Capítulo 27 Entre secretos y verdades
Los días transcurrieron con una calma engañosa tras el último incidente. Enzo ya se encontraba completamente recuperado, listo para retomar sus compromisos con la misma intensidad de siempre. Aquella mañana, se dirigió a su despacho en la ciudad para reunirse con sus socios: Massimo, Emilio, Paolo y Mateo. Aunque el ambiente de la reunión sería formal y enfocado en negocios, Enzo anticipaba las bromas que sus compañeros no dejarían pasar por alto respecto a sus conversaciones telefónicas con "Gatita".
El apodo, cuidadosamente escogido para proteger la identidad de Amatista, era suficiente para despertar la curiosidad y las risas de los demás. Y, efectivamente, tras discutir los puntos clave de las negociaciones, los comentarios comenzaron a fluir.
—Enzo, ¿ella siempre te pone en tu lugar así? —soltó Massimo con una sonrisa burlona, mientras Emilio reía a su lado.
—No sé cómo lo soportas. Creo que en tu lugar ya habría perdido la paciencia —agregó Paolo, con un tono entre admiración y burla.
—Lo mejor fue cuando interrumpió la llamada para que descansaras. ¿Qué te dijo? ¿Que no eras útil si te desmayabas? —remató Mateo, provocando una carcajada colectiva.
Enzo los escuchó en silencio, su expresión impasible. Sabía que sus socios disfrutaban probando los límites de su paciencia, pero también percibía la sinceridad oculta tras el tono jocoso. Finalmente, cuando las risas se calmaron, Massimo rompió el hielo con algo más serio.
—Aunque, debo admitirlo, esa Gatita parece hacerte bien. Te ves más relajado últimamente, menos... furioso.
El comentario arrancó una risa breve de Enzo, algo que no ocurría con frecuencia. Sabía que tenían razón. Desde que Amatista estaba en su vida, incluso en medio del caos, había encontrado una extraña calma. Era como si su sola existencia le diera un propósito más claro, un ancla en un mundo lleno de traiciones y juegos de poder.
En la mansión Bourth, mientras tanto, Daphne continuaba con su estrategia de coqueteo hacia Carlos. Ella estaba convencida de que su encanto estaba funcionando y que pronto tendría a Carlos bajo su control. Lo que no sabía era que Carlos, astuto como pocos, ya había detectado sus intenciones y decidió seguirle el juego.
Cada sonrisa, cada mirada prolongada, cada palabra dulcemente enredada era cuidadosamente analizada por Carlos. ¿Qué buscaba exactamente Daphne? ¿Por qué estaba tan interesada en él? Fingiendo interés, respondió con cortesías y gestos medidos, pero en su interior tejía un plan para descubrir sus verdaderas intenciones.
—Daphne, tienes un don para la persuasión —le comentó con una sonrisa que ocultaba su verdadera intención—. Es difícil resistirme a tus encantos.
Daphne, sintiendo que estaba ganando terreno, le dedicó una mirada llena de falsa inocencia.
—No es mi intención persuadirte de nada, Carlos. Simplemente disfruto de tu compañía.
Carlos dejó escapar una risa suave, mientras mentalmente tomaba nota. El juego apenas comenzaba, pero él no era alguien que perdiera.
En la mansión Torner, Daniel estaba en su despacho, sentado tras su imponente escritorio de madera oscura, mientras Marcos, su hombre de confianza, esperaba instrucciones.
—No podemos seguir esperando. Necesito que reanudes la búsqueda de mi hija —ordenó Daniel con voz firme, sus ojos reflejando una mezcla de frustración y determinación—. Aunque Enzo prometió proporcionarnos información, no ha cumplido, y no podemos permitirnos más demoras.
Marcos asintió, comprendiendo la gravedad de la situación. Mientras tanto, en otra parte de la casa, la noticia de la reanudación de la búsqueda llegó a oídos de Jazmín, la otra hija de Daniel.
El pánico y la ira la invadieron. Para Jazmín, la posibilidad de encontrar a su hermana significaba perder el lugar que había ocupado toda su vida. En un intento desesperado por retomar el control, ideó un plan impulsivo y peligroso. Decidió lastimarse, no gravemente, pero lo suficiente como para llamar la atención de su padre y manipular la situación a su favor.
Con un corte superficial en su brazo, Jazmín irrumpió en el despacho de Daniel, mostrando su herida con lágrimas en los ojos.
—Si sigues buscando a esa otra hija, no voy a parar hasta que algo peor me pase —amenazó, su voz cargada de desesperación.
Daniel se levantó de inmediato, alarmado, y corrió hacia su hija para examinar el daño.
—¿Qué hiciste, Jazmín? —preguntó, su tono oscilando entre el enojo y la preocupación.
Mariam, la madre de Jazmín, entró en la habitación poco después, tratando de calmar la situación. Sin embargo, la escena ya estaba fuera de control.
Con la ayuda de la guardia, llevaron a Jazmín al hospital para que recibiera atención médica. Aunque la herida no era grave, el impacto emocional dejó a Daniel en un estado de conflicto interno. ¿Debía abandonar la búsqueda de Amatista por el bien de su otra hija, o era esto simplemente una táctica más de Jazmín para manipularlo?
