Capítulo 60 El cautiverio de amatista
El aire húmedo y pesado impregnaba la pequeña habitación donde Amatista yacía. Sus muñecas estaban atadas con una cuerda áspera que rozaba y lastimaba su piel, mientras que una gruesa cadena sujetaba uno de sus tobillos a una argolla fija en la pared. La oscuridad apenas era interrumpida por la débil luz de una bombilla desnuda que parpadeaba ocasionalmente, proyectando sombras que parecían bailar en las paredes mohosas.
La habitación, sucia y descuidada, olía a humedad y encierro, como si hubiera estado cerrada durante años. El suelo de cemento frío estaba cubierto de suciedad, y las únicas señales de mobiliario eran un desvencijado colchón en una esquina y una silla de madera donde se encontraba sentado un hombre que la vigilaba.
El guardia, un hombre de mediana edad con rostro cansado y barba descuidada, parecía perdido en sus pensamientos. Aunque mantenía una pistola sobre su regazo, no mostraba el mismo nivel de crueldad que Amatista había percibido en los otros secuestradores. Aun así, su presencia era intimidante.
Amatista, con la boca amordazada por una tela áspera que le dificultaba respirar con normalidad, intentaba mantenerse calmada. Sabía que, en un lugar como ese, ceder al pánico sería su peor enemigo. Mientras su mente analizaba cada detalle de la habitación, trataba de encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera ayudarla a liberarse.
Cada sonido del exterior —el crujido de las hojas, el aullido lejano de un perro— le recordaba lo lejos que estaba de Enzo y la mansión Bourth. Pero no estaba dispuesta a rendirse. Si algo había aprendido en su tiempo junto a Enzo, era a mantener la fortaleza incluso en las situaciones más desesperadas.
En el campo de golf, la oficina privada de Enzo se había transformado en el centro de operaciones de la búsqueda. El aire estaba cargado de tensión, con mapas, pantallas y teléfonos funcionando al máximo para analizar cada pista disponible.
Roque, desde la mansión Bourth, realizó una llamada a Enzo para informar los últimos avances. Aunque sabía que la línea no estaba comprometida, era cuidadoso con cada palabra que decía.
—Enzo, las cámaras muestran que la camioneta pasó frente al consultorio del médico, pero no se detuvo. Luego tomó calles hacia el este, moviéndose por una zona residencial hasta desaparecer en un área sin cámaras. Es evidente que sabían exactamente por dónde moverse para evitar ser detectados —informó Roque con tono profesional, aunque su preocupación era palpable.
Enzo apretó los dientes mientras sostenía el teléfono. Se encontraba de pie junto a una mesa llena de papeles y planos, con Maximiliano Sotelo y Emilio revisando posibles rutas de escape.
—¿Alguna señal de los ocupantes? —preguntó, aunque sabía que la respuesta sería negativa.
—Ninguna. Revisamos las imágenes varias veces, pero no hay tomas claras de los rostros —confirmó Roque.
—¿Y los Ruffo? ¿Algún movimiento sospechoso? —Enzo no podía evitar pensar en ellos como los responsables, aunque sabía que actuar sin pruebas sería un error.
—Nada, todavía están en la mansión. Parecen tranquilos, pero estoy seguro de que saben más de lo que muestran —respondió Roque.
—Sigue vigilándolos. Y asegúrate de que ninguno de ellos salga de la propiedad sin mi permiso —ordenó Enzo, su tono frío y calculador.
—Entendido —dijo Roque antes de colgar.
Enzo miró a los hombres que lo rodeaban, su mandíbula apretada mientras procesaba la información. Massimo, siempre el más pragmático, rompió el silencio.
—Si conocían las calles sin cámaras, esto no es un trabajo improvisado. Necesitamos hombres en esa zona, alguien tiene que haber visto algo.
—Ya envié a los nuestros —agregó Paolo, consultando su teléfono—. Pero será difícil sin más pistas.
Enzo, apoyando ambas manos sobre la mesa, habló con una voz baja pero cargada de intensidad.
—No voy a detenerme hasta encontrarla. Si es necesario, moveré cielo y tierra para traer a Amatista de vuelta.
Emilio, quien siempre mostraba lealtad inquebrantable, asintió con firmeza.
—Sabemos, Enzo. Por eso todos estamos aquí.
De vuelta en la casa donde Amatista estaba cautiva, el guardia miraba el reloj en la pared con impaciencia. Aunque había aceptado el trabajo, no podía evitar sentirse incómodo. La mujer encadenada frente a él no se parecía en nada a las personas que solía ver en estas situaciones. Había algo en su mirada, una mezcla de desafío y vulnerabilidad, que lo hacía dudar.
