Capítulo 9 El peso de las sombras
La fiesta de cumpleaños de Enzo había llegado a su fin sin mayores contratiempos, aunque el rastro de su ocurrencia se esparciría rápidamente entre los murmullos y las miradas curiosas de los invitados. Enzo no se sorprendió de los comentarios que rondaban sobre él y su “única mujer”, como algunos la llamaban. Era una verdad silenciosa que todos conocían, pero pocos se atrevían a confirmar. Para él, las palabras no importaban; lo que importaba era que, en algún lugar dentro de esa mansión, Amatista estaba esperando, esperando por él, su “gatita”, como él la llamaba.
A pesar de que la fiesta había quedado atrás, Enzo no podía relajarse por completo. Durante la semana siguiente, él y sus socios se vieron atrapados en un mar de problemas. Un socio menor, al parecer, había estado infiltrando información, lo que puso a Enzo al borde de la desesperación. Sus pensamientos no podían evitar irse hacia Amatista, hacia su mansión aislada en el campo, hacia la habitación en la que ella permanecía encerrada, rodeada por los ecos de su soledad. Pero, entre las exigencias de los negocios y la tensión con sus socios, Enzo no encontraba el momento adecuado para visitarla.
Mientras tanto, en la mansión, Amatista se encontraba completamente absorbida por una sensación de agotamiento inusual. Los últimos días habían sido una espiral de fatiga y malestar. Ya no tenía ganas de comer; el hambre había perdido su poder sobre ella. Su cuerpo estaba debilitado, y su mente se había sumido en una especie de niebla que no lograba disipar. A veces, cuando intentaba levantarse, sentía que el peso de la realidad era demasiado pesado, como si todo a su alrededor se estuviera desmoronando. Su piel, tan blanca por los días interminables que pasaba encerrada, parecía más pálida que nunca.
Rose, la joven que se encargaba de su bienestar en los últimos tiempos, comenzó a preocuparse. Se había dado cuenta de que algo no estaba bien. Amatista estaba ausente, como perdida en un sueño profundo del que no podía despertar. Observaba su rostro, apagado y sin vida, y sabía que debía actuar. Sin dudarlo, se apresuró a llamar a Enzo. Sabía que, aunque él estuviera sumido en sus propios problemas, su preocupación por Amatista era más grande que cualquier inconveniente que pudiera tener en ese momento.
La voz de Rose, tensa y preocupada, irrumpió en la línea telefónica. “Enzo, necesito que vengas. Amatista no está bien. No come, no habla... está muy débil.” Las palabras de Rose, llenas de alarma, hicieron que el rostro de Enzo se endureciera. Su mente comenzó a recorrer las posibles razones del malestar de Amatista, pero, en ese momento, no había espacio para más dudas.
“Lo sé, Rose. Te pido que la cuides esta noche. Voy a quedarme con mis socios aquí, pero te duplicaré el pago por quedarte con ella. Solo asegúrate de que esté bien.” La voz de Enzo sonó más fría de lo habitual, pero había un temblor imperceptible en su tono, una preocupación no disimulada.
“Enzo, no es necesario que me pagues el doble,” respondió Rose, pero sabía que, por más que lo intentara, Enzo no cambiaría su decisión. “Lo haré por Amatista, no por dinero.”
Enzo colgó el teléfono con una sensación de impotencia. La distancia entre ellos parecía más insalvable que nunca, y cada minuto que pasaba sin estar cerca de Amatista lo consumía por dentro. Los problemas de los socios seguían creciendo, pero en su mente solo había un pensamiento: Amatista necesita saber que estoy allí para ella. Que no está sola.
En la mansión, Rose se quedó con Amatista. La joven de rizos oscuros observaba a la mujer con una mirada preocupada mientras la dormida Amatista permanecía inmóvil en la cama. Sus pensamientos volaron rápidamente a las semanas previas, a las preocupaciones que habían rondado la cabeza de la joven, a su constante melancolía. Parecía que algo la consumía desde adentro, pero Rose no sabía exactamente qué era. Ella también se sentía atrapada en su propio mundo, pero no podía dejar de pensar que algo más profundo ocurría.
Mientras tanto, en la oscuridad de la noche, un grupo de hombres desconocidos comenzó a acercarse a la mansión. Sin que nadie lo supiera, esos hombres, desconocedores de la propiedad de Enzo, habían puesto su mirada en ese lugar aislado, aparentemente vulnerable. Habían notado que solo había dos guardias fijos en el perímetro, más otro que iba y venía. Además, la presencia de Rose era algo que no pasaba desapercibido. Para ellos, era una oportunidad demasiado tentadora para dejarla escapar. Decidieron mantener una vigilancia unos días más antes de ejecutar su plan de asalto.
Enzo, ya con el rostro tenso por la situación, atendió a las llamadas de sus socios. Todos, preocupados por el infiltrado en su círculo cercano, le informaban sobre los avances, los retrocesos, los posibles culpables, pero nada de eso lograba calmar su inquietud. Había algo en el aire, una sensación rara que lo mantenía inquieto.
