Capítulo 39 La tentación en el camino a casa
La atmósfera en el interior del auto era tranquila, pero cargada de esa complicidad silenciosa que solo compartían Enzo y Amatista. El motor rugía suavemente mientras el vehículo avanzaba hacia la imponente mansión Bourth, su refugio lejos del mundo. La noche cubría el camino, y las luces de la ciudad comenzaban a difuminarse a medida que se acercaban a la privacidad de la mansion
El conductor, uno de los hombres de confianza de Enzo, mantenía la mirada fija en la carretera. Enzo había bebido un par de copas en el club, lo suficiente para decidir dejar el volante en manos de otro. Por otro lado, Amatista no sabía conducir, un detalle que él siempre había prometido corregir pero que, en el fondo, disfrutaba. La idea de que ella dependiera de él para esas cosas le resultaba casi reconfortante.
Amatista, recostada contra el asiento trasero, comenzó a reír suavemente. Su risa era melódica, un sonido que siempre captaba la atención de Enzo.
—¿De qué te ríes, gatita? —preguntó él, arqueando una ceja mientras la miraba con curiosidad.
Amatista se giró hacia él, sus ojos brillando con picardía.
—De la cara de Maximiliano cuando le advertiste que era mejor que el compromiso con los Torner no se llevara a cabo —dijo, sin poder contener otra carcajada.
Enzo relajó sus hombros y dejó escapar una sonrisa, recordando el momento.
—Ese idiota —murmuró, con un destello de satisfacción en sus ojos oscuros—. Jamás dejaría que alguien intentara quitarme a mi gatita.
Amatista se inclinó hacia él, acortando la distancia entre ambos. Había algo en su mirada, una mezcla de adoración y desafío, que siempre lograba desarmarlo. Con una agilidad natural, se acomodó sobre su regazo, entrelazando sus brazos alrededor de su cuello.
—Eres muy sexy cuando te pones territorial, amor —le susurró al oído, dejando que sus labios rozaran su piel antes de buscar los suyos en un beso profundo.
Enzo no pudo resistirse. Había estado cargando con la tensión de las miradas y los comentarios en el club, y sentir a Amatista tan cerca era una tentación imposible de ignorar. Sus manos encontraron su cintura, acariciando la piel expuesta bajo su remera de mangas cortas.
El beso se intensificó, y sus manos exploraron con mayor confianza. Una de ellas descendió, posándose en la parte baja de su espalda, mientras la otra subía ligeramente bajo la pollera corta que llevaba puesta. La cercanía era intoxicante, el deseo tangible entre ambos.
Enzo se separó apenas un momento, girando su rostro hacia el frente.
—No se te ocurra mirar hacia atrás, ¿entendido? —ordenó al conductor con firmeza, aunque su voz estaba teñida de una ligera aspereza, como si estuviera conteniendo algo.
—Sí, señor —respondió el hombre, con la mirada fija en el camino y un leve temblor en la voz.
Enzo volvió su atención a Amatista, que lo observaba con una sonrisa traviesa.
—Hueles a galletitas —le susurró, inclinándose hacia su cuello. Sus labios encontraron su piel, besándola con lentitud antes de atraparla en otro beso apasionado.
Sus manos no permanecieron quietas. Una de ellas, que antes descansaba en su cintura, subió hasta su pecho, deslizándose con cuidado bajo la tela de su remera. Amatista dejó escapar un suspiro, entrelazando sus dedos en el cabello oscuro de Enzo. Con un leve tirón, inclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a besar su cuello, dejando pequeños mordiscos que sabía que lo volvían loco.
Él dejó escapar un leve gruñido, un sonido grave y profundo que era una mezcla de deseo y frustración contenida. La miró, sus ojos brillando con una intensidad casi peligrosa.
—Gatita, si no paras ahora, no voy a poder esperar hasta llegar a casa.
Amatista rió suavemente, un sonido que era a la vez inocente y provocador. Finalmente, decidió descender de su regazo, acomodándose a su lado en el asiento. Su expresión era de satisfacción pura, especialmente al notar la reacción evidente de Enzo en su entrepierna.
Enzo se pasó una mano por el cabello, intentando recuperar la compostura mientras la miraba de reojo.
—Sabes exactamente lo que haces, ¿verdad? —le dijo con una mezcla de exasperación y admiración.
