Capítulo 149 Encuentro en el ascensor
El sol de la mañana atravesaba los ventanales del edificio, iluminando los pasillos con una cálida luz que hacía brillar las paredes de mármol pulido. Amatista llevaba en brazos una bolsa de papel con las cosas que había comprado en la tienda del barrio: frutas, algunos artículos de aseo y un par de dulces que había decidido darse como un capricho. Aunque sus movimientos eran cuidadosos, la ligera presión en su espalda le recordaba que su embarazo ya había alcanzado los cinco meses. El peso creciente de los gemelos hacía que cada día fuera un poco más desafiante, pero ella se mantenía firme.
Caminó con calma hacia el ascensor, revisando mentalmente su lista. Todo parecía estar en orden, aunque algo no dejaba de hacerle ruido, como si hubiera olvidado algo. Sus pensamientos se interrumpieron cuando las puertas metálicas del ascensor se abrieron con un leve zumbido.
Adentro no había nadie, y ella agradeció la tranquilidad del momento. Entró y presionó el botón de su piso. Durante el ascenso, el silencio solo era roto por el suave zumbido del motor del ascensor. Amatista suspiró y apoyó la espalda contra la pared acolchada del interior. Aunque sabía que estaba a salvo, la paranoia no la abandonaba. Siempre había una parte de ella que esperaba lo inesperado.
Las puertas se abrieron y salió hacia el pasillo, pero al llegar a la puerta de su departamento, una figura masculina la hizo detenerse en seco. Un hombre, de unos treinta y tantos años, estaba justo frente a su puerta. Era alto, con el cabello oscuro y un rostro atractivo pero inexpresivo, como si cada gesto estuviera calculado.
Él levantó la vista al verla y, al percatarse de su presencia, sonrió con una expresión afable que a Amatista le pareció demasiado bien ensayada.
—Oh, lo siento mucho —dijo, señalando hacia la caja de herramientas que había dejado junto a la puerta contigua—. Soy Diego, el nuevo vecino. Estaba arreglando algunas cosas, y probablemente hice algo de ruido. Espero no haberte molestado.
Amatista se esforzó por mantener una sonrisa cortés mientras evaluaba rápidamente la situación. Era solo un vecino, eso era todo. Sin embargo, su instinto la mantenía alerta.
—No te preocupes, no fue tanto ruido. Bienvenido al edificio —respondió, sacando las llaves de su bolso.
Los ojos de Diego se posaron en su vientre, y su expresión cambió, suavizándose con un toque de ternura que a Amatista le resultó casi incómoda.
—Veo que esperas... —preguntó, su tono mostrando interés genuino.
Amatista asintió, fingiendo naturalidad.
—Sí, cinco meses ya.
—Debe ser emocionante —comentó él, cruzando los brazos y apoyándose ligeramente contra la pared—. Aunque también agotador, supongo. Si necesitas algo, no dudes en pedírmelo. Me vendría bien conocer a alguien en el edificio.
Ella asintió, cortés pero manteniendo la distancia.
—Gracias, Diego. Lo tendré en cuenta.
Mientras Amatista buscaba abrir la puerta, un pensamiento cruzó su mente como un rayo: la billetera. La había dejado en la tienda. Cerró los ojos un instante, maldiciéndose en silencio por el descuido.
—¿Todo bien? —preguntó Diego al notar su expresión.
—Creo que olvidé mi billetera en la tienda —murmuró ella, claramente molesta consigo misma.
Diego levantó una ceja y esbozó una sonrisa despreocupada.
—¿Quieres que te acompañe? Así aprovecho para conocer el barrio un poco más.
Amatista dudó. No quería ser descortés, pero tampoco se sentía completamente cómoda con la idea de compartir tiempo con un extraño. Sin embargo, sabía que debía recuperar su billetera.
—Está bien —accedió, manteniendo su tono neutral.
Ambos caminaron hacia el ascensor, y Diego presionó el botón para llamarlo. Cuando las puertas se abrieron, él hizo un gesto con la mano para que Amatista pasara primero.
—¿Cómo te llamas? —preguntó mientras entraban.
—Amatista —respondió con sencillez.
—Qué nombre tan único —comentó Diego, sonriendo con esa misma expresión afable.
Amatista no respondió. Solo presionó el botón de la planta baja y esperó mientras el ascensor comenzaba a descender. El ambiente se tornó incómodamente silencioso, y aunque Diego no parecía hacer nada fuera de lugar, ella sentía un nudo en el estómago.
Él sacó su teléfono del bolsillo, supuestamente para revisar algo, y luego lo llevó al oído.
—Sí, dime —dijo, simulando una llamada mientras sostenía el aparato en dirección a Amatista.
