Capítulo 166 Un reloj en el tiempo
Amatista continuó trabajando concentrada, los trazos de su lápiz dando forma a cada línea del diseño del reloj. Las horas pasaban, pero para ella el tiempo parecía diluirse mientras creaba algo único para Enzo. Finalmente, dio los últimos toques a la pieza, asegurándose de que todo estuviera perfecto, justo como lo había imaginado. Se levantó, escaneó el diseño y, con un suspiro de satisfacción, lo envió a Santiago, pidiéndole que lo tuviera listo lo más rápido posible y especificando los materiales que quería que usara.
No pasó mucho tiempo antes de recibir una respuesta de Santiago. En su mensaje, le comentó que en el taller estaban terminando la última colección para la presentación, colección que Amatista había diseñado. En cuanto terminaran, enviaría el reloj junto con los demás diseños personalizados. Con una ligera sonrisa, Amatista se estiró de forma perezosa y decidió descansar un rato. Se dirigió al sofá de la oficina, se acostó en él y cerró los ojos, permitiendo que su cuerpo se relajara.
No pasó mucho tiempo hasta que la puerta se abrió y Enzo ingresó en la oficina. Amatista soltó una pequeña risa y, sin abrir los ojos, dijo con tono juguetón:
— Te aguantaste mucho sin venir.
Enzo sonrió, su presencia cálida e imponente llenando la oficina. Se acercó a ella y, con una mano firme pero suave, la levantó ligeramente para luego hacerla recostar en sus piernas. Amatista descansó la cabeza en sus muslos, sintiendo la suavidad de sus piernas como una almohada. Enzo comenzó a acariciar su cabello con ternura, haciendo que ella se relajara aún más.
— Estás muy cansada, ¿verdad? — murmuró Enzo, mientras su mano recorría sus cabellos con suavidad.
Amatista asintió con un suspiro, dejándose llevar por su caricia, disfrutando de la calidez que Enzo le ofrecía. Estiró el cuerpo perezosamente mientras Enzo seguía acariciándola. Enzo, al ver que ella comenzaba a relajarse, prendió un cigarrillo y lo inhaló profundamente, su mirada fija en ella mientras hablaba.
— Descansa, Gatita. Yo te cuidaré.
Amatista sonrió, pero luego, con una pequeña mueca, dijo:
— Enzo, ¿podrías pedirle a Amadeo algo para mi golpe en las costillas? Aún me duele.
Enzo la miró con atención, sus ojos oscuros se suavizaron al notar el dolor en su rostro. Sin decir palabra, le pidió que le mostrara el golpe. Amatista, con delicadeza, levantó un poco su camiseta, revelando una marca morada y oscura en su costado. El dolor era leve, pero aún persistía.
El rostro de Enzo se endureció al ver la lesión. La furia y el enojo comenzaron a burbujear dentro de él. Con voz baja y tensa, le dijo:
— Me encargaré de que Amadeo te dé algo. Nadie tiene derecho a hacerte daño. Nadie.
Amatista, al notar el cambio en su tono, lo miró fijamente. Le agradeció en voz baja y luego, con una sonrisa ligera, le preguntó:
— ¿Desde cuándo fumas tanto?
Enzo levantó la mirada y, con una media sonrisa, le respondió:
— Cada vez que discutimos o te vas, no puedo evitarlo. Fumar y beber... es mi forma de lidiar con el estrés. ¿Te molesta?
Amatista negó con la cabeza, su voz suave.
— No me molesta... pero cuando los bebés vuelvan, no quiero que fumes cerca de ellos. Sería malo para ellos.
Enzo asintió, su expresión se suavizó, y aunque no dijo más, entendió el peso de sus palabras.
— Lo controlaré, lo prometo.
Amatista se acomodó nuevamente, sus ojos comenzaban a cerrarse mientras su cuerpo se relajaba aún más. Con una ligera sonrisa, murmuró:
— Sé que lo harás.
El silencio llenó la habitación, y ambos quedaron allí, en calma, solo con el sonido suave de la respiración de Amatista.
