Capítulo 58 Ecos de ambición y confianza
El sol se despedía en el horizonte mientras Enzo acariciaba el rostro de Amatista, su expresión más suave de lo que había sido en todo el día. Su tacto transmitía una mezcla de calma y devoción, como si con solo tenerla cerca pudiera disipar cualquier tormenta.
—Gatita, no sé cómo lo haces, pero siempre consigues que todo lo demás deje de importar —murmuró, inclinándose para dejar un beso en su frente, un gesto íntimo que parecía apartar todo rastro de tensión de su semblante.
Amatista, jugueteando con los botones de su camisa, le sonrió con esa calidez que lograba penetrar incluso las barreras de acero que Enzo levantaba frente al mundo.
—Tal vez porque lo único que quiero es que estés bien, amor. Si eso significa ser la loca de las galletas, entonces lo seré con gusto.
Enzo soltó una carcajada breve, dejando escapar un suspiro que aligeró el aire entre ellos.
—Y lo haces muy bien, gatita.
Ella deslizó suavemente sus dedos por su cuello antes de bajar de su regazo con un estiramiento ligero, sus movimientos llenos de naturalidad.
—Creo que es hora de que regresemos a la casa. Necesitas un poco de calma antes de que la paciencia se te acabe del todo.
Enzo se levantó con ella, observándola con una mezcla de orgullo y algo que solo podía describirse como admiración.
—Tienes razón, como siempre. Vamos.
Caminando juntos hacia la salida del club, sus pasos eran acompañados por las miradas curiosas de los socios y murmullos que no se molestaron en disimular. Sin embargo, ni Enzo ni Amatista parecían prestarles atención. Su conexión los envolvía en una burbuja impenetrable.
Al llegar al estacionamiento, Enzo, como era habitual, le abrió la puerta del auto y ayudó a Amatista a subir antes de rodear el vehículo para ocupar el asiento del conductor. El trayecto a la mansión transcurrió en un silencio cómodo, donde la complicidad entre ellos llenaba el espacio con una quietud reconfortante.
—Amor, ¿crees que Hugo se haya quedado en shock después de todo lo que pasó? —preguntó Amatista de repente, su sonrisa traviesa reflejándose en la ventanilla.
Enzo soltó una breve risa, su atención dividida entre la carretera y su esposa.
—Si no lo está, debería. Pero no te preocupes, gatita, me encargaré de que aprenda a mantenerse en su lugar.
Amatista ladeó la cabeza, observándolo con curiosidad.
—¿Qué piensas hacer?
—No mucho… por ahora —respondió con un tono calculador y despreocupado—. Primero quiero hablar con ellos en casa. Después veremos si necesitan un recordatorio más contundente.
Ella asintió, confiando plenamente en él, pero una chispa de inquietud permanecía en el fondo de su mente. Sabía que los Ruffo eran ambiciosos, y eso los hacía peligrosos.
Al llegar a la mansión Bourth, Enzo aparcó el auto frente a la entrada principal. Antes de bajar, giró hacia Amatista, tomando su rostro entre sus manos.
—Gatita, pase lo que pase esta noche, quiero que recuerdes algo: tú eres lo único que importa para mí.
Amatista sonrió, inclinándose para apoyar su frente contra la de él.
—Y tú lo eres para mí, amor.
Entraron juntos a la casa, donde la atmósfera cargada de expectativa parecía anticipar algo. No pasó mucho tiempo antes de que Roque, siempre atento, apareciera con una expresión seria.
—¿Qué pasa, Roque? —preguntó Enzo con su tono habitual de firmeza.
—Los Ruffo ya regresaron, señor. Están en el salón principal. Me pidieron que les informara cuando ustedes llegaran.
Enzo guió a Amatista hasta su habitación, sabiendo que lo que estaba por suceder requería que ella estuviera lejos, fuera del alcance de cualquier posible tensión. El aire se sentía pesado, lleno de una expectación densa. No le sorprendió que Hugo y Martina prefirieran mantenerse en silencio, mientras él estaba seguro de que lo que venía no era algo que los Ruffo esperarían.
—Quédate aquí, amor. Deja que yo hable con ellos —le dijo Enzo en un susurro bajo mientras se detenía en la puerta de su despacho.
Amatista lo miró con una mezcla de comprensión y confianza, sin pronunciar palabra alguna, y entró a la habitación, dejándolos a solas. Enzo sabía que ella confiaba en él, y esa confianza, más que nunca, le daba fuerzas para mantener el control.
Con una mirada seria, Enzo cerró la puerta detrás de él y se dirigió hacia los dos. Hugo y Martina seguían en el salón, con una actitud algo incómoda. No era la primera vez que Enzo se enfrentaba a situaciones como esta, pero la frialdad que sentía hacia los Ruffo se estaba intensificando.
—Suban al despacho, por favor —ordenó Enzo, con la voz firme.
