Capítulo 143 La sombra de la sumisión
La luz matinal se filtraba tímidamente por los ventanales de la mansión Bourth, iluminando la habitación vacía donde Enzo despertó. Había decidido no volver a compartir el lecho con Rita, ocupando la habitación que solía pertenecer a Amatista. Ese espacio, impregnado de recuerdos, le resultaba más cómodo que la fría presencia de su esposa.
Se levantó sin apuro, tomó una ducha fría que despejara su mente y descendió al comedor. Allí, Rita e Isis ya estaban sentadas, conversando en voz baja y compartiendo un desayuno despreocupado. La escena le provocó una punzada de irritación.
Sin dirigirles una palabra, Enzo se sentó con la misma frialdad que lo envolvía.
—Mariel, sirve el desayuno —ordenó, con voz seca.
La empleada asintió y comenzó a servirle con diligencia.
—¿Algo más que desee, señor Bourth? —preguntó con respeto.
Enzo alzó la mirada, fijándola en Rita con una mezcla de desdén y decisión.
—Sí. A partir de ahora, Rita se encargará de preparar mis comidas. Es su deber como esposa.
El aire se tensó de inmediato. Rita apretó los labios, disimulando la molestia que se apoderaba de ella, mientras Isis fruncía el ceño.
—Eso es absurdo —saltó Isis, con desdén—. Esta casa está llena de empleados. ¿Para qué tendría que cocinar Rita?
Enzo giró lentamente la cabeza hacia ella, su mirada oscura e intimidante.
—Eso es asunto de mi matrimonio, Isis. No tienes por qué opinar.
El silencio fue incómodo. Luego, Enzo dirigió su mirada nuevamente a Rita.
—¿Hay algún problema con lo que te pido? —preguntó con voz baja, pero cargada de amenaza.
Rita, retomando su tono dulce y sumiso, ladeó la cabeza con una sonrisa forzada.
—No, amor. No hay problema. Si deseas que cocine para ti, lo haré. Aunque… con tantos empleados, parece innecesario.
Enzo dejó escapar una risa seca y sarcástica.
—La cantidad de empleados no importa. Cumplirás con tu deber. ¿O esperas recibir de mí los mismos detalles que le daba a Amatista sin siquiera esforzarte? Ella cocinaba para mí todo el tiempo, lo hacía a la perfección, siempre impecable, con una sonrisa.
La mención de Amatista hizo que Rita tensara la mandíbula, aunque mantuvo su gesto dócil. Isis, por su parte, no pudo contenerse.
—¿De verdad vas a comparar a Rita con esa mujer? Esto es ridículo.
Enzo giró hacia ella con una furia contenida.
—¿Y tú cuándo piensas largarte de esta casa? Ya llevas demasiado tiempo aquí. Rita y yo somos recién casados, necesitamos privacidad. Quiero que te vayas hoy mismo. No quiero verte más en esta mansión.
Isis abrió la boca para responder, pero Enzo no le dio oportunidad.
—¡Roque! —rugió, haciendo retumbar la casa.
El hombre apareció de inmediato.
—Prepare el auto. Lleve a Isis a su casa.
—Pero, Enzo… —intentó protestar Isis.
—No. Hoy mismo.
Sin mirar atrás, Enzo se volvió hacia Mariel.
—Enséñale a Rita cómo me gustan las comidas. Que aprenda rápido.
Mariel asintió, contenida. Rita bajó la mirada, tragándose la humillación.
Enzo se puso de pie, ajustándose el saco, y sin una sola palabra más, abandonó el comedor.
Enzo tomó el volante de su automóvil, conduciendo con calma, pero con firmeza por las calles de la ciudad. El sol de la mañana se filtraba entre los edificios, tiñendo el asfalto de destellos dorados. Sus dedos jugueteaban con el encendedor recién adquirido, acariciando la palabra Gatita grabada con precisión.
"No importa quién intente ocupar su lugar, Amatista siempre será mía."
El pensamiento cruzó la mente de Enzo mientras el auto se detenía frente al edificio donde lo esperaban sus socios. Bajó con la misma calma fría que lo caracterizaba, ajustando el puño de su camisa mientras ingresaba al lugar.
Alan, Joel, Facundo y Andrés ya estaban reunidos en el salón principal. Al notar su llegada, se incorporaron con gestos de respeto.
—Llegas justo a tiempo, Enzo —comentó Alan, esbozando una sonrisa—. Estábamos esperando.
