Capítulo 24 El eco de las decisiones
El sol comenzaba a descender en el horizonte, bañando la mansión del campo con una cálida luz dorada. En la cocina, Amatista se sentaba en su habitual silla junto a la ventana, mientras Rose, como de costumbre, hablaba animadamente. El tema del día había sido su reciente cena romántica, una velada que ella misma calificaba como mágica. Sin embargo, Amatista, aunque esbozaba una leve sonrisa ante los comentarios de su amiga, tenía la mente en otro lugar.
—Amatista, ¿me estás escuchando? —preguntó Rose, entre risas, mientras recogía una taza vacía de la mesa.
Amatista parpadeó, devolviendo su atención a la conversación. —Lo siento, Rose. ¿Qué decías?
—Que deberías leer esa carta —replicó Rose, apuntando con la mirada al sobre que descansaba en la mesa junto a la fotografía de Isabel, la madre de Amatista. La carta parecía exudar una especie de misticismo; su presencia sola había llenado la cocina con un aire de misterio y expectativa.
Amatista suspiró, mirando la carta con cierta desconfianza. —Han pasado tantos años, Rose. Tal vez hay cosas que no necesito saber. Ya dejé esa parte de mi vida atrás.
—¿Y si hay respuestas que siempre quisiste? ¿Y si… hay algo que podría cambiarlo todo? —insistió Rose con una mezcla de entusiasmo y seriedad. Su curiosidad natural la impulsaba, pero también veía en Amatista una oportunidad para cerrar capítulos.
Amatista negó con la cabeza, aferrándose a su postura. Rose, resignada, dejó el tema por el momento.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, Enzo estaba encerrado en su despacho, sumido en pensamientos que parecían imposibles de ordenar. Había tratado de enfocarse en un libro, un informe, cualquier cosa que lo apartara de su mente, pero todo esfuerzo era en vano. Cada vez que cerraba los ojos, volvía al momento en que el teléfono había sonado esa madrugada. Recordaba cómo simplemente besó a Amatista y se fue, sin más explicación.
Se sintió invadido por una ola de culpa. ¿Cuántas veces la había dejado así? Siempre parecía haber algo más importante, aunque sabía que Amatista era lo más valioso en su vida. Sin embargo, el peso de sus acciones, de las mentiras y los secretos que envolvían su relación, empezaba a agrietar su seguridad. Su madre, Alicia, lo había advertido más de una vez: “Algún día, Amatista se cansará. No importa cuánto la ames, si no se lo demuestras, ella puede buscarlo en otro lugar.”
Y como si fuera poco, estaba el asunto de Daphne, el compromiso falso que aún no había tenido el valor de confesarle. Enzo sabía que era una estrategia para proteger su imperio y sus intereses, pero ¿podría Amatista entenderlo? ¿Querría entenderlo siquiera?
Un golpe en la puerta lo sacó de sus cavilaciones. Era Emilio, quien llegaba con una invitación para su fiesta de cumpleaños. Aunque la amistad entre ellos era más una alianza estratégica, Emilio insistió en entregarla personalmente.
—No será nada del otro mundo —bromeó Emilio mientras le extendía la tarjeta—, pero como me pediste que presentara a tu prometida, supongo que esto lo hace más oficial.
Enzo asintió y lo invitó a tomar algo, tratando de apartar sus propios problemas por un momento. Mientras servía dos copas de whisky, Emilio no pudo evitar abordar el tema que rondaba los rumores.
—¿Y cómo tomó “gatita” la noticia de tu compromiso? —preguntó con una sonrisa burlona.
Enzo, vulnerable por el peso de sus pensamientos, respondió con honestidad. —No se lo he dicho. Tengo miedo de que no entienda mis razones.
Emilio arqueó una ceja, sorprendido por la confesión. —Es complicado. Pero, siendo honesto, solo una mujer muy enamorada entendería algo así.
La frase hizo que Enzo se tensara. —No puedo perderla —dijo finalmente, con un tono más grave—. Ella ha sido mi propósito desde el principio. Todo lo que hago, lo hago por ella.
Emilio lo observó con una mezcla de comprensión y burla. —Entonces tal vez no deberías ocultarle cosas. Aunque claro, si quieres asegurarte de que no se entere, solo queda encerrarla en una torre.