Ella no prestó atención, mirando hacia el panel de control del ascensor mientras pensaba en cómo resolvería el día. No notó cómo Diego deslizaba disimuladamente el dedo por la pantalla, capturando una fotografía de ella.
—Sí, estoy en eso. Llámame luego —concluyó Diego, guardando el teléfono en su bolsillo justo cuando las puertas del ascensor se abrían en la planta baja.
Amatista salió primero, agradecida por la brisa fresca que entraba desde las puertas abiertas del edificio. Diego caminó a su lado mientras se dirigían a la tienda.
Aunque la conversación fue trivial, Amatista no podía ignorar la sensación de incomodidad que la acompañaba. Había algo en la actitud de Diego que no le cuadraba del todo, aunque no tenía nada concreto para justificar sus sospechas.
Cuando llegaron a la tienda, Amatista recuperó su billetera sin problemas. Agradeció al dependiente y salió rápidamente, deseando regresar a casa.
—Gracias por acompañarme —dijo, intentando despedirse con amabilidad, pero dejando en claro que no necesitaba más ayuda.
—No hay problema. Es bueno conocer a los vecinos —respondió Diego, con esa sonrisa que empezaba a resultarle demasiado habitual.
Mientras volvían al edificio, Amatista caminó un paso por delante, marcando inconscientemente la distancia. Diego no insistió en mantener la conversación, pero su mirada parecía analizar cada detalle.
Cuando finalmente llegaron, Amatista se dirigió directamente a su puerta.
—Gracias otra vez, Diego. Nos vemos —dijo, intentando sonar casual.
—Claro, Amatista. Hasta luego —respondió él, entrando en su departamento mientras ella cerraba la puerta tras de sí.
Una vez dentro, Amatista dejó escapar un suspiro profundo. Algo en ese hombre no le cuadraba, pero decidió no darle más vueltas. Sin embargo, en el fondo, sabía que debía mantenerse alerta.
Amatista caminó lentamente hacia la ventana de su departamento, observando la ciudad a través del vidrio. El día seguía su curso sin que nada importante ocurriera, pero en su interior había una constante inquietud. Diego, su nuevo vecino, aún rondaba en sus pensamientos. Algo en su actitud había desencadenado una pequeña alarma dentro de ella, pero lo dejó de lado por el momento. Había demasiadas cosas en su mente, demasiadas decisiones por tomar.
De repente, el sonido de su teléfono la sacó de sus pensamientos. Un mensaje. Era de Roque. Lo abrió rápidamente, sintiendo una ligera sensación de alivio al leer las palabras familiares.
"Amatista, más tarde voy a verte. Necesito hablar contigo sobre la investigación. No te preocupes, todo sigue bajo control. Nos vemos pronto."
Amatista cerró los ojos por un momento, agradecida de saber que Roque estaba vigilante de la situación. La investigación avanzaba, y aunque las cosas seguían siendo inciertas, al menos podía confiar en que no estaba sola.
Con una ligera sonrisa en los labios, comenzó a teclear su respuesta.
"Perfecto, Roque. Te espero más tarde. Cuídate mucho."
Al enviar el mensaje, suspiró profundamente. Sabía que debía mantenerse alerta y cuidarse, pero no podía evitar preguntarse cuánto más duraría esta incertidumbre. Cada paso que daba la acercaba más a algo peligroso, y aunque no quería admitirlo, cada vez sentía que el peligro la acechaba más cerca.
Mientras tanto, en el departamento de Diego, el ambiente era completamente diferente. La habitación estaba en silencio, excepto por el sonido del suave zumbido del ventilador en la esquina. Diego estaba sentado en su escritorio, con la pantalla de su teléfono frente a él. La foto que había tomado de Amatista aún brillaba en la pantalla, capturando una instantánea de su rostro, su figura y, sobre todo, su expresión de serenidad, que ahora parecía tan lejana en su mente.
No pudo evitar sonreír mientras observaba la imagen. Había algo en ella que lo cautivaba, algo más allá de la simple belleza. Era la delicadeza de su postura, la forma en que parecía ignorar la tensión a su alrededor. Aunque apenas la conocía, algo en esa imagen le decía que había mucho más en ella de lo que mostraba a simple vista.
Pero Diego no se dejó llevar por esos pensamientos. Su mente era un tablero de ajedrez, y Amatista, aunque intrigante, era solo una pieza más en su juego. La imagen que había capturado no era para él; era para Enzo Bourth. Y era su jugada inicial.
Con calma, Diego deslizó el dedo sobre la pantalla de su teléfono, eligiendo cuidadosamente el contacto al que iba a enviar la foto. No era una persona cualquiera. Este contacto sabía lo que hacía, y Diego confiaba en que sería discreto.
Escribió rápidamente un mensaje:
"Mándale esta foto a Enzo Bourth esta noche. Acompáñala con un mensaje: 'Tu gatita anda suelta'. No te olvides de que tiene que ser exactamente a la hora indicada."