Amatista, aun descansando sobre las piernas de Enzo, se acomodó un poco y, con una sonrisa juguetona, le reclamó:
— Enzo, ¿puedes acariciarme otra vez?
El tono de su voz era dulce y travieso, como si le reprochara el haber dejado de acariciarla, pero su mirada seguía siendo tranquila, relajada. Enzo sonrió ante su reclamo, sin apartar su mano del cabello de ella, y continuó acariciándola con suavidad, disfrutando del contacto.
— ¿De verdad no sabes lo que significa "almohada bonita" y "almohada favorita"? — preguntó Enzo, curioso.
Amatista, sin abrir los ojos, soltó una pequeña risa, y con una voz relajada, respondió:
— No, no tengo idea. No suelo recordar lo que hago cuando estoy borracha.
Enzo soltó una suave carcajada y, mientras sus dedos recorrían el cabello de Amatista, continuó:
— Estoy obsesionado con saber qué significas para mí, Gatita. Ya me dijiste dos veces que quieres ser mi "almohada favorita".
Amatista, intrigada, abrió un poco los ojos y le preguntó con curiosidad:
— ¿Y qué fue lo que te dije cuando estaba borracha?
Enzo, con una sonrisa divertida, le contestó:
— Me dijiste que yo era tu "almohada favorita".
Amatista, sintiendo que la conversación tomaba un giro más serio, se rió levemente y comentó:
— Debe ser algo bueno, porque te molestas tanto por ello.
Enzo asintió, la sonrisa de sus labios se suavizó un poco mientras miraba a Amatista con ternura.
— Sí, lo es... Pero también me recriminaste, diciéndome que para mí, tú solo eras una "almohada bonita", y no era justo. Tú querías ser mi "almohada favorita".
Amatista se echó a reír con suavidad, comprendiendo poco a poco el significado de la conversación, aunque aún algo confundida.
— Parece que mi yo borracha quería decir que no es bueno ser una "almohada bonita", aunque ni siquiera sé qué significa eso.
Enzo se detuvo un momento, pensativo, como si tratara de entender el verdadero sentido detrás de las palabras de Amatista.
— No sé cómo una "almohada bonita" puede ser algo malo — dijo, en tono serio pero intrigado —. Pero necesito saber qué quieres decir con eso.
Amatista, con la voz cada vez más relajada, casi susurrando mientras los párpados se cerraban por completo, respondió lentamente:
— No lo sé… Tal vez deberías preguntarme cuando esté borracha otra vez.
Enzo se rió entre dientes, sintiendo cómo ella comenzaba a ceder al sueño. Con una sonrisa traviesa, le dijo:
— Lo haré. Necesito saber qué significa, realmente.
Amatista solo pudo emitir un murmullo incomprensible, su respiración comenzaba a volverse más lenta y tranquila.
Enzo la miró con una expresión tierna, sintiendo una mezcla de amor y diversión en su pecho. La acarició una vez más, con suavidad, antes de murmurar:
— Eres tan perezosa, ni siquiera puedes terminar la conversación.
Amatista no respondió, solo se dejó llevar por el sueño, sintiéndose completamente a gusto en sus piernas, mientras Enzo la observaba, sintiendo una profunda ternura por ella.
Enzo se quedó allí, inmóvil, observando a Amatista mientras ella dormía plácidamente sobre sus piernas. Sus dedos continuaban moviéndose suavemente entre su cabello, como un gesto que ya se había vuelto automático para él. El tiempo pasaba sin prisa, pero con una sensación de calma que invadía la habitación. Mientras su mirada recorría el rostro sereno de Amatista, un pensamiento lo hizo maldecir en silencio.
— Si este sillón fuera más grande... — pensó con frustración. Su cuerpo deseaba recostarse junto a ella, pero el espacio limitado no lo permitía.
Amatista, en su descanso, giró levemente, acomodándose sobre su costado, y sin pensarlo mucho, abrazó el brazo de Enzo, pegándolo a su cuerpo. Él sonrió por un momento, disfrutando de la cercanía, pero luego suspiró, resignado a la idea de que no podría descansar de esa forma.
