Capítulo 98 El silencio de la obsesión
Federico llegó a la mansión Bourth con su maletín en mano. Roque, quien lo había estado esperando en la entrada, lo condujo por los pasillos oscuros de la mansión. El ambiente estaba cargado de una tensión palpable, y Roque no perdió la oportunidad de advertirle al médico.
—Si quieres seguir vivo, no hagas demasiadas preguntas —le dijo Roque en voz baja, con una mirada que denotaba una seriedad escalofriante.
Federico asintió en silencio, sabiendo que no podía hacer más que cumplir con lo que se le ordenaba. Al llegar a la habitación de Enzo y Amatista, Roque se retiró y dejó al médico solo.
Dentro de la habitación, la luz tenue resaltaba la figura de Amatista, todavía reposando en la cama. Federico se acercó con calma y comenzó a revisarla. El aire estaba impregnado con una quietud tensa, como si cada uno de los que se encontraban en la mansión estuviera esperando algo más que simples palabras.
Después de unos minutos, Federico se retiró de la cama y se dirigió a Enzo, que observaba desde una esquina de la habitación con una mirada preocupada.
—Está todo en orden —informó Federico, con una calma profesional que contrastaba con la pesadez del ambiente. —De hecho, su salud ha mejorado desde la última vez que la revisé. No hay signos de complicaciones mayores.
Enzo frunció el ceño. Su voz se tornó más grave cuando preguntó:
—Entonces, ¿por qué se desmayó?
Federico lo miró por un momento antes de preguntar con cautela:
—¿Qué sucedió antes de su desmayo?
Enzo no respondió de inmediato. Su ira brotó como una llamarada que amenazaba con consumirlo, pero optó por mantener la calma, al menos externamente.
—Hubo una discusión —respondió finalmente, con una dureza en su tono que dejó claro que no deseaba entrar en más detalles.
Federico lo observó en silencio, sin forzar más la situación. Después de una breve pausa, comentó:
—El impacto de la discusión probablemente fue lo que la hizo colapsar. Es más común de lo que parece. El cuerpo responde a un estrés emocional de formas impredecibles.
Enzo asintió, aunque su expresión no se suavizó.
—Lo mejor es que descanse —dijo Federico, mirando a Amatista una vez más. —Eventualmente se recuperará. Pero si algo más ocurre, no dude en llamarme. Estaré atento.
Enzo no dijo una palabra más mientras acompañaba a Federico fuera de la habitación, bajando las escaleras con rapidez. Al llegar a la sala principal, Alicia estaba esperando, sentada en uno de los sillones, como si hubiera estado allí todo el tiempo.
Cuando Enzo la vio, su rostro se endureció al instante. Alicia, al notar la tensión en su hijo, le preguntó con suavidad:
—¿Cómo está Amatista?
Enzo le dedicó una mirada fulminante, dejando claro que no estaba dispuesto a tolerar ninguna insinuación o comentario sobre ella.
—Se desmayó por el impacto —respondió, con frialdad, antes de acercarse a su madre. Sus palabras, aunque contenidas, estaban cargadas de una amenaza implícita que hacía el aire aún más denso.
Alicia se tensó ante la mirada de su hijo, una que sabía que no era la misma de antaño, una que reflejaba una frialdad inhumana. No pudo evitar que un escalofrío le recorriera la columna vertebral.
—Si Amatista se va por tus mentiras y las de Romano, no te lo perdonaré jamás —dijo Enzo en un tono bajo pero peligroso.
Alicia no respondió de inmediato. En su pecho, un nudo de ansiedad se formó mientras comprendía la magnitud de las palabras de Enzo. Sabía que él no vacilaría en hacerle daño, pero también entendía que, por su posición, el castigo hacia ella sería mucho más sutil. El miedo y la preocupación se mezclaron en su interior, mientras las palabras de Enzo calaban profundamente en su alma.
—No te haré nada, pero jamás te consideraré como mi madre —añadió Enzo, su voz fría como el hielo.
Alicia, debilitada por las emociones encontradas, no pudo pronunciar palabra. Enzo no le dio tiempo a responder y se dio media vuelta, dirigiéndose de nuevo a la habitación.