En la mansión del campo, Amatista pasaba la mayor parte de sus días en el segundo piso, su mundo limitado, pero cuidadosamente diseñado para su comodidad y seguridad. Aquella tarde, estaba sentada junto a Rose, la joven encargada de ayudarla, escuchando con interés mientras esta le hablaba de su vida personal.
—Nicolás me propuso irnos a vivir juntos —dijo Rose, sus ojos brillando de emoción.
Amatista ladeó la cabeza, curiosa.
—¿Y qué le dijiste?
—Que sí, por supuesto. No puedo esperar a empezar nuestra vida juntos —respondió Rose, una sonrisa amplia adornando su rostro. Luego, con entusiasmo, comenzó a describir cómo soñaba que fuera su casa: un pequeño lugar lleno de luz, con un jardín donde pudieran plantar flores y hierbas aromáticas, un refugio tranquilo lejos del bullicio de la ciudad.
Mientras Rose hablaba, Amatista la escuchaba con una mezcla de envidia y fascinación. No podía evitar imaginar cómo sería tener esa libertad, ese amor sin restricciones. Pero al mismo tiempo, una parte de ella sentía que su lugar estaba con Enzo, su "lobito". Era una lealtad inquebrantable, una mezcla de amor, devoción y dependencia que definía su existencia.
—Suena hermoso —dijo Amatista finalmente, con una sonrisa melancólica.
Rose no notó la tristeza oculta en sus palabras, demasiado absorta en sus propios sueños.
Jazmín permanecía en la cama del hospital, su rostro tranquilo bajo el efecto del sedante, pero su brazo vendado era un recordatorio crudo del caos que había desatado su desesperación. Marian no apartaba los ojos de su hija; sus manos temblaban al acariciar las de Jazmín, y susurraba palabras tranquilizadoras que parecían más dirigidas a sí misma que a la joven inconsciente. Al otro lado de la habitación, Daniel miraba por la ventana con la mandíbula tensa, tratando de encontrar un equilibrio entre el deber que sentía por su hija perdida y el miedo de perder a la que tenía frente a él.
—Daniel —insistió Marian, su voz apenas un susurro que llenaba el silencio de la habitación—. No podemos seguir con esto. Si sigues buscando a Amatista, perderemos a Jazmín.
El hombre cerró los ojos con fuerza, como si esas palabras fueran un golpe directo. La imagen de Amatista, la niña de rizos oscuros que un día corrió por los jardines de la mansión Torner, cruzó su mente. Había pasado años aferrándose a la idea de que, de alguna manera, podría reparar el pasado, encontrarla y ofrecerle la familia que le fue arrebatada. Pero ahora, con Jazmín tan frágil y perdida, esa posibilidad parecía desmoronarse ante sus ojos.
—No puedo abandonarla, Marian —respondió con voz baja, pero cargada de dolor—. Amatista es mi hija. Lleva años desamparada, sin su madre y sin mí. No es justo.
—¿Y crees que esto es justo para Jazmín? —rebatió Marian con una intensidad inusual, sus ojos brillando por las lágrimas contenidas—. Si sigues con esta búsqueda, perderemos a nuestra hija. No hay otra forma de verlo.
El peso de las palabras de Marian cayó como una losa sobre Daniel. Quería negarlo, luchar contra la idea de renunciar a la esperanza de encontrar a Amatista, pero el recuerdo de Jazmín entrando en su despacho, con los ojos llenos de una mezcla de desafío y desesperación mientras mostraba las heridas autoinfligidas, lo dejó sin argumentos. Finalmente, con un suspiro profundo y una mirada cargada de derrota, asintió.
—Está bien —dijo, su voz apenas audible—. Haré lo que sea necesario para mantener a Jazmín a salvo... aunque me duela.
Marian dejó escapar un suspiro de alivio, pero no celebró su victoria. Sabía cuánto le costaba a Daniel esa decisión, y el peso de su promesa lo dejó más encorvado, como si los años de búsqueda lo hubieran desgastado aún más en ese instante.
Esa noche, en otro punto de la ciudad, Enzo finalizaba una reunión que había tomado más tiempo del planeado. Los socios ya se habían retirado, dejando el despacho sumido en un silencio denso que apenas era interrumpido por el golpeteo rítmico de sus dedos sobre el escritorio mientras revisaba unos documentos. Sin embargo, su atención no estaba realmente ahí; su mente había divagado hace rato, centrada en un solo pensamiento: gatita. Llevaba días deseándola, acumulando las ganas de sentirla, de perderse en su aroma y en cada curva de su cuerpo. Esa noche, no pensaba contenerse.
Dejó el despacho sin mirar atrás, el ruido de sus pasos resonando con decisión. Subió al auto y condujo hacia la mansión del campo. La noche estaba helada, pero la expectativa lo quemaba por dentro como un fuego incontrolable. Al llegar, cruzó la entrada con pasos apresurados, subiendo las escaleras directamente hacia el segundo piso, donde sabía que ella lo esperaba.
