Capítulo 32 La noche en la mansión bourth
Amatista descansaba en la habitación de Enzo, alejada del bullicio y la tensión que dominaba la mansión. Después del incidente en el campo, se había refugiado en la tranquilidad de esa habitación, que, aunque todavía le resultaba ajena, poco a poco comenzaba a sentirse más como un refugio. Enzo había insistido en que descansara, asegurándole que se encargaría de todo. Mientras él hablaba con sus socios, ella se permitió dejar de pensar en todo lo ocurrido, sumida en un estado de semi-relajación.
El ambiente en la mansión Bourth había cambiado. Aunque Enzo aún mantenía su control férreo, sobre todo, se notaba que algo en él había cambiado. Su relación con Amatista era más profunda, más intensa, y eso, aunque lo dejaba sin palabras, también lo llenaba de una mezcla de celos y deseo. La conexión entre ambos se fortalecía a medida que pasaban más tiempo juntos, pero aún quedaban muchos secretos por desvelar, y eso era algo que Enzo no estaba dispuesto a permitir que ella descubriera por su cuenta. Por ahora, prefería que estuviera a salvo, lejos de los juegos oscuros que él jugaba.
La tarde pasó lentamente, y la tranquilidad que se había apoderado de la habitación de Amatista se vio interrumpida cuando sus maletas llegaron. Enzo, con su habitual calma, se dirigió a Paula, una de las empleadas más jóvenes de la mansión, indicándole que acomodara las cosas de Amatista en su habitación, que ya no era la suya, sino la de ambos. El tono con el que pronunció esas palabras dejó claro que, aunque la mansión todavía era su territorio, él había marcado una diferencia. La habitación ahora no le pertenecía solo a él, sino que también era un espacio compartido, y ese pequeño gesto reflejaba cómo las cosas iban tomando una nueva forma en la vida de Amatista.
Mientras tanto, Roque, su hombre de confianza, llegó a la mansión. Fue directo al comedor donde Enzo se encontraba reunido con sus socios: Emilio, Mateo, Paolo y Massimo. El ambiente, aunque tenso, era aún cordial. La conversación giraba en torno a los últimos sucesos. Roque se acercó a Enzo, con una expresión seria, y le informó que hace unos días había visto a Sebastián junto a Marco, lo que podría indicar que él fue quien filtró la información sobre la mansión del campo.
Enzo, que hasta ese momento había permanecido impasible, frunció el ceño. Sabía que la traición estaba siempre al acecho, especialmente cuando se jugaban los intereses que él manejaba. Su voz resonó baja pero firme. —“Traedlo. Yo mismo le daré una lección.”—
Roque asintió, pero luego añadió una sorpresa: Sebastián estaba asignado a la guardia de la mansión del campo, y había muerto durante el ataque. Enzo no mostró sorpresa, pues ya había anticipado que los movimientos de la gente bajo su mando podían ser impredecibles. Sin embargo, la noticia no le era ajena. —“Entendido.”— Fue todo lo que dijo.
A continuación, Enzo se inclinó ligeramente hacia adelante, mirando a sus socios con frialdad en los ojos. —“Roque, hazle inteligencia a Daniel. Y también a los Sorni, por las dudas.”— La advertencia era clara: nadie podría esconderse. La lealtad se medía con sangre en su mundo, y aquellos que dudaran de él pagarían las consecuencias.
Una de las empleadas apareció en la puerta del comedor, anunciando que las habitaciones para los hombres estaban listas. Enzo la miró y le indicó que no era necesario preparar habitaciones para las mujeres, ya que ellas se quedarían junto a Daphne. Sus socios intercambiaron miradas, sabían que Enzo tomaba decisiones rápidas y definitivas, pero no se atrevían a cuestionarlo.
Mientras tanto, en la mansión Torner, Daniel y Marco discutían sobre lo ocurrido. La filtración había puesto en riesgo el golpe, y la mujer se les había escapado. Había pocas certezas en ese momento, pero lo que sí sabían era que, con Enzo Bourth involucrado, las cosas se complicaban. Daniel, siempre calculador, asintió a la propuesta de reforzar la seguridad. Sabía que Enzo no dejaría cabos sueltos.
La tarde terminó en la mansión Bourth, y la cena estaba siendo preparada por Mariel, la cocinera. Cuando Enzo recibió el aviso de que todo estaba listo, le indicó a Mariel que sirviera en unos 30 minutos, pero con una condición: no debía avisarle a Amatista. Él lo haría personalmente. Mariel levantó una ceja, sorprendida al saber que Amatista estaba allí, pero asintió sin hacer preguntas.
