Capítulo 16 El peso de la culpa
El bar estaba vacío, salvo por los cinco hombres que permanecían en su interior. Las luces tenues y el aroma a madera vieja creaban una atmósfera sofocante. Enzo, sentado en un rincón apartado, bebía sin pausa, su mano aferrada al vaso como si fuera lo único que lo anclaba al mundo. Emilio, Massimo, Mateo y Paolo lo observaban desde la barra, intercambiando miradas de preocupación. No era común ver al imponente Enzo Bourth en ese estado: ausente, derrotado, consumido por algo que parecía más que simple frustración.
La escena era desconcertante. Enzo, quien solía proyectar una imagen de control y autoridad implacable, ahora se encontraba desmoronado frente a ellos, refugiándose en la bebida. Los intentos de los hombres por acercarse y preguntarle qué sucedía fueron recibidos con silencio o con evasivas cortantes. Cada respuesta o falta de ella alimentaba aún más su desconcierto.
—Déjenme en paz —murmuró Enzo en algún momento, sin levantar la mirada del vaso.
Las horas avanzaban, y el peso del alcohol comenzaba a cobrar factura. Las líneas de su rostro, usualmente marcadas por la dureza, ahora parecían más profundas, esculpidas por el dolor. Una imagen invadía su mente con insistencia: la de Amatista, su “gatita”, llorando desconsolada. Cada vez que intentaba ahuyentarla, esta volvía con más fuerza, perforando su conciencia. Se recostó en el asiento, inclinando la cabeza hacia atrás, y en un desesperado intento por aliviar el dolor, comenzó a golpearse el pecho con la palma de la mano.
Los hombres lo miraban, inmóviles, sin saber cómo reaccionar. Massimo, siempre el más directo, frunció el ceño y comentó en voz baja:
—¿Es este el mismo Enzo que conocemos?
—No parece él —añadió Paolo, quien nunca había visto ni una grieta en la fachada del hombre al que ahora contemplaban.
Cuando Roque llegó, la escena lo tomó por sorpresa, aunque su expresión no lo delató. Acostumbrado a seguir órdenes sin cuestionar, asintió cuando Enzo, con la voz arrastrada por el alcohol, le pidió que lo llevara a la mansión del campo. Sin embargo, antes de salir, Enzo lo instó a sentarse junto a él.
El grupo se sumió en un silencio incómodo. Enzo, con un movimiento torpe, dirigió su mirada a Roque. Su tono de voz era casi inaudible, pero cargado de un peso que perforaba el aire:
—La lastimé, Roque... A mi gatita. Soy un idiota.
La confesión resonó en la sala como un disparo. Emilio y los demás intercambiaron miradas rápidas, intentando descifrar quién era esa "gatita" que podía doblegar de esa manera al temido Enzo Bourth. Roque, imperturbable, esperó pacientemente a que Enzo continuara. Cuando el hombre pareció quedarse sin palabras, Roque habló con calma:
—¿Y qué vas a hacer para reparar el daño?
Enzo lo miró con una mezcla de resignación y amargura. Después de un largo silencio, respondió:
—Lo que ella quiere... no puedo dárselo.
Sin más explicaciones, se levantó tambaleándose y ordenó que lo llevaran de inmediato. Ante un último intento de Roque por disuadirlo, recordándole que Amatista no querría verlo en ese estado, Enzo soltó una risa seca, casi burlona.
—En este momento, ella no quiere verme de ninguna forma. Pero tú haces lo que te digo, ¿verdad?
Roque no respondió, simplemente lo ayudó a salir. Mientras los dos se dirigían al auto, Emilio, Massimo, Mateo y Paolo permanecieron en la sala. La curiosidad los carcomía. Paolo fue el primero en hablar:
—¿Quién demonios es "gatita"?
—No tengo idea, pero parece que es importante para él —respondió Emilio, todavía incrédulo por lo que acababan de presenciar.
—Más que importante, diría que es su punto débil —apuntó Massimo, y el comentario quedó suspendido en el aire.
Mientras tanto, en el auto, Roque conducía en silencio hacia la mansión del campo. Desde el asiento trasero, Enzo mantenía la mirada fija en la ventana, aunque sus ojos no enfocaban nada en particular. En un momento, el silencio fue interrumpido por un sonido apenas perceptible: un sollozo. Roque, acostumbrado a la vulnerabilidad de Enzo cuando se trataba de Amatista, notó el reflejo de las lágrimas en el cristal del auto. No dijo nada, respetando el momento, pero aquella escena lo dejó marcado.