Enzo asintió apenas, su mirada firme recorrió el lugar.
—Esperemos al grupo que vendrá a revisar el sitio. No quiero perder tiempo —ordenó con tono seco.
Pasaron unos minutos de silencio incómodo, hasta que el sonido de pasos anunció la llegada del equipo de diseñadores y decoradores. Eran profesionales elegantes, de mirada crítica, que comenzaron a recorrer cada rincón del lugar.
Con rapidez, propusieron cambios: revestimientos de mármol, iluminación cálida pero sofisticada, detalles dorados y madera oscura para las salas privadas. Sugerencias que prometían elevar el lugar a un nivel de exclusividad absoluta.
Enzo escuchó cada propuesta con atención, interviniendo solo para ajustar detalles. Los demás hombres asentían, encantados con la dirección que tomaba el proyecto.
—Un mes —afirmó uno de los diseñadores—. Con estos cambios, tendrán un club como ningún otro.
—Perfecto —concluyó Enzo, sin más.
Cuando el equipo de diseño se retiró, los hombres se relajaron. Alan fue el primero en romper el ambiente de negocios.
—Esto hay que celebrarlo —dijo con una sonrisa astuta.
Sin esperar respuesta, se levantó y desapareció por unos minutos. Al regresar, no venía solo. Varias mujeres entraron tras él, todas vestidas de forma provocativa, con sonrisas insinuantes y miradas que prometían diversión.
—Un pequeño regalo para festejar nuestro futuro éxito —comentó Alan, orgulloso.
Joel, con una risa gruesa, alzó su copa.
—Vamos, Enzo. Sos el socio mayoritario, estas bellezas son para vos.
Dos mujeres se acercaron a él, y una de ellas se acomodó descaradamente sobre sus piernas, deslizándose contra su cuerpo con la intención de seducirlo.
El ambiente se congeló por un instante.
Enzo no dijo una palabra. Simplemente estiró los brazos con calma, tomándola por los hombros y empujándola sin esfuerzo. La mujer perdió el equilibrio y cayó al suelo con un quejido ahogado.
Un silencio tenso cubrió la sala antes de que Enzo hablara, su voz tan fría como su mirada.
—Antes de intentar tocarme, vayan a bañarse. No pienso soportar ese perfume barato.
Las mujeres, entre avergonzadas y confundidas, se apresuraron a salir de la sala.
El silencio fue roto por las risas de los hombres.
—¡Por Dios, Enzo! Siempre tan delicado —bromeó Facundo, entre carcajadas.
Joel alzó su copa nuevamente.
—¡Que aprendan a estar a la altura!
Los comentarios y las bromas llenaron el aire, pero Enzo no se unió. Se limitó a encender un cigarrillo, llevándolo lentamente a sus labios. Sus dedos acariciaron de forma inconsciente el grabado en el encendedor: Gatita.
Sin más interés en la celebración, se levantó de su asiento.
—Voy a la habitación. No me molesten.
Sus palabras fueron tajantes, silenciando momentáneamente las risas. Los hombres solo se miraron entre sí y luego retomaron el brindis, sabiendo que nada ni nadie podía alterar la voluntad de Enzo Bourth.
Enzo cerró la puerta de la habitación tras de sí, dejando afuera el bullicio y las risas de sus socios. El silencio en el interior era pesado, interrumpido solo por el leve goteo del agua proveniente del baño. Se deshizo lentamente del saco, colgándolo con cuidado en el respaldo de una silla, y se quedó de pie unos segundos, observando la habitación con indiferencia.
La puerta del baño se abrió y las dos mujeres salieron envueltas en toallas, sus cuerpos aún húmedos, el cabello pegado a la piel. Sus sonrisas insinuantes buscaban cautivarlo, pero Enzo no les dedicó más que una mirada fría y distante.
—Acérquense —ordenó con voz grave y pausada.
Ambas obedecieron al instante, acercándose con movimientos calculados. Una intentó tomar la iniciativa, deslizándose hacia él, pero Enzo la detuvo levantando una mano con firmeza.
—No hagan nada que yo no permita —advirtió, sin elevar la voz, pero con una autoridad que helaba el aire.
Metió su mano en el bolsillo y sacó una protección, manipulándola con precisión. Sus movimientos eran mecánicos, carentes de deseo, como quien sigue una rutina intrascendente.
