Capítulo 97 La verdad oculta
La luz del día comenzaba a filtrarse, Marcos, acompañado de su jefe, Daniel, condujo hasta llegar a la casa donde Isabel y su esposo se habían refugiado. La escena era tranquila en apariencia, pero el ambiente cargaba la atmósfera con una inquietud palpable. Daniel sabía que algo crucial estaba a punto de revelarse.
Cuando llegaron, Isabel se encontraba en la entrada, recibiendo a los visitantes con una sonrisa forzada. Su esposo estaba en la sala, aparentemente ajeno a la presencia de los dos hombres, pero la tensión crecía en el aire. Daniel observó detenidamente a Isabel y su marido, y al instante, algo en sus ojos le resultó inquietantemente familiar. Eran los mismos ojos que había visto tantas veces, los mismos ojos de su hija, Amatista.
—Esos ojos... —murmuró Daniel, sin apartar la mirada de Isabel. La reconoció al instante, pero no podía comprender cómo estaba allí, ni lo que había ocurrido.
Isabel, al escuchar sus palabras, tensó su postura, un leve estremecimiento recorrió su cuerpo. Daniel se adelantó, su voz cargada de reproche:
—He pasado años buscándola, años creyendo que estaba muerta. Y ahora, ¿me sales con esto? ¿Qué sucedió, Isabel? ¿Por qué no me dijiste nada sobre ella?
Isabel levantó la vista, su rostro endureciéndose, y con una actitud desafiante respondió:
—No te metas en mi vida, Daniel. No tienes derecho a preguntarme nada.
Daniel se acercó aún más, su voz se volvió más firme, más amenazante:
—Me debes una explicación, Isabel. Me has hecho pasar por esto sin razón alguna. ¿Cómo pudiste?
Un grito de frustración salió de Isabel, su paciencia comenzaba a desbordarse:
—¡Vete de aquí! ¡Lárgate ya! —gritó, comenzando a perder el control.
El esposo de Isabel, quien hasta entonces había permanecido en silencio, se levantó de su asiento con una actitud agresiva, dispuesto a intervenir. Pero Marcos, al ver la situación desbordarse, no dudó en sacar un arma, apuntando al hombre para detenerlo.
—Si no quieren problemas, se calman —dijo Marcos, con un tono serio y calculado.
La atmósfera estaba al borde de la explosión, pero Daniel no cedió. Miró a Isabel con furia contenida, y con voz baja y peligrosa, le dijo:
—Tienes que decirme la verdad. ¿Qué pasó con Amatista? ¿Por qué la dejaste ir? ¿Qué hiciste?
Isabel, entre sollozos, comenzó a hablar, su voz quebrada por la culpabilidad que había guardado durante años.
—Hace años, cuando me fui de tu lado, no sabía qué hacer... —comenzó, las lágrimas corriendo por su rostro—. Busqué trabajo en la mansión Bourth, allí conocí a mi esposo. Pero él no quería saber nada de niños. Fue entonces cuando me di cuenta de que Amatista... me estorbaba. Vi que Enzo, aunque tan pequeño, ya mostraba una debilidad por ella, una debilidad que yo podía aprovechar.
Daniel escuchaba en silencio, una mezcla de incredulidad y rabia empezando a crecer dentro de él. Isabel, sin detenerse, continuó:
—Decidí ofrecerla a Romano. Le dije que la comprara. Y lo hizo. Luego, nos ayudó a fingir mi muerte... Nos dio dinero para que no molestáramos, y me dijo que nunca, jamás, nos acercáramos a ella.
El corazón de Daniel latía con fuerza, su enojo ya desbordado. No podía comprender lo que estaba oyendo. ¿Cómo había sido capaz de hacerle esto a su propia hija?
—¿Cómo pudiste vender a tu hija? —preguntó, su voz cargada de repulsión. Isabel soltó una risa amarga.
—No es para tanto, Daniel. Después de todo, Amatista está mejor que cualquiera de nosotros. Vive en la mansión de Enzo, rodeada de lujos, con una de las familias más poderosas de la ciudad. ¿Qué más quieres que te diga?