Amatista apoyó su cabeza en su hombro, mirándolo con una dulzura que contrastaba con el fuego que había encendido minutos antes.
La entrada a la mansión Bourth se alzó majestuosa ante ellos, iluminada por los faroles que flanqueaban las enormes puertas de hierro. El auto se detuvo suavemente frente a la escalera principal, y el conductor se apresuró a abrirles la puerta. Enzo salió primero, acomodándose la camisa polo blanca que llevaba algo desordenada tras el intenso trayecto. Extendió la mano para ayudar a Amatista a salir del vehículo, y ella aceptó con una sonrisa pícara.
La noche era fresca, y la suave brisa acarició la piel descubierta de Amatista mientras ambos subían los escalones de piedra que llevaban a la entrada principal. La enorme puerta de madera se abrió con un leve chirrido, y el silencio del interior de la mansión los envolvió de inmediato, roto solo por el eco de sus pasos en el mármol pulido.
Mientras ascendían por la gran escalera que conducía a su habitación, Amatista se detuvo en el último peldaño, girándose hacia Enzo. Una luz juguetona brillaba en sus ojos, y sus labios se entreabrieron, lista para proponer algo.
—Amor, ¿te gustaría que tomáramos un bañ...
No pudo terminar la frase. Enzo, con un destello feroz en sus ojos, no dejó que hablara más. En un movimiento rápido y decidido, la tomó en brazos, levantándola con una facilidad que siempre lograba sorprenderla.
—Gatita, ni siquiera sé cómo puedes pensar en eso ahora —murmuró con voz grave, acercando su rostro al de ella mientras comenzaba a caminar hacia su habitación.
Amatista se aferró a su cuello, riendo suavemente. Pero el tono de su risa cambió cuando vio la expresión de Enzo: una mezcla de deseo contenido y determinación que le aceleró el corazón.
En cuanto cruzaron la puerta del dormitorio, Enzo la dejó caer suavemente sobre la cama, pero la delicadeza terminó allí. Con una rapidez que dejaba clara su urgencia, se inclinó sobre ella, atrapándola con un beso que fue todo menos gentil. Sus labios se encontraron con hambre, explorándose con desesperación mientras las manos de Enzo recorrían el cuerpo de Amatista.
Sus dedos se deslizaron por su cintura descubierta, subiendo lentamente por debajo de su remera. Enzo la quitó con un solo movimiento, dejando al descubierto la piel suave que tanto adoraba. Amatista, sin quedarse atrás, deslizó las manos por el pecho de Enzo, acariciando su polo blanco hasta que lo levantó, ansiosa por quitárselo.
Los músculos tensos de su torso quedaron expuestos, y Amatista no pudo evitar dejar pequeños besos que pronto se convirtieron en mordiscos suaves. Enzo dejó escapar un gemido bajo, inclinándose sobre ella para recuperar el control. Su boca se deslizó por su cuello, dejando un rastro de besos y marcas que sabía que ella no ocultaría al día siguiente.
Amatista arqueó la espalda, entregándose completamente mientras sus uñas se clavaban en la piel de Enzo, dejando líneas rojizas que él aceptó como trofeos de aquella pasión desenfrenada. Sus manos exploraron cada centímetro de su cuerpo, y ella respondió con la misma intensidad, mordiendo su hombro con suficiente fuerza para dejar una marca que ambos sabían que quedaría.
El primer encuentro fue un torbellino, una explosión de emociones y deseos reprimidos durante todo el día. Pero cuando finalmente quedaron tendidos, respirando agitadamente, ninguno de los dos estaba listo para detenerse.
—Gatita —murmuró Enzo, inclinándose hacia su oído mientras acariciaba su rostro con suavidad, un marcado contraste con la intensidad de los momentos anteriores—, no he terminado contigo.
Amatista sonrió, entrecerrando los ojos mientras deslizaba sus dedos por su cabello desordenado.
—Entonces no lo hagas, amor.
Y así continuaron, dejando que la noche los consumiera. Los encuentros se sucedieron uno tras otro, cada vez más apasionados, más intensos. La cama crujía bajo ellos mientras el cuarto se llenaba con sus suspiros y gemidos. Amatista volvió a marcarlo con mordidas en el cuello y los hombros, mientras Enzo respondía dejando su propia colección de chupones en su piel.