Amatista aún descansaba cuando Enzo entró. Su rostro pálido estaba algo más relajado, y respiraba con calma, aunque el agotamiento seguía notándose. Enzo se acercó a la cama y la observó en silencio antes de hablar.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó suavemente, aunque sus ojos reflejaban una preocupación genuina que se mezclaba con una sombra de duda.
Amatista, al oír su voz, despertó lentamente. Sus ojos se entreabrieron, y una leve sonrisa apareció en su rostro cuando vio a Enzo a su lado.
—Estoy bien —respondió con suavidad, sin fuerzas para decir mucho más.
Enzo se inclinó hacia ella, sus ojos llenos de una mezcla de amor y frustración.
—Puedo explicarte lo que pasó, lo que ocurrió antes de… esto. No es como Daniel piensa, lo juro —dijo, intentando buscar las palabras adecuadas.
Pero Amatista, con una voz baja y agotada, negó suavemente con la cabeza.
—No quiero hablar ahora —murmuró. —Déjame descansar.
Enzo la observó unos segundos más, sintiendo un nudo en su garganta. Aunque entendía su cansancio, algo dentro de él no podía dejar de preguntarse si realmente ella deseaba escuchar lo que tenía para decir. Aun así, asintió y se retiró, dejando que ella descansara.
Al llegar a la sala principal, Enzo encontró a los pocos que aún quedaban: Massimo, Emilio, Mateo, Paolo, Maximiliano y Mauricio Sotelo. Todos parecían preocupados por Amatista, aunque ninguno osó preguntar demasiado. Enzo, en un intento de tranquilizarlos, explicó rápidamente:
—Está bien. No hay nada de qué preocuparse, sólo un desmayo por el impacto emocional.
Emilio, observando la expresión cerrada de Enzo, notó algo más en su comportamiento, algo que lo inquietó.
—¿Cómo está realmente? —preguntó Emilio, sin querer hacerle más preguntas, pero sintiendo que algo no cuadraba.
Enzo, mientras se servía una copa, respondió sin mirar a Emilio:
—No quiere hablar conmigo. Está… cansada. Sólo eso —dijo, con las palabras vacías, mientras su mente seguía dando vueltas en torno a todo lo que había sucedido, a la situación con Amatista y la creciente incertidumbre. Emilio percibió la frustración que Enzo trataba de esconder detrás de la calma, y aunque no dijo nada, la tensión en el aire era palpable.
Enzo apuró otro trago, buscando algo que lo ayudara a procesar su enojo, pero nada parecía calmar el torbellino que lo atormentaba. De repente, se levantó y, golpeando la mesa con la mano, gritó:
—¡Roque!
Poco después, Roque apareció, la expresión seria como siempre.
—Quiero que hagas una visita. Necesito saber si Isabel le ha contado todo a Daniel —ordenó Enzo con voz grave.
Roque asintió y salió rápidamente, dejando a Enzo con sus pensamientos oscuros.
Mientras tanto, en la habitación, Amatista se encontraba sumida en sus propios pensamientos. Las revelaciones que había descubierto la habían dejado completamente abrumada. Recordaba con dolor las veces en que lloró por la muerte de su madre, Isabel, y cómo fue Alicia quien la consoló en esos momentos de desesperación. Pero ahora, al saber que Isabel estaba viva y que Alicia lo sabía, el dolor se convirtió en algo mucho más complejo: frustración y enojo.
¿Por qué? se preguntaba una y otra vez. ¿Por qué le habían ocultado la verdad durante tanto tiempo? Las imágenes de Alicia dándole consuelo, de su gesto protector, ahora le parecían falsas, como si todo fuera parte de un juego de mentiras. Y sin embargo, aún sentía el amor que Alicia le había mostrado, como si fuera genuino.
Al mismo tiempo, el pensamiento de Romano, el hombre a quien había considerado un padre, la hizo sentir un nudo en el estómago. Ahora entendía que todo lo que había vivido con él tenía un precio. ¿La habían comprado? La idea la asqueaba, pero al mismo tiempo no podía borrar las huellas de amor que él le había dado, al menos hasta ese momento.