Amatista, notando su distracción, comenzó a observarlo con más detenimiento. Había algo en su lenguaje corporal que la hacía pensar que no era un hombre cruel, sino alguien que estaba allí por necesidad. Esto le dio una pequeña chispa de esperanza.
Mientras tanto, su mente no dejaba de preguntarse si Enzo ya estaría buscándola, si estaría reuniendo a sus hombres y usando todos sus recursos para encontrarla. Aunque estaba atrapada, no se sentía sola. Sabía que Enzo no descansaría hasta que estuvieran juntos de nuevo.
Enzo, de pie frente a una gran pantalla que mostraba las últimas imágenes captadas por las cámaras de la ciudad, volvió a tomar su teléfono. Marcó el número de Roque con rapidez.
—¿Alguna novedad? —preguntó sin preámbulos.
—Aún no. Estamos buscando conexiones con otros posibles responsables. Pero te aseguro que, si algo sucede aquí, serás el primero en saberlo —respondió Roque.
—Perfecto. Sigue vigilando, pero mantente discreto. No quiero que los Ruffo se den cuenta de que los estamos observando tan de cerca —dijo Enzo antes de colgar.
Se volvió hacia los demás en la sala.
—Seguiremos revisando cada pista. No importa cuánto tiempo nos tome, encontraremos a Amatista.
Los hombres asintieron, compartiendo la misma determinación. La búsqueda estaba lejos de terminar, pero nadie tenía dudas de que Enzo no se detendría hasta que la mujer que amaba estuviera nuevamente a salvo en sus brazos.
En la casa donde Amatista estaba cautiva, Lucas, el guardia asignado para vigilarla, parecía debatirse entre su deber y su conciencia. Sentado en la vieja silla de madera, sus ojos se movían constantemente entre la puerta y Amatista. En un momento, sacó una botella de agua de su mochila y se acercó con pasos cautelosos hasta donde ella estaba, observándola con cautela.
Con un suspiro, Lucas se acercó y, con una mano, le retiró la mordaza de la boca de Amatista, lo que le permitió liberar un poco de su respiración. Sabía que debía actuar rápido si no quería llamar la atención de los otros hombres.
—Toma —murmuró, extendiéndole un vaso improvisado de plástico lleno de agua, observándola fijamente.
Amatista levantó la mirada hacia él, y sus ojos no mostraron miedo, solo desafío. A pesar de estar atada y vulnerable, su actitud nunca perdió su fuerza. Después de un largo momento, aceptó el vaso, bebiendo lentamente.
—Gracias —dijo con voz baja, apenas audible, pero clara en su agradecimiento.
Lucas, sintiendo un leve estremecimiento por sus palabras, dio un paso atrás. La miró un instante, visiblemente incómodo por el contacto visual que ella le ofrecía con la calma que la caracterizaba.
—No creas que me importa lo que te pase. Solo hago esto porque no quiero problemas si te desmayas —dijo, intentando sonar frío y distante, aunque su tono denotaba una ligera vacilación.
Amatista no respondió, pero dejó escapar una ligera sonrisa, una expresión de leve satisfacción en su rostro al notar la incertidumbre en él. Aunque sus movimientos eran limitados por las ataduras, su mirada seguía siendo fuerte, sin dejar que el miedo la gobernara. Sabía que debía tener cuidado con lo que decía, pero también comprendía que este momento podía ser crucial para ganar algún tipo de ventaja sobre su captor.
Mientras Lucas observaba a la mujer que tenía frente a él, se sentía atrapado entre su deber y la creciente incomodidad que le causaba la situación. A lo lejos, sentía que algo se estaba desarrollando, pero no estaba seguro de qué dirección tomar. Por ahora, se limitó a mantenerse en su puesto, sin confiar del todo en lo que podría suceder.
En la oficina del campo de golf, Enzo estaba sentado frente a su escritorio, apoyando los codos sobre la superficie mientras sus dedos se entrelazaban. Su mirada estaba fija en el centro del mueble, pero sus pensamientos estaban muy lejos.
No podía evitar recordar el encuentro que había tenido con Amatista el día anterior sobre ese mismo escritorio. La sonrisa traviesa que había dibujado en su rostro, la forma en que había pronunciado su nombre entre susurros. Era una imagen que debería haberle traído calma, pero ahora solo intensificaba el vacío que sentía.
—¿En qué piensas, Enzo? —preguntó Paolo, interrumpiendo sus pensamientos.
Enzo levantó la mirada lentamente, su expresión endureciéndose como un reflejo automático para ocultar la vulnerabilidad que había sentido unos segundos antes.