Enzo subió a su cuarto para avisarle a Amatista que la cena estaba lista. Pero al abrir la puerta, lo que vio lo sorprendió. Amatista estaba cambiándose. La figura de ella, su silueta en la luz tenue de la habitación, hizo que una oleada de deseo lo invadiera. Sus ojos recorrieron su cuerpo, pero antes de que pudiera reaccionar, se acercó con un paso firme y decidido. Sus manos la tomaron suavemente por la cintura, y la atrajo hacia él. Los besos fueron intensos, cargados de deseo. La química entre ellos era palpable, un fuego que solo necesitaba el más mínimo roce para encenderse.
Sin dejar de mirarla, Enzo la alzó con facilidad y, con un movimiento suave, la colocó en la cama. El deseo por ella era insoportable, y no podía contenerlo. Amatista, por su parte, correspondió al beso con la misma intensidad. El amor, la obsesión, la necesidad de estar el uno con el otro se fusionaban en esos momentos, creando una atmósfera tan cargada que parecía que todo el mundo exterior desaparecía.
Amatista, al sentir el calor de Enzo, no pudo evitar suspirar y acariciar su rostro con ternura. Se inclinó para besarlo nuevamente, pero fue él quien la detuvo ligeramente. —“Nos están esperando para cenar, gatita.”— Dijo con voz grave, aún sintiendo la necesidad de tenerla cerca. Luego, con un gesto lleno de dulzura, se levantó y le tendió la mano. Ella aceptó y se levantó de la cama. Antes de que se dirigieran hacia el comedor, Enzo la miró a los ojos con seriedad.
—“Quiero contarte algo antes de bajar.”— Dijo, mientras Amatista se sentaba en el borde de la cama, atenta a sus palabras.
Enzo tomó un respiro antes de hablar. —“El ataque de hoy… lo dio Daniel Torner, tu padre.”— Amatista se quedó en silencio por un momento, procesando las palabras de Enzo. El nombre de su padre resonaba en sus oídos, pero antes de que Enzo pudiera decir algo más, ella lo interrumpió.
—“Haz lo que quieras con él, amor. A mí no me importa.”— Dijo, mientras se inclinaba hacia él para darle un suave beso en los labios. La indiferencia en su voz sorprendió a Enzo, pero también lo alivió. Ella no estaba allí para tomar partido en su guerra, lo único que le importaba era él. Y eso, de alguna manera, le daba paz.
—“Solo me importas tú, Enzo.”— Amatista susurró, abrazándolo suavemente.
Con esas palabras resonando en su mente, Enzo asintió y, de la mano de Amatista, bajaron al comedor, donde sus socios ya los esperaban.
La mesa se llenaba de risas, comentarios y el sonido metálico de los cubiertos rozando los platos. Enzo estaba sentado a la cabecera, con Amatista a su lado, rodeados por sus leales socios: Massimo, Mateo, Paolo y Emilio. Más alejadas, Daphne, Catalina y Lara mantenían un aire distante, especialmente Daphne, quien miraba a Amatista con evidente disgusto. La tensión entre ambas no pasaba desapercibida, pero el resto prefería ignorarla, sumergiéndose en la cálida atmósfera que Enzo y Amatista compartían.
Mariel se acercó con elegancia, colocando los platos frente a cada comensal. Al llegar a Amatista, su mirada se detuvo por unos segundos, y un destello de nostalgia cubrió su rostro.
—Eres igual a Isabel —comentó la mujer con un hilo de voz, sin darse cuenta del impacto de sus palabras.
Amatista rio con nerviosismo, aunque por dentro un vacío familiar se hizo presente. Ella no recordaba a su madre, y ese comentario removió en su interior preguntas nunca resueltas.
—Mariel —interrumpió Enzo con firmeza, tomando la mano de Amatista bajo la mesa—, por favor, sirve la comida sin comentarios innecesarios.
La tensión se hizo palpable. Amatista presionó suavemente la mano de Enzo, en un gesto que buscaba calmar la situación. Cuando Mariel se retiró, ella alzó la vista hacia él con un brillo de ternura mezclado con reproche.
—Amor, no seas tan duro con ella. Solo hizo un comentario —susurró, su voz llena de dulzura.
Los socios soltaron una carcajada colectiva.
—¡Vaya! Parece que alguien tiene el poder de retar al gran Enzo Bourth —bromeó Paolo, guiñándole un ojo a Amatista.
—¿Quién lo diría? Nuestra "gatita" domando al lobo —añadió Mateo, riendo a carcajadas.
Enzo sonrió de lado, negando con la cabeza, mientras mantenía su mano entrelazada con la de Amatista.
—No la estoy domando. Es solo que alguien tiene que ponerle límites de vez en cuando —replicó Amatista, elevando la barbilla en un acto de falsa valentía que desató otra ronda de risas.
Mateo, con la curiosidad chispeando en sus ojos, alzó una ceja y lanzó una pregunta al aire:
—A ver, ¿cómo empezó todo esto? ¿Cuándo te diste cuenta de que estabas enamorado de ella, Enzo?