Las emociones se agolpaban en su mente, pero no lograba entenderlas completamente. Sentía la necesidad de un respiro, de espacio para procesar todo lo que había aprendido en tan poco tiempo. Una sola cosa le resultaba clara, lo único que parecía firme en su confusión: Enzo era inocente.
Él había sido un niño, igual que ella, y lo que sabía sobre su pasado solo lo había descubierto mucho tiempo después, ya adulto. Enzo había guardado silencio por protegerla, de alguna forma. Si algo sabía, había sido por su propia cuenta, no porque le hubiera hecho daño.
El ambiente en la habitación estaba quieto, casi pesado, mientras Amatista permanecía con los ojos cerrados, simulando un sueño profundo. La ansiedad que la invadía era palpable, pero no quería que Enzo lo notara. Podía sentir su presencia acercándose lentamente, el sonido de sus pasos suaves sobre el suelo de madera. No tardó en llegar junto a ella.
Cuando sus dedos rozaron su cabello, Amatista no pudo evitar tensarse, aunque siguió inmóvil. La caricia en su frente fue suave, un gesto tan habitual de él, y su boca se posó brevemente sobre su piel, en un beso que en otro tiempo le habría dado paz. Pero ahora, solo le provocó una punzada en el corazón.
—Descansa, gatita. No quiero presionarte —dijo Enzo en voz baja, con un tono que intentaba ser suave, pero que, sin duda, llevaba consigo el peso de todo lo que había sucedido.
Amatista respiró profundamente, manteniéndose quieta, y cuando Enzo se levantó para marcharse, el aire en la habitación volvió a sentirse más denso. Ella siguió escuchando sus pasos mientras salía y la puerta se cerraba suavemente. Finalmente, se sintió sola, pero también aliviada. Necesitaba espacio.
Pasaron varias horas antes de que Amatista se decidiera a actuar. Había estado dando vueltas en la cama, debatiéndose con sus pensamientos. Necesitaba salir, alejarse de todo por un momento para ordenar sus emociones y su mente.
Se levantó de la cama con sigilo, y comenzó a escribir una carta. Las palabras fluían, pero las emociones que las acompañaban eran más difíciles de ordenar. No podía decirle todo lo que pensaba, pero sí lo que sentía en lo más profundo de su ser: lo que había sucedido no cambiaría su amor por él. En la carta, simplemente le expresaba que necesitaba tiempo para pensar y que se iría, pero que en una semana se encontrarían en la casa de Rose, sin explicaciones mayores. Dejaba en claro que no quería que la contactara, por lo que dejaba su teléfono atrás.
Después de terminar la carta, la dejó cuidadosamente sobre la almohada, y comenzó a tomar algunas cosas. Un par de cambios de ropa, y su cuaderno de diseño, siempre tan cercano a su corazón. Todo estaba en su mente, pero aún así, necesitaba llevar consigo algo más, algo que realmente significara algo para ella. Fue hasta el despacho de Enzo, y con una mezcla de incertidumbre y determinación, abrió uno de los cajones. Dentro, encontró una pequeña caja que contenía algo importante, algo que no podía dejar atrás.
Con todo lo necesario ya reunido, Amatista se dispuso a marcharse. En su camino, pensó en Cookie, el cachorro que se había convertido en su compañero fiel. Sin embargo, al buscarlo, no lo encontró donde siempre solía estar. En su lugar, recorrió la casa en silencio, buscando al pequeño animal. Finalmente, en la habitación de Enzo, lo encontró durmiendo tranquilo a su lado. La imagen de ambos, Enzo y Cookie, juntos en ese momento tan vulnerable, le sacó una leve sonrisa. Pero sabía que no podía llevárselo. No en ese momento.
Dejó la mansión con cuidado, esquivando a los pocos guardias que había por el camino, y salió sin ser vista. Una vez fuera, tomó un taxi que la llevaría a la Mansión Torner. Quería hablar con Daniel, confrontarlo, pero al llegar, se dio cuenta de que él no estaba en su mejor estado. Preocupada, decidió hablar con Marco, quien estaba dispuesto a darle las respuestas que buscaba.