—Estaba recordando algo... —murmuró, pero luego su tono cambió, volviéndose más serio—. Fue extraño lo del casino esta mañana. Todo parece indicar que fue una distracción.
Massimo, quien estaba revisando algunos papeles cerca de la ventana, asintió.
—Tiene sentido. Si querían separarte de Amatista, ese era un buen pretexto.
Mateo, siempre directo, se inclinó hacia la mesa, apoyando sus manos sobre ella.
—Voy a llamar a los contactos que tengo en la policía para averiguar por qué asistieron esta mañana. Si fue una orden oficial o alguien movió los hilos para que pasara.
—Hazlo. Y que sea rápido —ordenó Enzo, su tono implacable.
Mientras tanto, Lucas se movía inquieto en la pequeña habitación donde estaba Amatista. La cadena que ataba su pie hacía un leve ruido metálico cada vez que ella cambiaba de posición, recordándole su situación. El ambiente estaba tenso y frío, lo que solo incrementaba la sensación de desesperanza que podía sentirse en el aire. Sin embargo, Amatista notaba algo en Lucas: no era un hombre completamente despiadado. Había algo en su mirada que sugería que no estaba hecho para ese tipo de trabajos, como si su conciencia se debatiera constantemente entre hacer lo que le pedían y su propio sentido de humanidad.
Lucas, con la pistola aún en su regazo, suspiró profundamente. Su expresión mostraba una mezcla de cansancio y frustración.
—Mira, yo no tengo nada contra ti —dijo finalmente, su voz grave y cargada de resignación—. Pero es mejor que no intentes nada. Esto no es algo que yo haya elegido. Solo cumplo órdenes.
Amatista lo observó en silencio, sus ojos fijos en los de él. No era la primera vez que le decía algo así, y tampoco sería la última. Sin embargo, había algo diferente en su mirada. En sus ojos brillaba una mezcla de desafío y estrategia, como si estuviera esperando el momento adecuado para hablar, para hacerle ver que no era solo una prisionera más. No quería rendirse, no quería dejar que el miedo la dominara.
—Lo entiendo —respondió Amatista, su voz tranquila pero firme, deshaciendo cualquier intento de mostrar debilidad. Luego, con una ligera sonrisa que no llegó a sus ojos, agregó—: No te culpo. Solo sigues órdenes.
Lucas la observó, sorprendido por la calma de sus palabras, como si no le importara lo que pudiera pasar. Era una reacción inesperada de alguien que se encontraba en esa situación.
—¿Por qué no reaccionas? —preguntó Lucas, desconcertado, casi como si no entendiera cómo alguien podía mantener su compostura en esas circunstancias.
Amatista permaneció en silencio un momento antes de responder, su mirada fija en la cadena que aún la mantenía atada al suelo.
—No me sirve de nada. —Luego la miró directamente—. No quiero perder el control. No puedo darles lo que quieren: miedo.
El aire en la habitación parecía volverse más pesado mientras Lucas pensaba en sus palabras. Amatista continuó observando el rostro de él, tratando de leer sus pensamientos, buscando cualquier señal que pudiera ayudarla. Sabía que no podía forzar nada, pero si lograba que Lucas bajara la guardia, tal vez encontraría una oportunidad.
Amatista sintió un ligero escalofrío recorrer su cuerpo. Aunque no había frío directamente en la habitación, el aire estaba cargado de humedad, y la ropa ligera que le dieron no ayudaba en nada.
—¿Podrías darme algo para taparme? —dijo, rompiendo el silencio que había quedado entre ambos. Su voz no sonaba suplicante, sino simplemente como una solicitud razonable. La necesidad de abrigarse le pesaba, y no quería que el frío fuera un obstáculo para lo que estaba planeando.
Lucas la miró en silencio, y por un momento, no supo qué hacer. Sin embargo, la expresión en su rostro cambió lentamente. Algo en su mirada se suavizó, como si la dureza que lo había acompañado durante tanto tiempo estuviera cediendo.
—Voy a ver qué puedo hacer —dijo, con un tono que no reflejaba la misma indiferencia de antes.
Amatista no dijo nada más, pero sus ojos siguieron fijos en él, evaluando cada movimiento con la atención de alguien que no dejaba escapar ningún detalle. Lo que sucedía en su interior era una mezcla de emociones, pero en ese momento, algo más fuerte dominaba su mente: la determinación de escapar.
Mientras Lucas se dirigía hacia la puerta para buscar algo que pudiera servir, Amatista aprovechó la oportunidad para intentar pensar en sus siguientes pasos. Sabía que debía hacer las cosas con cuidado, que no podía arriesgarse a ser atrapada en un intento precipitado. El hombre frente a ella podría ser la llave para salir de ese lugar, y no pensaba dejarlo escapar.