En ese instante, el único sonido que llenaba su mente era la imagen de Amatista, el recuerdo de su mirada cansada, el peso de su ausencia.
Esa misma noche, mientras Amatista se mantenía en su estado febril y cansado, los hombres que habían observado la mansión finalmente tomaron una decisión. Sin que ellos lo supieran, la mansión de Enzo Bourth estaba lejos de ser una presa fácil. La vigilancia que ellos creían tan perfecta comenzaba a ser parte de un juego más grande.
Amatista, atrapada en su debilidad, no tenía idea de que el peligro estaba acercándose a su hogar, ni que, una vez más, Enzo estaría dispuesto a protegerla a toda costa. Sin embargo, lo que él no sabía aún, era que el precio que tendría que pagar por su protección podría ser más alto de lo que jamás imaginó.
Transcurrieron dos días desde que la incertidumbre había plantado raíces en la mente de Enzo. Aunque Rose le aseguró que Amatista estaba mejor, su inquietud no cedía. Amatista, por su parte, había dejado atrás el malestar y lo atribuía a una simple gripe, pero él no podía quedarse tranquilo hasta verla con sus propios ojos. Esa era su naturaleza, y todos a su alrededor lo sabían.
Enzo estaba en el despacho de Emilio, acompañado por Massimo, Mateo y Paolo. Los cinco hombres discutían los detalles del plan para enfrentarse al traidor que había filtrado información, un asunto que exigía precisión y una ejecución implacable. Sin embargo, mientras los otros intercambiaban ideas, Enzo se mantenía distraído, su mente dividida entre la estrategia y su "gatita".
De pronto, dejó su whisky sobre la mesa y tomó su teléfono. Sin molestarse en explicar, marcó el número de Rose bajo la atenta mirada de los demás.
—¿Qué hace ahora? —preguntó Paolo en un tono divertido, cruzándose de brazos.
—Déjalo, seguro está con lo suyo —respondió Mateo con una sonrisa cómplice.
Emilio, en cambio, lo observaba con una ceja levantada. No dijo nada, pero su mirada lo decía todo: conocía demasiado bien a Enzo como para no saber a quién estaba llamando.
—Rose —dijo Enzo tan pronto como ella atendió—. ¿Cómo está?
—Señor Bourth, Amati... —Rose se detuvo un instante, recordando la instrucción—. Está mucho mejor. Ya no tiene fiebre ni malestar. Hoy pidió algunos libros, diría que está completamente recuperada.
Enzo cerró los ojos, aliviado por las palabras de Rose, pero necesitaba más.
—Quiero hablar con ella. Pásamela.
—Claro, un momento.
Un par de segundos después, la voz de Amatista llenó el otro lado de la línea, suave y con un toque de sorpresa.
—¿Amor?
—Soy yo, gatita —respondió él, con una calidez que contrastaba con su habitual dureza—. Rose dice que ya estás bien.
—Estoy perfecta. Fue solo una gripe, amor, no te preocupes tanto —le dijo, su tono buscando tranquilizarlo.
—Tú sabes que siempre me preocupo por ti —replicó con firmeza—. Mañana estaré contigo.
—Te espero, amor —respondió ella con dulzura.
La llamada terminó rápido. Enzo no quería hablar más de lo necesario delante de los otros, pero escucharla había sido suficiente para relajarlo. Guardó el teléfono en el bolsillo de su chaqueta y, al volver la vista hacia sus socios, encontró cuatro pares de ojos expectantes.
—¿Qué? —preguntó con un tono defensivo mientras tomaba nuevamente su whisky.
Paolo fue el primero en romper el silencio.
—¿"Gatita"? —repitió, exagerando la dulzura en su voz y provocando las risas de Mateo y Massimo.
—No sabía que tenías ese lado, Bourth —agregó Massimo, con una sonrisa burlona.
—Ahora todo tiene sentido —dijo Mateo mientras se inclinaba hacia Emilio—. Por eso está distraído. No puede pensar en otra cosa que no sea su...
—¡Basta! —interrumpió Enzo, aunque su tono severo se vio suavizado por una ligera sonrisa.
—No te preocupes, Enzo. Nosotros nos encargamos del traidor, tú solo cuida de tu "gatita" —remató Paolo con un guiño.
Incluso Emilio, siempre más reservado, no pudo evitar soltar una carcajada breve.
—Ya es suficiente —gruñó Enzo, aunque esta vez no había verdadera molestia en su voz—. Vamos a centrarnos en lo que importa.
El ambiente recuperó su seriedad, pero las sonrisas persistieron por unos minutos más. Aunque Enzo intentó mantenerse imperturbable, no podía negar que, al menos por esa noche, escuchar la voz de Amatista había sido todo lo que necesitaba para calmar su tormenta interior. Ahora, con la mente más clara, estaba listo para ajustar cuentas con el traidor.