Al llegar a la mansión, el ambiente estaba envuelto en un silencio absoluto. Las luces estaban apagadas, y todo parecía dormido, excepto Amatista, que se despertó al escuchar el auto. Bajó al comedor con cautela, solo para encontrarse con la figura de Enzo tambaleándose entre los brazos de Roque. Su rostro mostró una mezcla de sorpresa y enfado, pero rápidamente se acercó para ayudar a Roque a cargar con el peso del hombre.
—Vamos, ayúdame a llevarlo a la habitación —dijo Roque, casi sin aliento.
Amatista asintió, aunque por dentro sentía que lo hacía más por aliviar la carga de Roque que por compasión hacia Enzo. Al llegar a la habitación, colocaron a Enzo en la cama con cuidado. Roque, preocupado, preguntó:
—¿Debo quedarme?
—No te preocupes, yo me encargo. Pero sería mejor que te quedaras en el primer piso, por si acaso —respondió Amatista con firmeza.
Roque obedeció y bajó, dejando a ambos a solas. Amatista, aunque seguía molesta, no pudo evitar sentir un pinchazo de lástima al ver a Enzo en ese estado. Con gestos precisos, le quitó los zapatos y la camisa, tratando de acomodarlo para que pudiera dormir con más comodidad. Mientras lo hacía, sus pensamientos se arremolinaban. Las palabras que había dicho horas antes volvían a su mente. Sabía que lo habían herido, pero también estaba convencida de que no se había equivocado al decirlas.
Enzo, sumido en un estado entre el sueño y la consciencia, murmuró algo. Amatista se inclinó para escucharlo mejor.
—Lo siento... gatita...
La voz era apenas un susurro, pero el peso de las palabras cayó sobre Amatista como una avalancha. Retrocedió, sintiendo una mezcla de confusión y rabia. Sabía que Enzo no era perfecto, que su relación estaba lejos de ser convencional, pero jamás lo había visto tan vulnerable.
Se sentó en una silla cercana, observándolo mientras dormía. Cada rasgo de su rostro parecía relajado, en paz, pero Amatista sabía que por dentro estaba roto. Pasaron minutos, quizás horas, hasta que el cansancio comenzó a apoderarse de ella. Antes de quedarse dormida, una única pregunta se repetía en su mente: ¿Por qué él no puede simplemente escucharme?
Abajo, Roque permanecía alerta, aunque sabía que esa noche no sería llamado. En su mente, las imágenes de la pareja que había jurado proteger se mezclaban con un único pensamiento: Esto no va a terminar bien si ninguno de los dos cede.
La noche avanzaba, y con ella, el peso de las emociones que cada uno cargaba en silencio.
El silencio dominaba la mansión del campo, roto únicamente por el ocasional susurro del viento contra las ventanas. Roque subió las escaleras con pasos cautelosos, asegurándose de no hacer ruido mientras se aproximaba a la habitación de Enzo. Su jefe era un hombre imponente, de voluntad férrea y carácter inquebrantable, pero aquella noche había mostrado una vulnerabilidad que lo preocupaba profundamente.
Al abrir la puerta con delicadeza, se encontró con un cuadro que lo hizo detenerse. Amatista estaba sentada en una silla junto a la cama, su cabeza descansaba sobre sus brazos cruzados en el borde del colchón, profundamente dormida. Sus rizos oscuros caían desordenadamente, y su expresión serena contrastaba con la tensión que debía haber sentido horas antes. Roque, con su habitual discreción, se acercó solo lo suficiente para comprobar que Enzo seguía durmiendo. Al moverse, el leve crujir del suelo despertó a Amatista.
Parpadeó un par de veces antes de enfocar su mirada en él. Sus ojos, aunque aún algo somnolientos, destellaban una mezcla de sorpresa y cansancio. Roque se inclinó ligeramente.
—Lamento despertarte, señorita —murmuró.
Amatista negó con la cabeza mientras se incorporaba lentamente.
—No te preocupes, ya debía despertar. ¿Te gustaría tomar un café? —preguntó, su voz suave pero cargada de una fatiga emocional evidente.
Roque dudó por un momento, pero asintió. Sabía que algo más que el cansancio la aquejaba, y quizás ella necesitaba hablar.
En el comedor, Amatista encendió la cafetera mientras Roque tomaba asiento. La madera de la mesa parecía más oscura bajo la luz tenue de la madrugada, y el ambiente era extrañamente acogedor a pesar de la tensión. Cuando el café estuvo listo, ella colocó dos tazas sobre la mesa y se sentó frente a él.