— ¿Por qué demonios no inventaron sillones más grandes? — murmuró para sí, sabiendo que no podía hacer nada al respecto en ese momento.
Después de unos minutos, sintió que el cansancio lo invadía, pero no quería separarse de ella. Sin embargo, sintió que había llegado el momento de moverse. Decidió despertar a Amatista levemente, tocándola suavemente en el hombro.
Amatista, entre sueños, se quejó en voz baja.
— Estoy cansada... — murmuró, sin abrir los ojos.
Enzo sonrió, sintiendo que era la oportunidad perfecta para proponerle algo.
— Quiero acomodarme en el sillón también — le dijo en un tono suave, pero decidido.
Amatista se frotó los ojos, aún medio dormida, y protestó en voz baja:
— Estoy muy cansada... y este sillón es demasiado pequeño.
Enzo no perdió la ocasión de seguir con su plan.
— Entonces, me acostaré y tú dormirás encima de mí — dijo con una sonrisa traviesa, casi seguro de que ella no podría resistirse.
Amatista levantó la cabeza levemente, mirándolo con una mezcla de incredulidad y diversión.
— ¡Estás loco! — exclamó entre risas, sin poder evitarlo.
Enzo se rió de vuelta, disfrutando de la complicidad de la situación.
— No, no lo estoy. Levántate un momento — le pidió, tomando su mano con suavidad.
Finalmente, con un suspiro resignado, Amatista se levantó un poco para dejarle espacio a Enzo. Él aprovechó el momento para acomodarse, extendiendo su cuerpo y dándole a Amatista el espacio que necesitaba. En un par de movimientos, ambos terminaron acomodándose en el sillón de manera algo apretada. Amatista se recostó sobre el pecho de Enzo, sus piernas entrelazándose con las de él en una posición cómoda y cálida.
Enzo, con una sonrisa amplia y completamente satisfecho por haber logrado lo que quería, comenzó a acariciar nuevamente el cabello de Amatista. No solo la cercanía le provocaba felicidad, sino también la sensación de que, por fin, todo parecía encajar, como si el mundo exterior no importara en ese instante.
Amatista, quien ya se había dejado envolver por la tranquilidad del momento, volvió a quedarse dormida rápidamente, su respiración tranquila y profunda. Enzo permaneció despierto, disfrutando de su compañía mientras la acariciaba suavemente, sintiendo una paz que hacía tiempo no experimentaba. Aunque el sillón fuera pequeño, sentía que su mundo entero estaba ahora en ese rincón, rodeado de la mujer que amaba.
La respiración de Amatista se mantenía tranquila y acompasada sobre el pecho de Enzo, completamente sumida en el sueño, mientras él continuaba despierto, acariciándola con una paciencia casi devocional. Su mano se deslizaba con suavidad por su espalda, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo.
De pronto, Amatista se removió ligeramente, inquieta, y sus manos se aferraron con fuerza a la tela de su camisa, como si temiera que él se alejara. Enzo frunció el ceño con preocupación y la acarició con más ternura, buscando calmarla.
— Tranquila, gatita... —susurró contra su cabello, sin dejar de acariciarla.
Pero la inquietud en Amatista no desaparecía del todo. Enzo la miró por unos instantes, con una mezcla de ternura y obsesión en los ojos, y luego se inclinó apenas para susurrarle cerca del oído:
— ¿Por qué querías ser mi almohada favorita...?
No obtuvo respuesta. Amatista siguió inmersa en su descanso, respirando con calma, ajena a la pregunta que él deseaba tanto que respondiera. Enzo suspiró con resignación y le dio un beso suave en la frente antes de murmurarle con una certeza absoluta:
— Siempre serás lo mejor que me pasó en la vida.
Justo en ese instante, Amatista se removió nuevamente y, con los ojos aún cerrados, se incorporó levemente en el sofá. Con movimientos torpes, comenzó a quitarse la remera, murmurando con voz adormilada:
— Tengo calor...