La ironía de las palabras golpeó a Enzo como un balde de agua fría. Durante años, había mantenido a Amatista en una especie de “torre”. No importaba si era una mansión o un castillo; seguía siendo una prisión bajo la fachada de protección.
Mientras tanto, en la mansión del campo, Rose se preparaba para irse. Su jornada laboral había terminado, pero antes de despedirse, hizo un último intento por convencer a Amatista.
—No pierdes nada leyendo la carta. Tal vez te ayude más de lo que crees. —Le dio un apretón en el brazo, sonriendo cálidamente antes de marcharse.
Amatista quedó sola, observando la carta sobre la mesa. ¿Debería hacerlo? El miedo la invadía. No era solo el contenido de la carta lo que la asustaba, sino la posibilidad de enfrentar respuestas que podrían cambiar su mundo. Paseaba nerviosamente por el comedor, intentando despejar su mente, pero la curiosidad la consumía.
Finalmente, decidió afrontarlo. Con manos temblorosas, tomó el sobre y lo abrió. Dentro había una hoja cuidadosamente doblada, escrita con una caligrafía elegante pero cargada de emoción. La carta decía:
“Mi querida hija,
Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy contigo. No puedo explicar con palabras el dolor de haberte dejado tan pronto, pero quiero que sepas que no fue por ti. Siempre fuiste lo más hermoso que tuve, pero el peso de mi corazón roto fue demasiado para soportar.
Tu padre, Daniel Torner, fue el hombre que más amé en la vida, aunque también fue quien más daño me hizo. Pero quiero que lo recuerdes como el padre maravilloso que fue contigo. Nunca dudes de su amor por ti, incluso si nuestras diferencias nos separaron.”
Amatista leyó la carta varias veces, intentando procesar lo que significaba. Los recuerdos de su infancia, fragmentados y borrosos, comenzaron a cobrar vida. Recordó vagamente el rostro de un hombre que la abrazaba con ternura, la sensación de llorar desconsoladamente cuando él se fue.
Su pecho se llenó de emociones encontradas: tristeza, confusión, pero también una inexplicable determinación. Daniel Torner. Ese nombre resonaba en su mente como una clave para entender su pasado. ¿Quién era realmente ese hombre? ¿Por qué su madre lo había dejado? Y lo más importante, ¿aún estaría vivo?
Amatista guardó la carta en un bolsillo junto con la foto de Isabel. Tenía claro que necesitaba respuestas. Cuando volviera a ver a Enzo, le pediría ayuda para buscar a su padre. Pero en el fondo, sabía que este descubrimiento no solo la afectaría a ella, sino que también pondría a prueba la relación que había construido con Enzo, un hombre que lo controlaba todo y que seguramente no aceptaría de buen grado este nuevo camino.
La noche cayó, y en diferentes lugares, dos almas que se amaban profundamente enfrentaban tormentas internas. Por un lado, Amatista se preparaba para desenterrar secretos de su pasado. Por otro, Enzo, sumido en un mar de dudas, debía decidir si seguir ocultando sus verdades o finalmente enfrentar el amor de su vida con la sinceridad que merecía.
Amatista estaba decidida. En cuanto Enzo regresara, le pediría su ayuda. No estaba segura de cómo reaccionaría, pero necesitaba encontrar a su padre, y sabía que solo Enzo tenía los recursos y el poder para rastrearlo. Desde el hallazgo de la carta y la foto, una mezcla de emociones había crecido dentro de ella: confusión, esperanza y un pequeño atisbo de miedo. ¿Cómo se lo tomaría Enzo? ¿Estaría dispuesto a ayudarla o simplemente ignoraría su petición?
Mientras tanto, la noche del cumpleaños de Emilio llegó, y Enzo asistió acompañado de Daphne. Ella parecía radiante, con un vestido deslumbrante y una sonrisa que revelaba su satisfacción por ser la mujer del momento. Para ella, caminar del brazo de Enzo Bourth era un sueño cumplido; pero para Enzo, su presencia era un simple formalismo. La mantenía cerca lo suficiente como para dejar claro que habían llegado juntos, pero su expresión y su lenguaje corporal dejaban claro que no le interesaba interactuar con ella más de lo necesario.