La mansión Torner estaba sumida en un silencio profundo, y Amatista aún procesaba las palabras de Marco mientras él se sentaba frente a ella. La luz tenue de la madrugada iluminaba parcialmente la habitación, y la joven, aunque agotada, sentía que necesitaba respuestas.
Marco la miró con seriedad, la preocupación evidente en su rostro. No había vuelta atrás; debía contarle todo lo que Isabel le había revelado.
— Isabel me contó todo —comenzó Marco, con voz grave, tomando aire antes de continuar—. Hace años, ella se enamoró de su actual esposo, un hombre que, en un principio, no quería saber nada de niños. Pero, cuando Isabel se dio cuenta de la debilidad de Enzo por ti... —hizo una breve pausa, y Amatista se tensó—, ella vio la oportunidad.
Amatista frunció el ceño, procesando lo que escuchaba. No podía comprender cómo su madre había actuado de esa manera, cómo había jugado con su vida.
— Isabel le ofreció a Romano comprar tu libertad, y él aceptó. Le dio el dinero, y con ese dinero, ayudaron a Isabel a fingir su muerte —dijo Marco, mirando a Amatista con una expresión que reflejaba la gravedad de la situación—. Isabel no mostró remordimiento cuando me lo contó, Amatista. Al contrario, ella estaba convencida de que habías tenido una vida mejor que la mayoría, rodeada de lujos y protecciones.
El nudo en el estómago de Amatista creció más fuerte. No podía entender cómo Isabel, la mujer que había creído su madre, había sido capaz de eso. Pero lo que la hizo sentirse aún más vacía fue la forma en que lo dijo Marco: Isabel no se arrepentía, no mostraba ni un ápice de culpa.
— Y ahora, después de todo esto, Isabel volvió a buscarte —continuó Marco, dándole un giro aún más doloroso a la historia—. Tiene un hijo enfermo, y estaba buscando una compatibilidad para un trasplante de órganos. Pensó que tú podrías ser compatible.
Amatista se quedó en silencio, la sensación de traición apoderándose de ella. ¿Cómo podía su madre querer utilizarla de esa manera? Pero lo que la sorprendió aún más fue la reacción de Enzo, que a pesar de todo lo que había hecho Isabel, la había protegido.
— Pero Enzo no lo permitió —dijo Marco rápidamente, viendo la confusión de Amatista—. Él consiguió a alguien más compatible, y le dio una gran suma de dinero a Isabel para que se alejara de ti, y que no te buscaran más.
Amatista asintió lentamente, asimilando lo que le estaba diciendo. No podía creer lo que acababa de escuchar, pero, al mismo tiempo, comprendía lo que ya sospechaba: Enzo había descubierto la verdad cuando ya era adulto. Él no lo sabía de niño, ni cuando estaba creciendo junto a ella. Pero lo había descubierto, y lo había hecho todo por protegerla.
— Enzo hizo todo esto por ti, Amatista. Él te protegió, aunque las circunstancias fueran tan complicadas —dijo Marco, mirando a la joven con una mezcla de compasión y respeto—. No importa lo que te haya dicho Isabel o Romano, Enzo siempre estuvo de tu lado.
Amatista permaneció en silencio unos instantes, reflexionando sobre sus palabras. Finalmente, levantó la mirada, y en su rostro se reflejaba una paz recién descubierta, aunque aún algo incompleta.
— No dudo ni por un segundo del amor de Enzo —respondió con firmeza, aunque su voz era suave—. Sólo necesitaba entender lo que descubrieron... lo que pasó antes.
Marco asintió, comprendiendo la necesidad de respuestas de la joven. No era sólo el amor lo que la había movido hasta aquí, sino la verdad que, finalmente, había comenzado a desenredarse.
Amatista se levantó lentamente de la silla, el peso de sus pensamientos aún sobre sus hombros, pero ahora un poco más ligera al comprender el papel protector de Enzo en todo esto.
— Gracias, Marco —dijo, su voz un tanto más cálida—. Necesitaba saberlo.
Con una última mirada agradecida, Amatista se dirigió hacia la puerta, preparada para marcharse y procesar todo lo que había aprendido.