Cuando Lucas regresó con una manta gruesa, Amatista lo recibió con una ligera sonrisa de agradecimiento, sin perder la oportunidad de mantener su postura de control.
—Gracias, realmente lo aprecio —dijo, aunque su mente estaba centrada en lo que vendría después.
Lucas dejó la manta sobre ella, y durante un momento, sus ojos se encontraron, como si ambos supieran que lo que sucedía en ese pequeño cuarto iba más allá de la simple interacción entre prisionero y carcelero. Había algo entre ellos, un vínculo silencioso que ni él ni ella podían negar. Por un momento, la distancia entre sus roles parecía desvanecerse.
Sin embargo, ese momento fue breve, y la realidad de la situación regresó con fuerza.
Amatista se envolvió en la manta, agradecida por el pequeño gesto de compasión. Mientras Lucas se retiraba, ella se acomodó lo mejor que pudo en el suelo frío, pensando en lo que debía hacer a continuación.
Lucas, mientras tanto, observaba desde la puerta antes de desaparecer en el pasillo. Por dentro, no podía evitar sentirse atrapado entre el deber y la conciencia de lo que realmente estaba haciendo.
De vuelta en la oficina, Mateo terminó su llamada y se volvió hacia Enzo con el teléfono aún en la mano.
—Confirmado. No hubo ninguna orden oficial para inspeccionar el casino esta mañana. Fue un aviso anónimo.
Enzo cerró los ojos por un momento, dejando escapar un suspiro profundo mientras apretaba los puños.
—Sabían lo que estaban haciendo. Usaron el casino para distraerme y alejarme de Amatista.
Paolo se cruzó de brazos, observando a Enzo con atención.
—Entonces, ¿quién tuvo acceso a los detalles? ¿Quién sabía que ella estaría saliendo esa mañana?
Enzo apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos, su respiración se volvió más rápida mientras sus pensamientos corrían a la velocidad de la rabia que ardía en su interior. Se levantó de la silla con furia, el escritorio tembló levemente cuando empujó hacia un lado los papeles, arrojando algunos al suelo en su enfado.
—¡Malditos sean! —gritó, su voz llena de ira contenida mientras daba un golpe con la palma de la mano sobre la mesa. El sonido retumbó en la habitación, seguido del ruido de una lámpara cayendo al suelo y rompiéndose en pedazos.
Los hombres presentes, incluyendo a Mateo, Paolo, Massimo y los demás, se quedaron en silencio por un momento, sorprendidos por la explosión de enojo de Enzo. Sabían que su jefe no era un hombre fácil de impresionar, pero verlo tan fuera de control les generó un sentimiento de incomodidad. Los ojos de Enzo estaban llenos de furia, y podía sentir la tensión en el aire, como si el mundo entero fuera a estallar con él.
—¡Esto no se queda así! ¡Los voy a destrozar! —Enzo volvió a golpear el escritorio, y esta vez la madera crujió bajo su fuerza.
Massimo dio un paso al frente, su tono calmado pero firme.
—Enzo, respira. Sabemos que esto es difícil. Pero ahora más que nunca necesitamos claridad, no más violencia.
Paolo asintió, intentando calmarlo. Su voz era baja y suave, casi un susurro.
—Lo mejor es que encuentres un lugar para canalizar esa ira, Enzo. Si no lo haces, te va a consumir por dentro.
Pero Enzo no escuchaba. Su mente estaba tan llena de rabia que todo lo demás parecía difuso. Podía sentir cómo su cuerpo se tensaba con cada segundo que pasaba sin poder hacer nada, sin poder llegar a Amatista. Su mano continuó golpeando la mesa repetidamente, las piezas de su control desmoronándose poco a poco.
—¡¡No lo voy a dejar pasar!! —gritó, ahora caminando de un lado a otro de la oficina, sin poder calmarse—. ¡Voy a destruirlos! ¡Voy a hacerlos sufrir como nunca lo han hecho!
Los hombres intercambiaron miradas entre sí, sabían que lo que Enzo necesitaba no era más contención, sino liberar esa frustración de algún modo. Pero cuando ya no pudieron soportarlo más, fue Massimo quien se acercó a él con cautela.
—Enzo, escúchame, no te vas a aliviar con esto —dijo Massimo en un tono firme pero comprensivo—. Sabemos que lo estás sintiendo, pero si sigues así, podrías perder de vista lo importante. Piensa en lo que más te importa. Tienes que pensar en Amatista.