La fiesta, como era habitual en ese círculo, rebosaba lujo. Las luces tenues, la música elegante y los invitados vestidos de gala reflejaban el nivel de poder que Emilio reunía en aquella sala. Después de los saludos iniciales, Enzo se dirigió a una mesa apartada junto a Emilio, Massimo, Mateo y Paolo, dejando que Daphne socializara con quien quisiera, siempre que no lo molestara.
—¿Y esa mujer? —preguntó Paolo con curiosidad, inclinándose hacia Enzo mientras sostenía su copa de vino.
—Daphne. Es inusual, por decir algo, ¿no? —añadió Mateo, soltando una risa corta.
—Inusual es quedarse corto —comentó Massimo, alzando una ceja con burla. Se giró hacia Emilio y le preguntó—: ¿Quién la eligió para este papel? ¿Tú o Enzo?
—Ninguno de los dos. Fue una recomendación de terceros —intervino Emilio, echando un vistazo hacia donde Daphne se reía efusivamente con un pequeño grupo de invitados—. Aunque parece que ella está disfrutando más de esto que él.
Enzo, con un semblante impasible, dio un sorbo a su copa antes de responder.
—Daphne sabe cuál es su lugar. No espero más de ella que lo que hemos acordado.
—¿Y qué has acordado? ¿Que intente acapararte en cada oportunidad? —bromeó Paolo, arrancando carcajadas entre los demás.
—O que no deje de lucirse como si ya fuera la señora Bourth —agregó Mateo con sarcasmo.
Enzo no respondió, pero su silencio fue suficiente para que los socios entendieran lo poco que le importaba el entusiasmo de Daphne. Sin embargo, justo en ese momento, la mujer se acercó a la mesa, moviéndose con una seguridad que parecía fuera de lugar.
—¿Qué hacen todos tan serios? —preguntó con un tono meloso, posando su mano sobre el brazo de Enzo en un gesto que parecía destinado a captar su atención.
Enzo la miró fijamente, y en un movimiento lento pero firme, apartó su brazo de su alcance.
—No me toques —le dijo con una frialdad que heló el ambiente—. Recuerda el trato que tenemos, Daphne. No habrá más advertencias.
El aire en la mesa cambió de inmediato. Daphne se quedó paralizada, claramente incómoda, mientras los demás hombres comenzaron a reír.
—Vaya, Daphne, parece que no captaste las reglas del juego —dijo Massimo, divertido.
—A lo mejor necesita un manual de instrucciones para lidiar con Enzo —añadió Paolo, alzando su copa en tono de burla.
Mateo se inclinó hacia Emilio, fingiendo susurrar.
—Parece que solo “Gatita” sabe cómo tratarlo. Cualquier otra se lleva un portazo en la cara.
El comentario arrancó risas aún más fuertes de los socios, y Emilio, aunque se contuvo, no pudo evitar sonreír. Daphne, por otro lado, parecía debatirse entre quedarse allí o salir huyendo. Finalmente, optó por mantenerse en silencio, haciendo un esfuerzo por ocultar su incomodidad mientras tomaba asiento en la mesa, claramente fuera de lugar.
Enzo no se molestó en mirarla nuevamente, como si su presencia hubiera dejado de existir. Los socios retomaron la conversación, esta vez centrada en negocios, y Daphne quedó relegada al margen. Por más que intentara intercalar algún comentario, las miradas indiferentes que recibía bastaban para recordarle que no era bienvenida en aquella mesa.
Mientras tanto, Enzo, a pesar de la apariencia relajada que mostraba, no podía evitar que su mente divagara por momentos hacia Amatista. Recordó la última vez que la vio, su expresión tranquila y su mirada serena al despedirse. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Estaría pensando en él? Y más importante aún, ¿cuánto tiempo más podía permitirse alejarse de ella antes de que sus dudas comenzaran a crecer?
Sacudió esos pensamientos de su mente y se centró nuevamente en la conversación, convencido de que, al menos por esa noche, debía mantener las apariencias intactas. Sin embargo, el peso de lo que implicaba su relación con Daphne seguía acechando en el fondo de su mente, una sombra que sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar.