Hugo, sin objeción, asintió y se levantó de inmediato, seguido por su hija. Caminaban en silencio, aunque el nerviosismo estaba claramente a la vista de ambos. Enzo lideró el camino, con pasos decididos que hacían eco en el pasillo.
Una vez en el despacho, Enzo cerró la puerta con cuidado, sin mirar a los Ruffo, para finalmente enfrentarlos con una mirada implacable. Hugo y Martina intercambiaron una rápida mirada, sabiendo que ya no quedaba espacio para las bromas.
—¿Quieren hablar, verdad? —dijo Enzo, su tono grave y casi peligroso—. Pues, escuchen bien: El compromiso que ustedes insisten en que tengo con Martina, no va a pasar. Ni ahora, ni nunca.
Martina se tensó al escuchar esas palabras, pero Enzo la ignoró por completo. Su mirada estaba fija en Hugo.
—Y que quede claro, Hugo, yo respeto la relación que tú y mi padre tuvieron. No tengo intención de ensuciar la memoria de Romano ni de ignorar la amistad que compartieron. Pero eso no significa que te voy a permitir faltarle el respeto a mi esposa. —Enzo pausó, sus ojos como dagas.— La relación que tú has tratado de inventar, entre yo y tu hija, no es real. Si vuelves a tratar a Amatista como una insignificante o intentar comprarla, lo vas a lamentar. Y quiero que lo entiendas: No va a ser un simple comentario, y no habrá marcha atrás.
Hugo comenzó a hablar, intentando defenderse, pero Enzo lo cortó inmediatamente, levantando una mano con firmeza.
—Te voy a dar un consejo, Hugo. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, pero si cualquier cosa le sucede a Amatista, si tan siquiera tiene un resfriado o algo más grave, te aseguro que la culpa será tuya. Y no lo digo por decir. No voy a tolerar que nadie la toque, ni que la falten el respeto, ni de palabra ni de ninguna otra manera.
La atmósfera en el despacho estaba cargada de tensión. Hugo y Martina, que intentaban mantener sus posturas, no podían evitar la inquietud que ahora se reflejaba en sus ojos. Enzo continuó con su discurso sin inmutarse.
—Mi paciencia tiene límites, y hoy ustedes los cruzaron dos veces. No habrá una tercera. La próxima vez, no seré tan indulgente.
Hugo, en su intento de suavizar las aguas, intentó argumentar.
—Es que este compromiso ha sido lo que siempre hemos esperado, Enzo. Romano lo había sugerido... ¡Lo hemos planeado! —su voz subía de tono, buscando desesperadamente apoyo en lo que él consideraba su derecho.
Enzo lo miró, su ira apenas contenida.
—No voy a permitir que uses a mi padre para sacar provecho, Hugo. La promesa de Romano no tenía nada que ver con esto. Mi compromiso fue con Amatista, y eso fue lo que realmente importaba.
Hugo intentó seguir hablando, pero Enzo no lo dejó. Dio un paso más hacia él, su presencia como una pared de imparable autoridad.
—Romano me prometió que si me convertía en un heredero digno, Amatista sería mía. Eso fue lo que me impulsó a luchar por todo lo que tengo hoy. Todo lo que he logrado, y todo lo que puedo ofrecer, no es para ningún otro propósito que no sea el de cumplir con esa promesa. Así que no te atrevas a usar mi padre como una excusa para tus intereses. Lo que estás haciendo, Hugo, es cruzar una línea que ni tú ni nadie va a atravesar.
El aire se volvió pesado por la tensión acumulada. Hugo intentó dar una última respuesta, pero la dureza en los ojos de Enzo le hizo saber que no era el momento adecuado. Finalmente, aceptó su derrota.
—Lo entiendo... No lo volveré a hacer. No quiero más problemas.
Enzo lo miró fijamente, asegurándose de que todo quedara claro.
—Te dejo vivir para que aprendas algo importante. La próxima vez, no me hagas perder el tiempo. Si llego a escuchar siquiera que has vuelto a molestar a mi esposa de alguna manera, no seré tan indulgente.
Con una última mirada a Hugo, Enzo se giró hacia la puerta, caminando con paso firme. Pero antes de salir, se volvió hacia Martina.
—Y tú, Martina, recuerda bien que yo solo te tolero por la relación que tu padre y mi padre tenían. Pero no eres bien recibida en mi vida. Así que no intentes cruzar ningún límite conmigo ni con Amatista.
Martina, incapaz de decir algo, asintió, y Enzo salió del despacho, sabiendo que el juego de poder y manipulación de los Ruffo había llegado a su fin.
Amatista ya no estaba en el salón, por lo que Enzo se dirigió hacia su habitación. Al llegar, encontró a Amatista en el baño, sumergida en un baño relajante. La vista de su esposa, recostada en la bañera, era casi como un bálsamo para su mente perturbada.
Amatista, con una sonrisa coqueta, levantó la mirada al verlo entrar.