Una vez envió el mensaje, se reclinó en su silla y dejó escapar una pequeña risa. La jugada estaba en marcha. Amatista, sin saberlo, ya formaba parte del tablero de un juego mucho más grande. Y Enzo Bourth, su obsesión, pronto recibiría la primera pieza del rompecabezas.
Diego observó la foto nuevamente, admirando la imagen de la mujer que había capturado en un instante fugaz. No era solo un juego de poder. Era una oportunidad. Y él estaba dispuesto a jugar todas sus cartas para obtener lo que quería.
A pesar de su frialdad, no podía evitar pensar en la belleza de Amatista, en la forma en que se movía, en su mirada que siempre parecía estar evaluando algo más grande, algo más peligroso. Pero Diego no se dejaría llevar por eso. En su mente, no había lugar para la debilidad. El objetivo estaba claro: manipular a Enzo y, de paso, disfrutar del poder que podía ejercer sobre él.
Se recostó en su silla, mirando el techo, mientras las imágenes de los próximos pasos de su plan comenzaban a formarse en su mente. La foto de Amatista sería solo el primer movimiento. Después vendrían otros, más sutiles, más precisos.
Amatista terminó de repasar algunos de los diseños que había trabajado durante el día, dejando los bocetos sobre la mesa con un suspiro. La tarde estaba cayendo, y la tenue luz que entraba por las ventanas le daba un aire sereno al departamento. Miró el reloj: Roque debía llegar en cualquier momento.
Cuando sonó el timbre, se apresuró a abrir la puerta. Allí estaba él, con una leve sonrisa y su habitual aire tranquilo.
—¿Cómo estás? —preguntó Roque mientras ella lo invitaba a pasar.
—Bien, dentro de lo que cabe. ¿Tú? —respondió Amatista, cerrando la puerta tras ellos.
Se saludaron con un breve abrazo antes de que Roque se acomodara en una de las sillas cercanas a la mesa.
—Hablé con Santino, el padre de Albertina —comenzó él sin rodeos, apoyando los codos sobre sus rodillas. —Me confirmó que ella está recluida en una mansión, recibiendo atención psicológica. Es imposible que haya estado involucrada en el ataque.
Amatista asintió, aliviada en parte, aunque la falta de avances claros seguía pesando en su mente. Antes de que pudiera expresar su preocupación, Roque continuó.
—También hablé con el hombre al que le pagaron para modificar las fotos. No reconoció a Albertina, lo cual confirma que solo hicieron un montaje. Pero le pedí algo más: que describiera a la mujer que lo contrató.
—¿Y? —preguntó Amatista, ansiosa.
—La descripción encaja con Isis. —Roque hizo una pausa, observando la reacción de Amatista.
Ella frunció el ceño, procesando la información.
—Sabía que me odiaba, pero... ¿qué ganaría con esto? —murmuró, más para sí misma que para Roque.
—Isis fue quien presionó a Enzo para que se casara con Rita —explicó Roque—. Incluso creo que las escenas de la familia de Rita en la mansión fueron montadas por ellas. Todo estaba planeado para separarte de Enzo. Lo que no esperaban era que ustedes se reconciliaran.
Amatista pensó en lo abrupto que había sido todo: la llegada de Rita, la intromisión de Isis, y cómo ambas parecían haber trabajado juntas desde el principio.
—¿Y qué pasó después? —preguntó, aún tratando de encajar las piezas.
—Cuando Enzo encontró a Isis y a Rita probándose tu ropa, las insultó y se negó a darles nada tuyo. Isis insistía en que debía olvidarte, que eras una traidora, pero Enzo no cedió. —Roque se encogió de hombros. —Ahora trata a Rita con desprecio, y a Isis la echó en cuanto perdió la paciencia.
Amatista asintió, comprendiendo el panorama.
—Entonces... ninguno de los dos tiene acceso a la mansión ahora —murmuró.
—No, pero nosotros podemos usar a Mariel. —La declaración de Roque sorprendió a Amatista. —Los micrófonos que se instalaron en la mansión tras lo de Martina Ruffo siguen ahí. Solo necesitamos una copia de las grabaciones del disco duro para encontrar pruebas.
Amatista se quedó en silencio, pensando en el plan. Si lograban acceder a esas grabaciones, podrían desentrañar la verdad detrás de las conspiraciones de Isis y Rita. Pero también sabían que el riesgo era alto.
—De acuerdo —dijo finalmente, con un destello de determinación en la mirada—. Hagámoslo.
Roque asintió, y la conversación dio paso a los detalles del siguiente movimiento. Ambos sabían que cada paso debía ser calculado con precisión. La verdad estaba cerca, pero el peligro también.