Las sábanas terminaron revueltas en el suelo, y el aire estaba cargado de un calor que no tenía nada que ver con el clima exterior. Ambos estaban completamente entregados, olvidando el tiempo y el lugar.
Cuando la madrugada finalmente comenzó a dar paso al amanecer, los dos quedaron tendidos, exhaustos pero satisfechos. Amatista descansaba sobre el pecho de Enzo, trazando con los dedos pequeños círculos en su piel mientras sentía el ritmo constante de su respiración.
Enzo besó su cabello, envolviéndola en un abrazo que la hacía sentir segura, protegida, y completamente suya.
La luz del amanecer se filtró tímidamente a través de las cortinas, iluminando el caos que habían dejado en la habitación. Pero para ellos, en ese momento, el mundo exterior no existía. Solo estaban ellos, rendidos al amor que los consumía y los definía.
La luz del mediodía se filtraba a través de las cortinas pesadas, llenando la habitación con un brillo cálido y dorado. Amatista y Enzo seguían profundamente dormidos, sus cuerpos entrelazados sobre las sábanas desordenadas. El mundo exterior había quedado relegado al olvido después de la intensidad de la noche anterior.
El celular de Enzo rompió el silencio con su insistente tono, vibrando sobre la mesita de noche de madera. Ese sonido, constante y molesto, finalmente logró sacarlo de su profundo sueño. Abrió los ojos lentamente, notando la familiar sensación del cabello de Amatista enredado en su pecho. Ella ni siquiera se inmutó, refugiándose aún más en el calor de su cuerpo.
—Apágalo... —murmuró Amatista, con la voz cargada de sueño, sin siquiera levantar la cabeza.
Enzo alargó un brazo hacia el teléfono, parpadeando para despejarse. Su voz era grave y somnolienta cuando contestó:
—¿Qué?
—¿Enzo? —la voz de Massimo sonó al otro lado de la línea, claramente sorprendida—. ¿Sigues en la cama?
Enzo pasó una mano por su rostro, intentando despertar mientras su otra mano descansaba automáticamente en la espalda desnuda de Amatista, acariciándola distraídamente.
—¿Qué pasa, Massimo? —respondió, tratando de ocultar la pesadez en su tono.
—Estamos en el club. Samuel ya llegó, y estamos listos para discutir los detalles del terreno. Dijiste que estarías aquí.
Enzo cerró los ojos por un momento, maldiciendo internamente al recordar el compromiso.
—Empiecen ustedes con las indicaciones. Llegaré en unos minutos —contestó con autoridad antes de colgar sin esperar respuesta.
Amatista alzó la cabeza, sus ojos todavía medio cerrados mientras lo miraba con una mezcla de curiosidad y sueño.
—¿Te tienes que ir? —preguntó en un susurro, como si esperara que la respuesta fuera negativa.
Enzo dejó el teléfono a un lado, apoyándose en el cabecero mientras la observaba.
—Sí, gatita, tengo que ir al club —respondió, dejando un beso en su frente antes de comenzar a incorporarse.
Ella lo miró, perezosa pero juguetona.
—¿Quieres que vaya contigo?
Enzo levantó una ceja, divertido por la pregunta.
—¿Estás segura? Porque yo creo que necesitas más descanso.
Amatista escondió la cara entre las sábanas y murmuró:
—Estoy agotada, amor. Mejor me quedo aquí.
Enzo soltó una carcajada baja y se inclinó para besarla una vez más.
—Eso pensé. Eres tan perezosa como hermosa.
Ella sonrió, cerrando los ojos de nuevo mientras él se levantaba de la cama. Enzo caminó hacia el vestidor, buscando algo más cómodo, pero igualmente elegante. Eligió unos pantalones oscuros bien ajustados y una camisa azul claro, dejando el primer botón desabrochado para un toque más relajado. Se colocó el reloj y se peinó rápidamente con los dedos antes de regresar al dormitorio.
Amatista apenas levantó la cabeza cuando lo vio ya vestido.
—Te ves bien, pero prefiero cómo te ves sin nada.
—Lo tendré en cuenta para la próxima reunión —bromeó él mientras se inclinaba sobre ella para darle un último beso.
Antes de salir, le acarició la mejilla y agregó con una sonrisa que mezclaba ternura y picardía:
—Como te portaste tan bien, te traeré galletas.