—¿Te unes, amor? —preguntó con dulzura.
Enzo no tardó en despojarse de su ropa, disfrutando del calor del baño antes de sumergirse junto a ella. El agua lo rodeaba, y la cercanía de Amatista lo relajaba aún más. Se recostó sobre el borde de la bañera, sintiendo el calor del agua y la suavidad de su cuerpo.
Amatista, disfrutando del momento, se recostó hacia atrás, colocando su cabeza sobre su pecho. Enzo, al instante, pasó una mano sobre su abdomen, acariciando suavemente.
—¿Cómo te sientes, gatita? —preguntó con tono suave, ya sin la tensión anterior.
Amatista suspiró suavemente, cerrando los ojos ante el tacto reconfortante de Enzo.
—Un poco mejor, amor. Solo fue un leve dolor, pero… —su voz se desvaneció por un momento, y luego añadió—. ¿Puedes acariciar un poco más? Me alivia.
Enzo, preocupado, continuó acariciando su abdomen con ternura. Pero al mismo tiempo, su tono se tornó serio, y su mirada lo decía todo.
—No me gusta que tengas dolor, gatita. Mañana voy a hacer que te vea un médico. Y no quiero protestas, ¿entendido?
Amatista sonrió, comprendiendo la seriedad de Enzo. Pero también sabía que él solo se preocupaba por ella, y su actitud protectora era una de las cosas que más amaba de él.
—Está bien, amor. Solo no quiero que te pongas más tenso de lo necesario.
Enzo besó su frente con suavidad, tranquilo ahora que ella estaba bien. Al menos por esa noche, las tensiones del mundo podían esperar.
El aire cálido de la tarde envolvía la mansión Bourth, pero la tensión entre Hugo y Martina se sentía aún más pesada, como una sombra que acechaba cada uno de sus movimientos. Ambos se encontraban en el jardín, rodeados por la calma aparente del entorno, pero con las emociones a flor de piel.
Hugo, visiblemente cansado por el desarrollo de los eventos, se encontraba mirando a su hija con una mezcla de frustración y cautela. Sabía que las cosas no se estaban desarrollando como él había esperado, pero aún así pensaba que aún podían manejar la situación.
—Martina, creo que lo mejor sería que dejemos de lado lo del compromiso por ahora —dijo Hugo, su tono grave, como si meditara cada palabra antes de pronunciarla. Miró a su hija con una preocupación sincera, buscando evitar más confrontaciones. —No podemos seguir presionando a Enzo así. Tratar de involucrarnos de forma directa con Amatista sería muy peligroso. Debemos tener cuidado.
Martina lo miró con desdén, sin intención de mostrar una pizca de duda. Su mirada era firme y llena de determinación.
—No te preocupes, papá —respondió Martina con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, esa sonrisa que siempre usaba cuando tomaba una decisión que no estaba dispuesta a cuestionar. —No voy a dejar que todo esto sea de Amatista. Ella no tiene lo que se necesita para estar en la posición que yo merezco. No dejaré que me arrebaten lo que es mío.
Hugo frunció el ceño, visiblemente molesto por la actitud obstinada de su hija, pero no dijo nada más. Sabía que cuando Martina se decidía por algo, no era fácil hacerla cambiar de opinión. Sin embargo, no podía evitar sentir que estaban caminando sobre un terreno peligroso.
—Entiendo lo que sientes, hija, pero no subestimes la situación —dijo Hugo, tratando de que su voz no fuera demasiado dura. —Enzo no es alguien fácil de manejar. Si seguimos presionando, las consecuencias podrían ser más graves de lo que pensamos.
Pero Martina no les prestó atención a sus palabras. Ya había decidido que no iba a rendirse, no después de todo lo que había hecho para llegar hasta ahí.
—Enzo va a caer ante mí, papá —dijo, su voz llena de convicción. —Lo quiero todo: lo que me pertenece, el control, la influencia... Todo. Voy a ser la dueña de lo que le pertenece a los Bourth, y no voy a detenerme hasta lograrlo. Ni tú, ni nadie, me va a impedir hacerlo.
Hugo la miró fijamente, dudando por un momento. Sabía que su hija había cambiado en los últimos años, se había vuelto más astuta, más ambiciosa, y en cierto modo, comprendía su deseo de tenerlo todo. Pero las implicaciones de sus palabras le inquietaban.
—Martina, recuerda lo que está en juego. Esto no es solo una cuestión de lo que tú quieras. Si no tenemos cuidado, esto podría desmoronarse.
Martina lo miró, pero no dijo nada más. Su expresión se había endurecido, y en su interior ya había trazado el plan para asegurarse de que todo lo que había imaginado se hiciera realidad. En su mente, no había cabida para dudas. Enzo y su mundo no podían quedarse en las manos de otra persona, no mientras ella estuviera dispuesta a luchar por todo lo que merecía.