetón que parecía burlarse de todo y de nada al mismo tiempo.
Enzo negó con la cabeza, una sonrisa ligera asomando en sus labios.
—No. Me voy a dar un baño primero. Luego desayuno.
Amatista asintió, sin insistir. Aunque la pasión de la noche anterior seguía en el aire, ella parecía decidida a mantener cierta distancia entre ellos. La barrera estaba allí, pero siempre con su característico toque divertido, como si quisiera dejarle claro que las reglas del juego las marcaba ella.
Enzo se levantó y caminó hacia las escaleras, pero se detuvo cuando Ortega entró por la puerta principal, cargando una bolsa con helados y un pequeño paquete.
—Aquí tiene lo que pidió, señor —dijo Ortega, extendiendo los artículos.
Enzo tomó la bolsa y caminó hacia Amatista, dejándola frente a ella con un gesto tranquilo.
—Tus pastillas y tu helado.
Amatista sonrió, tomando la bolsa y revisándola.
—Gracias. Eficiente como siempre.
Enzo no respondió, pero sus ojos mostraron una chispa de diversión mientras se giraba hacia Ortega.
—Cambia la cama de la habitación. Asegúrate de comprar una que sea de buena calidad.
Esto desató una avalancha de risas entre los socios, que estaban más que atentos a la conversación. Alan fue el primero en intervenir.
—¡No importa la calidad, Enzo! Esa cama no sobrevivió ni cinco minutos contigo.
—Sí, podrías traer una de acero reforzado, pero no creo que dure mucho más —agregó Joel entre carcajadas.
Facundo y Andrés se unieron a las bromas, lanzando comentarios sobre si debían tomar medidas especiales para futuros "conciertos privados".
Amatista, lejos de molestarse, los observó con una ceja levantada y una sonrisa traviesa.
—Ustedes son unos envidiosos, claramente. Apostaría que estuvieron con la oreja pegada a la puerta toda la noche.
La sala estalló en risas, y Alan alzó las manos en un gesto de rendición.
—Yo no confirmo ni niego nada, pero dicen que el espectáculo fue de primer nivel.
Enzo, que había permanecido en silencio, no pudo evitar reírse, sacudiendo la cabeza mientras comenzaba a subir las escaleras.
—Voy a darme un baño. Cuando baje, llamaremos a Alicia para que traiga a los bebés.
Mientras Enzo subía para darse un baño, Amatista terminó su desayuno con tranquilidad. Cada movimiento era pausado, casi como si quisiera saborear cada instante de la mañana. Una vez que acabó, tomó la pastilla que Enzo le había entregado y guardó el helado en el congelador, asegurándose de que estuviera en un lugar visible para más tarde.
Con todo listo, caminó hacia el salón, donde se acomodó en el sofá. Al tomar la computadora que alguien había dejado por allí, se inclinó hacia atrás y comenzó a navegar. Sus dedos se movían con rapidez por el teclado, abriendo perfiles en redes sociales, especialmente el de Diego. Aunque sabía que no iba a encontrar algo obvio, la esperanza de descubrir una pista sobre sus verdaderos planes la mantenía concentrada.
—Vamos, ¿qué es lo que realmente buscas, Diego? —murmuró para sí misma, revisando publicaciones antiguas y comentarios recientes.
Sin embargo, no había nada que indicara una venganza evidente. Diego era cuidadoso, y eso solo aumentaba la frustración de Amatista. Cerró la computadora un momento y se masajeó las sienes, intentando conectar puntos que aún no parecían encajar.
El tiempo pasó rápido, y los pasos de Enzo bajando las escaleras la sacaron de su concentración. Él apareció con el cabello aún húmedo y una camisa blanca a medio abotonar, irradiando esa mezcla de relajación y control que siempre lo caracterizaba.
—¿Lista para llamar a Alicia? —preguntó, sus ojos buscando los de Amatista.
Ella asintió de inmediato, una sonrisa entusiasmada iluminando su rostro.
—Sí, claro.
Amatista cerró la computadora y la dejó a un lado del sofá, levantándose mientras Enzo la miraba con curiosidad.
—¿Qué estabas haciendo? —le preguntó, notando la seriedad que había en su rostro momentos antes.
—Revisando las redes de Diego. Intentando averiguar qué trama realmente —admitió sin rodeos, encogiéndose de hombros. Su tono seguía siendo ligero, pero Enzo captó el trasfondo de preocupación.
Él la observó por un segundo más antes de asentir.
—No le des demasiadas vueltas ahora. Si hay algo que descubrir, lo haremos juntos.
Amatista le dedicó una pequeña sonrisa y asintió, agradecida por su apoyo. Ambos se sentaron frente a la computadora, y Enzo marcó el número de Alicia.
En cuestión de segundos, la videollamada conectó, y el rostro sonriente de Alicia apareció en pantalla. A su lado, la cámara captó dos pequeñas figuras en cunitas, envueltas en mantas claras.
—¡Miren quién está aquí! —exclamó Alicia con entusiasmo, moviendo la cámara para que pudieran ver mejor a los bebés.
Amatista se llevó una mano al pecho al ver a los pequeños Abraham y Renata. Aunque solo tenían una semana de vida, sus rasgos delicados ya dejaban entrever personalidades únicas. Abraham movía sus pequeñas manos en el aire, mientras que Renata parecía profundamente dormida, con una expresión de paz absoluta.
—Son perfectos —susurró Amatista, con los ojos brillando de emoción.
Enzo, sentado a su lado, no apartaba la mirada de la pantalla. Su expresión era seria, pero sus ojos reflejaban un orgullo que no podía ocultar.
—¿Cómo están? —preguntó, su tono más suave de lo habitual.
—Abraham es un pequeño revoltoso, no para de moverse. Renata, en cambio, es la calma en persona. Son un balance perfecto —respondió Alicia con una sonrisa.
Amatista no pudo evitar reír.
—Se parecen a alguien que conozco —dijo, lanzando una mirada divertida a Enzo, quien solo sonrió de lado.
La conversación continuó con detalles sobre los bebés, cómo comían, dormían y los momentos que empezaban a marcar sus primeras semanas de vida. Para Amatista, verlos así, aunque fuera a través de una pantalla, era un bálsamo para su alma. Por un momento, todo lo demás, incluso Diego y sus planes, desaparecieron de su mente.
Cuando finalmente terminaron la llamada, Amatista suspiró con una mezcla de felicidad y nostalgia, apoyando su cabeza en el respaldo del sofá.
—Son increíbles, ¿verdad? —preguntó, rompiendo el silencio.
Enzo, que aún miraba la pantalla apagada, asintió.
—Sí, lo son. Y no voy a permitir que nada les pase, Gatita. Eso te lo prometo.
Amatista lo observó en silencio por un momento, sus ojos suavizándose. Se inclinó hacia él y tomó su rostro entre sus manos, obligándolo a mirarla directamente.
—Somos una familia, Enzo —dijo con firmeza, su voz cargada de una calidez que no admitía dudas—. Nos cuidaremos. Jamás dejaré que algo les pase a nuestros bebés.
Los ojos de Enzo buscaron los de Amatista, capturando toda la intensidad de su promesa. Por un momento, no hubo palabras, solo un entendimiento silencioso que pasaba entre ellos. Finalmente, Enzo asintió, colocando su mano sobre la de ella, aferrándose como si ese gesto pudiera sellar sus intenciones.
—Lo sé, Gatita —murmuró—. Y te juro que haré lo que sea necesario para que estemos bien.
Amatista sonrió apenas, inclinándose para dejar un beso suave en su frente antes de apartarse y volver a recostarse en el sofá.