El contacto fue frío, distante, dominado por la necesidad de control y no por el placer. Enzo no buscaba conexión, solo saciar un impulso, borrar momentáneamente la tensión que lo envolvía. En medio de aquel acto vacío, un susurro escapó de sus labios, apenas audible, pero lo suficientemente real como para que se impregnara en el aire:
—Gatita...
El sonido se disipó tan rápido como había surgido, y Enzo no dio muestra alguna de haberse percatado de su desliz. Continuó con la misma frialdad, ajeno a cualquier emoción.
Al terminar, se apartó con desgano y se incorporó sin mirarlas.
—Váyanse. —Su voz fue seca, autoritaria.
Las mujeres, incómodas pero obedientes, recogieron sus pertenencias en silencio y abandonaron la habitación. Enzo permaneció inmóvil por un momento, respirando con calma. Luego se dirigió al baño y abrió la ducha, dejando que el agua caliente cayera sobre su piel, arrastrando cualquier rastro de lo ocurrido. No era limpieza física lo que buscaba, sino disipar una incomodidad interna que ni él lograba identificar.
Enzo salió del baño, secando lentamente el rostro y el pecho con una toalla. Cada movimiento era metódico, casi mecánico, pero detrás de esa aparente calma, la tensión se acumulaba en cada músculo. Caminó hasta el borde de la cama y se sentó, con el cuerpo relajado pero la mente agitada.
Deslizó la mano dentro del bolsillo de su pantalón y sacó el encendedor. Lo observará en silencio, girándolo entre sus dedos. La palabra “Gatita” grabada en el metal parecía mirarlo de vuelta, como un recordatorio constante que erosionaba su autocontrol.
Prendió un cigarrillo con un chasquido seco y llevó el humo a sus pulmones, buscando calma en el calor del tabaco. Sin embargo, la paz no llegaba.
Su mandíbula se tensó al imaginar a Amatista con otro hombre. La sola idea de que pudiera haber entregado a alguien más encendía una furia silenciosa en su interior. Un pensamiento oscuro cruzó su mente: Si ella era capaz de hacerme esto, entonces yo le pagaré con la misma moneda. Se prometió a sí mismo que se acostaría con todas las mujeres que fuera necesario, tantas como hiciera falta, hasta que ella sintiera el mismo dolor, hasta quebrarla.
Pero por más que intentara convencerse, algo dentro de él sabía que eso no era suficiente. Cerró los ojos con fuerza, intentando sofocar la rabia que le quemaba por dentro.
Los recuerdos lo embistieron sin piedad. La imagen de Amatista apareció nítida en su mente: su sonrisa desafiante, esa chispa en sus ojos que parecía retarlo, la forma en la que se rendía solo ante él. Recordó el calor de su piel, la manera en que su cuerpo encajaba perfectamente en sus manos, cómo cada suspiro suyo alimentaba su propio deseo. Esa pasión incontrolable, salvaje, que solo compartían ellos.
Un escalofrío recorrió su espalda, pero no era placer. Era necesidad. Un deseo feroz por volver a tenerla, por reclamar lo que era suyo.
Apretó el cigarrillo entre los labios y exhaló lentamente, dejando escapar una bocanada de humo denso. Sus ojos permanecieron fijos en el grabado del encendedor, como si allí pudiera encontrar respuestas.
¿Dónde estás, amatista? Pensó con rabia. Hasta ahora, ella no había cometido ningún error. Ningún movimiento imprudente que le diera una pista de su desfile. Eso lo enfermaba. ¿Acaso alguien la estaba protegiendo? ¿Quién sería tan idiota para interponerse entre ellos?
Golpeó el borde de la cama con el puño cerrado, frustrado. No toleraba la idea de no tener el control. Y menos aun cuando se trataba de ella.
Inhaló otra vez, más profunda, dejando que el humo llenara sus pulmones, pero ni eso calmaba el ardor que sentía. No descansaría hasta encontrarla. No importaba cuántas puertas tuvieran que derribar ni cuántas vidas tuvieran que aplastar en el camino.
Amatista era suya. Y nadie, absolutamente nadie, iba a quitársela.
Enzo regresó al salón donde los hombres de negocios seguían disfrutando del ambiente. Alan, con una sonrisa confiada, levantó una botella de whisky y le ofreció un trago.
—Vamos, Enzo, te vendrá bien relajarte un poco —dijo Alan, sirviendo el licor en un vaso.
Enzo aceptó el vaso sin decir palabra y bebió un largo sorbo. El ardor del whisky apenas logró entibiar la frialdad que lo consumía por dentro.