Amatista estaba junto a la ventana, con un libro entre las manos, su perfil iluminado por la cálida luz de una lámpara. La tela suave de su vestido se amoldaba a su figura, y el brillo tenue del ambiente hacía que su piel luciera casi etérea. Apenas escuchó los pasos firmes de Enzo, levantó la vista, una sonrisa iluminando su rostro. Cerró el libro con calma y avanzó hacia él, lista para saludarlo con un beso suave.
Pero Enzo no tenía intenciones de suavidad. Apenas estuvo a su alcance, la alzó del suelo con una sola mano firmemente rodeando su cintura, mientras la otra se enredaba en su cabello, atrapando sus labios en un beso profundo y hambriento que robó el aire de ambos.
Amatista soltó un leve jadeo, sorprendida pero dispuesta, aferrándose a sus hombros con fuerza. Él la miró con esos ojos oscuros y ardientes que parecían despojarla de cualquier pensamiento lógico.
—¿Sabes cuánto he esperado por esto, gatita? —murmuró con una voz ronca y cargada de deseo, sus labios rozando apenas los de ella.
Amatista sonrió con picardía, entrelazando los dedos detrás de su cuello.
—Demasiado tiempo, amor.
Enzo no esperó más respuestas. La sostuvo contra su pecho, su agarre firme, mientras se dirigía a la habitación. Amatista se dejó llevar, riendo suavemente contra su cuello, dejando pequeños besos a lo largo de la piel que podía alcanzar. Enzo gruñó bajo, un sonido gutural que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Amatista.
—Eres un maldito tormento, gatita.
—Entonces no te detengas —respondió ella con un susurro travieso junto a su oído, mordiendo suavemente el lóbulo antes de soltar una pequeña risa burlona que lo enloqueció aún más.
Al llegar a la habitación, Enzo cerró la puerta de una patada, sin soltarla ni por un segundo. La dejó caer sobre la cama con suavidad, pero antes de que pudiera acomodarse, ya estaba sobre ella, cubriéndola con su cuerpo. Sus labios recorrieron su cuello con avidez, dejando un rastro de mordidas y besos húmedos que arrancaron gemidos bajos de Amatista.
—Voy a marcar cada centímetro de ti esta noche —murmuró contra su piel, mientras una de sus manos se deslizaba con firmeza por sus costados, trazando líneas de fuego a su paso.
Amatista arqueó la espalda, sus uñas arañando ligeramente el pecho de Enzo antes de que se inclinara hacia él, dejando mordidas juguetonas en su cuello y hombros.
—¿Así? —preguntó con un tono coqueto mientras observaba con satisfacción las marcas rojizas que comenzaban a aparecer en su piel—. No quiero que olvides que soy tuya, amor.
Enzo soltó una risa grave, capturando su boca nuevamente.
—Como si pudiera olvidarte.
La noche se volvió una danza apasionada de caricias intensas, besos ardientes y susurros cargados de deseo. Amatista, que pocas veces se mostraba tan atrevida, no dudó en deslizar sus labios y dientes por cada parte de la piel de Enzo que podía alcanzar, dejando marcas de su paso en su cuello, pecho y hasta en su mandíbula. Él, lejos de resistirse, la alentaba, sujetándola con más fuerza, sus palabras entrecortadas por el deseo.
—Eres perfecta, gatita —murmuraba entre jadeos, mientras ella lo miraba con una sonrisa traviesa—. Me vuelves loco.
—Eso quiero, amor —respondió con una voz suave pero cargada de picardía, sus dedos trazando patrones sobre el torso de él—. Quiero que pienses solo en mí.
—Siempre lo hago —replicó, su tono más grave, su mirada más intensa.
Los movimientos entre ellos se volvieron más desenfrenados, sus cuerpos respondiendo con una sincronía casi instintiva. Cada mordida, cada arañazo, cada susurro dejaba una huella que ambos sabían que llevarían consigo más allá de esa noche.
Cuando finalmente quedaron abrazados, con la respiración agitada y el calor de sus cuerpos aún presente en la habitación, Enzo la miró fijamente. Su pecho subía y bajaba lentamente mientras Amatista trazaba círculos suaves sobre las marcas que había dejado en él, sonriendo con satisfacción.
—Te avisé que te iba a marcar —dijo ella, su tono juguetón, mientras dejaba un beso suave sobre una de las mordidas en su clavícula.
Enzo rió, pasando una mano por su cabello desordenado.
—Y yo que pensaba que eras una gatita mansa.
Amatista alzó la mirada, sus ojos brillando con malicia.
—Solo para ti, amor.
Esa noche, mientras Amatista dormía profundamente en sus brazos, con la sombra de una sonrisa aún en sus labios, Enzo la observó en silencio. Las marcas que ella le había dejado ardían ligeramente, un recordatorio de lo mucho que le pertenecía. Y mientras el cansancio finalmente lo vencía, pensó que no le importaría llevar esas señales siempre y cuando fueran de ella.