Ella rió suavemente, acomodándose entre las almohadas, y volvió a cerrar los ojos mientras él salía de la habitación, dejando un aire de calidez y satisfacción tras de sí.
El aire fresco del campo de golf acariciaba las pieles de los hombres mientras Massimo se alejaba ligeramente del grupo, su mirada aún fija en el teléfono. Colgó la llamada con Enzo y, al girarse hacia los demás, no pudo evitar soltar una risa incrédula.
—No lo puedo creer —dijo Massimo, todavía mirando el teléfono, como si esperara que Enzo llamara nuevamente para aclarar que todo había sido un malentendido—. Es mediodía y Enzo sigue en la cama.
Las palabras de Massimo causaron un breve silencio entre los demás. Todos se miraron, atónitos, como si no pudiera ser posible. Enzo, el hombre conocido por su absoluta responsabilidad, puntualidad y dedicación, ¿en la cama a esa hora? Era algo que ninguno de ellos hubiera esperado.
—¿En serio? —preguntó Mateo, con una mezcla de sorpresa y diversión en su voz—. Eso sí que es raro. Enzo nunca se queda en cama hasta tan tarde.
Massimo asintió, aún sin poder creer lo que acababa de escuchar.
—Dijo que llegaría en unos minutos, pero que empezáramos con los detalles del terreno.
Paolo, que había estado observando el horizonte mientras tomaba un sorbo de agua, se detuvo y soltó una risa baja, aunque también se notaba una chispa de curiosidad en sus ojos.
—Esto tiene que ver con Amatista, seguro. No hay otra explicación.
Las palabras de Paolo fueron como una señal de que todos en el grupo empezaban a comprender. Si algo podía hacer que Enzo rompiera su estricta rutina, tenía que ser algo—o más bien, alguien—que valiera la pena. Amatista. La "gatita" de Enzo, tal como todos sabían que él la llamaba.
Samuel, que había estado escuchando en silencio, frunció el ceño, claramente perdido. No comprendía la magnitud de lo que acababa de escuchar.
—¿Quién es Amatista? —preguntó, mirando a los demás con los ojos entrecerrados.
Las risas cesaron de inmediato, como si la mención de Amatista fuese un cambio de tono que todos respetaban. La atmósfera se tensó levemente, y Massimo fue el primero en romper el silencio.
—Amatista es la gatita de Enzo —dijo con una sonrisa divertida, pero al mismo tiempo llena de advertencia.
Samuel levantó las cejas, aún con una expresión confundida, esperando que le explicaran más. Pero Paolo, sin dar más detalles, intervino con firmeza.
—Escucha, amigo. No hagas bromas ni comentarios al respecto, ¿entendido? —dijo Paolo con un tono serio, casi como una advertencia.
—Exacto —agregó Mateo, aunque su tono estaba más lleno de diversión—. Si valoras tu vida, mejor guarda silencio sobre Amatista hasta que Enzo esté aquí.
La advertencia fue clara. Samuel sintió la presión en el aire, como si algo mucho más grande que una simple mujer estuviera en juego. No había espacio para bromas ni especulaciones.
—¿Tan seria es la cosa? —Samuel preguntó, con una mezcla de incredulidad y respeto en su voz.
Emilio, que hasta ese momento había permanecido en silencio, miró a los demás antes de responder.
—Más de lo que imaginas —dijo, con su tono siempre controlado, casi frío. La seriedad de sus palabras pesaba en el aire.
El grupo se quedó en silencio unos momentos, procesando lo que se había dicho. Enzo, el hombre que siempre mantenía las riendas de todo, el que rara vez daba un paso en falso, había decidido pasar la mañana en la cama. Y la única razón que se les ocurría para justificarlo era Amatista.
Paolo, tras ese breve silencio, rompió con una sonrisa juguetona.
—Si Enzo llega con esa mirada de "pasé toda la noche ocupado", sabremos que nuestra teoría es cierta.
Todos rieron de nuevo, aunque el tono era más cauteloso ahora, como si se tratara de un tema que, aunque en principio fuera divertido, no debía tomarse a la ligera. Samuel, todavía con una ligera confusión, decidió callar y simplemente observar. Algo le decía que este era un tema que debía explorar más a fondo, pero no era el momento.
—Lo descubriremos pronto, eso seguro —dijo Massimo, mientras comenzaba a caminar hacia el campo.