Sacó su teléfono del bolsillo y marcó un número.
—Roque. ¿Isis ya se fue de la mansión? —preguntó con voz seca.
—Sí, señor. Se retiró hace un rato —respondió Roque al instante.
—Te enviaré una dirección. Ven ahora. —Y sin esperar respuesta, cortó la llamada.
Mientras tanto, Enzo continuó bebiendo con los demás. Las mujeres seguían merodeando, buscando complacer a los presentes. Algunas se acercaron a Enzo, incluso aquellas con las que había estado antes, pero él las rechazó sin mirarlas. Alan notó el desinterés de Enzo y soltó una carcajada.
—¿Qué pasa, Enzo? ¿Hoy decidiste ser santo?
Joel rió y agregó:
—Tal vez se aburrió de las mismas caras. Podemos traer nuevas si quieres.
Facundo levantó su vaso.
—O tal vez tiene la cabeza ocupada con otros negocios.
Enzo no respondió, simplemente apuró otro trago de whisky.
Pasaron cerca de cuarenta minutos cuando Roque finalmente llegó. Enzo, ya algo borracho, le hizo un gesto para que se sentara.
—Siéntate —ordenó con voz ronca.
Roque se acomodó en una silla, manteniéndose serio.
De pronto, Enzo lo miró con ojos pesados pero fríos.
—¿Alguna novedad?
Roque negó con la cabeza.
—Nada.
Enzo apretó la mandíbula.
—Es extraño. Muy extraño que haya desaparecido de esta forma. Como si alguien la estuviera ayudando.
Los demás hombres en la sala intercambiaron miradas curiosas. Alan alzó una ceja.
—¿De quién hablan?
Antes de que Enzo respondiera, Roque intervino rápido:
—No es Santiago. No tiene nada que ver con esto.
Enzo dejó el vaso sobre la mesa con fuerza, el sonido del vidrio golpeando la madera retumbó en el silencio momentáneo.
—No estaba pensando en Santiago.
Roque frunció el ceño.
—¿Entonces en quién?
Enzo lo miró fijamente, su mirada oscura e implacable.
—Pienso que gatita solo confiaría ciegamente en dos personas: en mí… y en ti, Roque.
El ambiente se tensó. Alan, Joel y Facundo se quedaron en silencio, desconcertados por la acusación.
Enzo golpeó la mesa con fuerza.
—Dime, ¿la estás ayudando?
Roque se levantó despacio, con firmeza.
—Sí. Y no importa lo que me hagas, nunca te diré dónde está.
El silencio fue sepulcral. Los hombres observaban la escena con atención.
Enzo se levantó abruptamente, sujetando a Roque de la camisa y acercándolo a su rostro.
—No necesito tu ayuda. Yo mismo la encontraré.
Roque mantuvo la mirada firme.
—¿Y qué harás cuando la encuentres? ¿La encerrarás otra vez? ¿La llevarás contigo y tu nueva esposa Rita?
La mención de Rita fue como un disparo. La furia de Enzo se reflejó en su rostro.
—No me importa lo que haga. Ella es mía y volverá a mi lado.
Roque respiró hondo.
—Si la amaras tanto como dices, habrías investigado lo que le pasó en lugar de tratarla como lo hiciste. Eso solo la alejó de ti.
Enzo lo miró con desprecio.
—Lárgate antes de que me arrepienta y te mate.
Roque no dudó. Se giró y salió del lugar sin mirar atrás.
Alan rompió el silencio.
—Vaya… no sabía que tenías empleados tan valientes.
Joel soltó una risa tensa.
—¿Quién es esa mujer que logra sacar lo peor de ti, Enzo?
Facundo, más serio, se inclinó hacia Enzo.
—Si estás buscando a alguien… conozco a un tipo que podría ayudarte. Discreto y eficaz. Puedo pasarte su número.
Enzo tomó el vaso y bebió hasta vaciarlo.
—Hazlo.
Mientras tanto, Roque llegó a la mansión. Se dirigió directo a la oficina de Enzo. Abrió con rapidez los cajones buscando la USB con las pruebas contra Amatista. Al encontrarla, la tomó con fuerza. Sin perder tiempo, fue a su habitación, recogió sus pertenencias y abandonó la mansión.
Enzo, por su parte, continuaba bebiendo con sus socios, el humo del cigarrillo flotando a su alrededor, pero su mente solo estaba en un lugar: encontrar a Amatista.