Durante unos minutos, ninguno habló. El silencio se alargó, pero no era incómodo. Finalmente, fue Roque quien rompió el mutismo, con su curiosidad picándole la lengua.
—Señorita, si me permite... ¿qué sucedió?
Amatista suspiró, llevando sus manos alrededor de la taza caliente como si buscara consuelo en el calor.
—Discutimos —admitió finalmente, su mirada fija en el líquido oscuro. Tomó un sorbo antes de continuar—. Enzo me dijo algo que me destrozó. Me confesó que nunca me dejaría salir de esta mansión.
Roque no interrumpió, dejando que las palabras fluyeran.
—Le dije que esperaba que, algún día, pudiéramos volver a la mansión Bourth. Que quería casarme con él, tener hijos, formar una familia... Pero él volvió a repetir que eso no era posible, que no saldríamos de aquí hasta que las cosas fueran seguras.
El tono de Amatista oscilaba entre el dolor y la frustración. Sus ojos brillaban con una mezcla de rabia contenida y tristeza.
—Luego me sorprendió acercándose. Me dijo que él también deseaba formar una familia conmigo. Fue... inesperado. Lo miré, Roque. Por un momento, quise creer que todo podría cambiar. Pero le respondí algo que sé que lo hirió: le dije que no tendría hijos para criarlos en cautiverio.
La sala quedó en silencio por unos segundos tras esa confesión.
—Enzo no lo tomó bien. Se enfureció, no dijo ni una palabra más y se marchó.
Roque asintió lentamente, procesando las palabras de Amatista. Él conocía el mundo de Enzo, el peligro inherente que acechaba en cada esquina. También sabía cuánto significaba ella para su jefe. Había algo profundamente humano en el conflicto que ambos enfrentaban.
—Señorita, entiendo lo que siente —empezó, su tono calmado pero firme—. Pero debe saber algo: en el mundo de Enzo, el peligro no solo es una posibilidad, es una certeza.
Amatista levantó la mirada, sorprendida por la seriedad de sus palabras.
—Los enemigos de Enzo no son como la gente común. En su mundo, atacar lo que más valora es una forma de enviar un mensaje. Por eso la mantiene aquí, alejada de todo. No es que no confíe en usted, señorita. Es que no puede confiar en los demás.
Ella no respondió de inmediato. Sus dedos jugueteaban con el borde de la taza mientras procesaba las palabras de Roque.
—¿Entonces qué? ¿Debo resignarme? ¿Aceptar que esta será mi vida?
Roque respiró hondo, eligiendo sus palabras con cuidado.
—No se trata de resignación, señorita. Se trata de entender que, para Enzo, usted es lo más valioso que tiene. No se trata solo de amor; es su manera de proteger lo que más le importa.
Amatista apretó los labios. Aunque aún estaba molesta, no pudo evitar sentir que las palabras de Roque comenzaban a calar en su interior. Había algo en la forma en que lo decía, en la sinceridad de su voz, que la hacía replantearse su postura.
El reloj en la pared marcaba las tres de la mañana. El café había perdido su calor, pero ambos seguían sentados en silencio. Roque observaba a Amatista, viendo cómo luchaba internamente con sus pensamientos. Finalmente, ella suspiró.
—Sé que Enzo tiene miedo —murmuró—. Pero yo también tengo miedo, Roque. Miedo de que, al final, mi vida no sea mía.
El hombre asintió, pero no ofreció palabras vacías de consuelo. Sabía que era un dilema sin solución fácil.
—Le prometo que Enzo hará todo lo posible por protegerla —dijo al fin—. Solo necesita tiempo, señorita. Él está tratando de encontrar un equilibrio entre su amor por usted y el mundo en el que vive.
Amatista no respondió. Sus pensamientos volaban de regreso a la habitación de Enzo, al hombre que dormía profundamente después de una noche de excesos y emociones desbordadas. Aunque aún sentía la herida fresca de sus palabras y decisiones, también sabía que lo amaba. Era un amor complicado, a menudo doloroso, pero era suyo.
Finalmente, se levantó de la mesa, llevando las tazas vacías al fregadero.
—Gracias, Roque. Por escucharme y... por ser tan honesto.
Roque sonrió levemente, levantándose también.
—Siempre estaré aquí para lo que necesite, señorita.
Mientras subía las escaleras de regreso a la habitación, Amatista sintió que su corazón seguía dividido. No estaba lista para rendirse, pero tal vez, solo tal vez, era hora de ceder un poco. Por él. Por los dos.