Enzo miró a Amatista con una sonrisa que mezclaba cariño y picardía.
—Desde que llegó a la mansión —respondió con naturalidad.
Emilio, que no dejaba pasar una oportunidad para provocar, preguntó mientras trataba de contener la risa:
—¿Y cuántos años tenía Amatista cuando "llegó a la mansión"?
Amatista, que ya anticipaba las burlas, se cubrió el rostro con las manos antes de contestar con un tono avergonzado:
—Dos años.
Las carcajadas resonaron en toda la mesa, excepto en el rincón de Daphne, Catalina y Lara, quienes permanecían en un incómodo silencio.
—¡Dos años! —exclamó Paolo entre risas—. ¡Eso sí que es amor a primera vista, jefe!
—Más que amor, parece obsesión —añadió Massimo, golpeando la mesa con la palma de la mano por la risa.
Enzo se limitó a sonreír, apoyándose en el respaldo de su silla como si las bromas no lo afectaran. Mientras tanto, Amatista seguía ocultando su rostro, aunque una pequeña sonrisa se asomaba entre sus dedos.
Cuando las risas empezaron a calmarse, Mateo retomó la conversación con otra pregunta:
—Entonces, ¿de dónde viene eso de "gatita"?
Amatista levantó la mirada, su expresión ahora serena. Sabía que la historia era inevitable, y aunque tenía tintes tristes, también traía recuerdos cálidos.
—Fue cuando tenía cuatro años —comenzó con voz tranquila—. Mi madre se había... suicidado. Aunque en ese momento yo no entendía muy bien qué pasaba.
El ambiente en la mesa se tornó más solemne, y las risas cesaron por completo. Incluso Daphne pareció momentáneamente conmovida.
—El día que cumplí cinco años, estaba muy triste porque mi mamá no estaba. No pude parar de llorar en todo el día. Enzo, que tenía siete años, me dijo que daríamos un paseo para distraernos.
Amatista hizo una pausa, recordando aquellos momentos.
—En medio del camino encontramos un gatito herido. Yo insistí en buscar a su madre, pero no la encontramos.
—¿Y qué hiciste, jefe? —preguntó Paolo, claramente interesado.
Enzo sonrió con ternura, sus ojos clavados en Amatista.
—Le sugerí que lo lleváramos a la mansión para cuidarlo.
—Mientras caminábamos de regreso, yo estaba triste por el gatito —continuó Amatista—. Recuerdo que le dije a Enzo que ambos estábamos sin mamá y que no teníamos a nadie que nos cuidara. Entonces él me prometió algo...
Amatista giró su rostro hacia Enzo, quien le devolvió una mirada cómplice.
—Me prometió que siempre sería su "gatita" y que él se encargaría de cuidarme.
La mesa estalló en una mezcla de risas y comentarios emotivos.
—¡Así que todo viene de un gatito herido! —exclamó Emilio, llevándose una mano al pecho como si fuera el descubrimiento del siglo.
—Y el lobo adoptó a la gatita —bromeó Mateo, alzando su copa en señal de brindis.
Enzo, manteniendo su actitud despreocupada, aprovechó el momento para añadir algo más:
—Tres años después de eso, cuando tenía diez, insistí a mi padre para que nos casara.
El silencio inicial fue reemplazado por una explosión de risas y burlas.
—¡Diez años! —gritó Paolo, golpeando la mesa con ambas manos—. Esto mejora cada vez más.
—¿Y lo consiguió? —preguntó Massimo entre carcajadas.
Amatista levantó una mano, pidiendo la palabra mientras una sonrisa divertida cruzaba su rostro.
—No es lo peor. Lo peor es que lo convenció a él, pero a mí no me preguntaron nada.
Las risas se intensificaron, y Amatista continuó con el relato:
—De un momento a otro, estaba caminando hacia un altar improvisado de la mano de Roque, vestida con un vestido de comunión que simulaba ser de boda.
—¡Eso es lo más Enzo que he escuchado en mi vida! —exclamó Emilio, señalando a su jefe con el tenedor.
—¡La pobre gatita sin escapatoria! —añadió Paolo, limpiándose las lágrimas de tanto reír.
Enzo se encogió de hombros con una media sonrisa, mirando a Amatista con evidente orgullo.
—Nunca he roto una promesa.
Amatista lo miró, y sus ojos se encontraron en un momento que, a pesar de las risas alrededor, quedó cargado de significado.
—Y nunca lo harás —respondió ella con suavidad.
Mientras las conversaciones y las bromas continuaban, la calidez entre Enzo y Amatista llenaba el ambiente, dejando claro que, aunque el pasado estuviera lleno de peculiaridades, su conexión era inquebrantable.