Pasaron unas horas en la fiesta, y aunque Enzo mantenía la conversación con Massimo, Emilio, Mateo y Paolo, su mente ya no estaba ahí. Una inquietud crecía dentro de él, como un peso que no podía ignorar. La necesidad de ver a Amatista comenzaba a tomar el control, cada vez más intensa. En un momento, sin pensarlo demasiado, tomó su teléfono y marcó a Roque.
—Pasa por aquí y recoge a Daphne. Llévala a la mansión Bourth.
No dio más explicaciones. La decisión estaba tomada. Al colgar, se levantó de la mesa y, con su característico aire frío, se despidió de los hombres.
—Nos vemos luego —dijo con un leve asentimiento, ignorando la mirada inquisitiva de Emilio y las preguntas silenciosas de Paolo.
Ni siquiera se molestó en dirigirle una palabra a Daphne, que lo observaba con un destello de irritación. Salió de la fiesta con pasos firmes, subió al auto y dio una orden clara al chofer:
—Llévame a la mansión del campo.
El trayecto fue silencioso. Enzo permaneció con la vista fija en el paisaje nocturno, pero su mente estaba completamente en Amatista. Esa necesidad de verla no era nueva, pero esta vez parecía más urgente, como si algo estuviera a punto de cambiar.
Cuando llegó, la casa estaba en calma absoluta. Subió las escaleras sin hacer ruido, moviéndose con la familiaridad de quien conoce cada rincón. Abrió la puerta de la habitación y allí estaba ella, dormida sobre la cama, envuelta en la tranquilidad de sus sueños. Su respiración era suave, y su rostro reflejaba una paz que, para Enzo, era casi hipnótica.
Se acercó con cuidado, sentándose en el borde de la cama. Su mano acarició con suavidad el cabello de Amatista, y ella despertó poco a poco, parpadeando antes de enfocar sus ojos en él.
—Amor... —susurró con una mezcla de sorpresa y emoción, incorporándose de inmediato para abrazarlo con fuerza—. Volviste.
Enzo no respondió de inmediato. Su abrazo fue firme, como si quisiera asegurarse de que ella realmente estaba ahí. Antes de que pudiera decir algo, Amatista se apartó lo suficiente para tomar una carta de la mesita de noche y mostrársela.
—Hoy encontré esto —dijo, entregándosela con manos temblorosas—. Es una carta de mi mamá... y habla de mi papá. Enzo, necesito tu ayuda para encontrarlo.
Él tomó la carta y comenzó a leerla con rapidez. Sus ojos se detuvieron en un nombre que lo hizo tensarse de inmediato: Daniel Torner. Las palabras resonaron en su mente mientras recordaba aquel día en el café, cuando Daniel le pidió ayuda para encontrar a su hija perdida. La conexión era innegable, pero también lo era el peligro que representaba.
Por un instante, sintió que el control se le escapaba. La sola idea de que Amatista pudiera conocer la verdad y alejarse de él era insoportable. Enzo la miró y vio en sus ojos una mezcla de esperanza y confianza que le desgarró el alma. Sabía que no podía decirle la verdad, no ahora.
—Gatita... —dijo, su voz más suave de lo habitual mientras tomaba su rostro entre las manos—. Prometo que voy a investigarlo. Encontraré a tu padre.
Amatista sonrió con alivio, su confianza en él intacta.
—Sabía que podía contar contigo, amor.
Enzo asintió, sintiendo el peso de la mentira, pero se convenció de que era necesaria. Se puso de pie y comenzó a desvestirse, dejando la chaqueta y la camisa sobre una silla. Cuando se acostó junto a ella, Amatista se acomodó de inmediato, apoyando la cabeza en su pecho como siempre hacía.
—Te amo, amor —susurró ella, cerrando los ojos.
Enzo la rodeó con un brazo, estrechándola con fuerza mientras besaba su cabello.
—Y yo a ti, gatita. Siempre.
Mientras ella se dormía, Enzo permaneció despierto, su mente maquinando los próximos pasos. Sabía que esta vez debía ser más cuidadoso que nunca. No podía permitir que Daniel Torner se interpusiera entre ellos. No importaba lo que tuviera que hacer, Amatista seguiría siendo suya.