Enzo la observó con una mezcla de ternura y deseo, siguiéndola con la mirada mientras la tela de la remera deslizaba lentamente sobre su piel. Su cuerpo se tensó al ver su piel expuesta, y sin pensarlo demasiado, comenzó a sacarse su propia camisa, con la intención de acercarla más a él, de sentir su calor sin ninguna barrera de por medio.
Sin embargo, antes de que pudiera acomodarse nuevamente, vio cómo Amatista, aún dormida, llevaba las manos a su pantalón y comenzaba a desabrocharlo de manera torpe, como si el simple acto de quitarse la ropa le resultara complicado en su estado de sueño profundo.
Enzo no pudo evitar reír bajo, disfrutando la escena.
— Ven aquí, te ayudaré —dijo con voz ronca, tomando con cuidado el borde del pantalón de Amatista.
Con movimientos lentos y precisos, deslizó la prenda por sus piernas hasta quitársela por completo. Amatista, aún apoyada sobre él, se dejó hacer sin oponer resistencia, con su cuerpo relajado y su respiración pausada.
Una vez que quedó en ropa interior, volvió a acomodarse sobre el pecho de Enzo, encajando perfectamente contra él. Enzo la sostuvo con firmeza, sintiendo su calor, su suavidad, su completa entrega en el descanso.
Su sonrisa se ensanchó con satisfacción. Esto era lo que quería. Tenerla así, tan cerca, tan suya.
Amatista volvió a sumirse en el sueño profundo, su respiración tranquila contrastando con la tensión en el cuerpo de Enzo. Él, en cambio, se mantuvo despierto, recorriendo con sus manos cada curva de su cuerpo con una mezcla de devoción y obsesión. Sus dedos se deslizaban con lentitud sobre su espalda, su cintura, sus piernas, hasta posarse con firmeza en su glúteo, como si necesitara recordarse que era suya.
Pero su mente no estaba del todo en el presente.
El recuerdo de aquellas palabras volvió con una intensidad insoportable. Quiero ser tu almohada favorita...
¿Por qué?
¿Qué significaba realmente?
¿Por qué su versión borracha estaba tan desesperada por ello?
El pensamiento se clavó en él como una espina. No soportaba no saber. No soportaba que hubiese un significado oculto en las palabras de Amatista, uno que se le escapaba. Y más aún, no soportaba la posibilidad de que, en su cabeza, él no fuera lo que ella deseaba.
Se prometió a sí mismo descubrirlo. No importaba cómo, lo haría.
Mientras su resolución se volvía más firme, su mano continuó su recorrido hasta posar completamente su agarre en el glúteo de Amatista, apretándolo con un placer silencioso. Permanecieron así por un rato, con ella dormida sobre su pecho y él aferrándola con posesividad, como si al sostenerla pudiera asegurarse de que no volvería a escaparse.
El sonido de unos golpes en la puerta interrumpió el momento.
Enzo frunció el ceño con fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó con impaciencia.
La puerta se entreabrió con cautela, y Pérez asomó la cabeza.
— Llegaron los archivos que pidió, señor.
La mandíbula de Enzo se tensó. Su mirada oscura se clavó en el guardia con una amenaza implícita.
— Date la vuelta —ordenó en tono gélido—. Si miras hacia aquí, te mato.
Pérez se giró de inmediato, con los hombros rígidos.
— No vi nada, lo juro —dijo rápidamente, sin atreverse a moverse más de la cuenta.
— ¿Y quién carajo te permitió entrar? —preguntó Enzo con irritación.
Pérez titubeó.
— Yo solo…
— Lárgate. —Su voz fue un filo de hielo.
Pérez asintió de inmediato y salió sin atreverse a decir nada más.
Enzo suspiró con molestia y cerró los ojos por un momento, buscando calmarse. Pero justo cuando pensó en levantarse, sintió una pequeña mano apoyarse sobre su pecho.
— Enzo… —susurró Amatista, con la voz pesada por el sueño.
Él la observó en silencio por unos segundos, antes de acercarse y besar su cabeza con una ternura inusual. Al mismo tiempo, su agarre en su glúteo se hizo más firme, asegurándose de que seguía siendo suya, incluso en el sueño.