Daniel, con el rostro pálido de furia, apretó los puños. No podía creer lo que estaba escuchando. Pero no se detuvo ahí:
—Y aún me sigues diciendo que lo hiciste por ella, ¿verdad? —dijo, con tono mordaz. —Y qué hay de Enzo, ¿qué tiene que ver él en todo esto?
Isabel, con una expresión mezcla de arrepentimiento y cansancio, respondió:
—Hace un tiempo, mi hijo se enfermó. Necesitaba un trasplante, pero no conseguimos a nadie compatible. Entonces se me ocurrió que amatista podría ser compatible. pero ni siquiera me dejaron acércame a ella.
Enzo llegó, diciéndonos que tenía alguien compatible. Y nos dio más dinero, nos dijo que no volviéramos a acercarnos a Amatista, o nos mataría. Él mismo nos prohibió... acercarnos. Dijo que Amatista debía seguir creyendo que yo estaba muerta.
El silencio se hizo denso. Daniel se quedó inmóvil, su mirada fija en Isabel. No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Cómo podía ser tan fría? ¿Tan calculadora?
—No eres la mujer que yo recordaba —le dijo finalmente, su tono cargado de veneno—. Vas a pagar por esto, Isabel. Te aseguro que haré que tu vida sea miserable por haber vendido a nuestra, hija.
Con esas palabras, Daniel dio media vuelta, dirigiéndose hacia la salida. Isabel, ahora completamente derrotada, no dijo nada. Su rostro estaba marcado por el peso de la culpa, pero también por la indiferencia que había cultivado durante años.
Marcos y Daniel salieron de la casa, dejando atrás una Isabel que, en su interior, ya sabía que lo peor aún estaba por llegar.
La mañana había comenzado tranquila, pero aún llevaba consigo la calidez de la noche anterior. Amatista y Enzo habían pasado la madrugada juntos, sumidos en la intimidad de la mansión del campo. La luz suave del sol que se filtraba por las ventanas del coche era el contraste perfecto para lo que había sido una noche de pasión.
Al llegar a la mansión Bourth, Enzo estacionó el auto frente a la entrada principal, mirando a Amatista con una sonrisa cómplice.
—Vamos directo al jardín, gatita —le dijo, su voz suave pero llena de una promesa que solo ella entendía.
Amatista asintió, su rostro iluminado por una sonrisa reservada. Mientras bajaban del coche, el ambiente tranquilo de la mansión contrastaba con la energía vibrante que se sentía en el jardín. Era una escena familiar, pero con una capa de elegancia que parecía envolver todo.
Al entrar al jardín, fueron recibidos por los cálidos saludos de las personas que ya estaban reunidas. Alicia, la madre de Enzo, la abrazó al instante, y Alessandra, su hermana menor, la saludó con una sonrisa radiante. Los socios de Enzo estaban también presentes: Maximiliano, Mauricio Sotelo, Massimo, Mateo, Paolo, Emilio, Valentino, Alejandro, Sofía y Alba, todos habían llegado para celebrar el éxito de Amatista en sus estudios. Aunque muchos de ellos no sabían exactamente qué era lo que Amatista estudiaba, sabían lo suficiente para admirarla. Para ellos, su éxito era el reflejo de su determinación y su conexión con Enzo.
—¡Amatista! Qué gusto verte —dijo Maximiliano, acercándose para darle un abrazo amistoso—. Sabemos que esta fiesta es para ti, y no podemos esperar para celebrar tu éxito.
Amatista sonrió, sintiéndose genuinamente agradecida por su apoyo.
—Gracias, Maximiliano —respondió, mientras su mirada pasaba por los rostros familiares—. No sé qué decir, pero me alegra estar aquí con todos ustedes.
El jardín estaba decorado con mesas llenas de delicias, desde dulces hasta una variedad de bebidas. El ambiente era relajado, casi como si todos compartieran una conexión especial, sin necesidad de palabras complicadas. Cookie, el perro de Enzo, corría alrededor de los invitados, jugando con algunos de ellos, mientras las risas se mezclaban con las conversaciones que flotaban en el aire.
Aunque Amatista había alcanzado algo importante en su vida, esa no era solo una celebración de su logro académico. Era un recordatorio de la forma en que Enzo la había rodeado de personas que genuinamente la apoyaban. Los socios, aunque en su mayoría no sabían los detalles de lo que estudiaba, estaban allí por ella. Porque ella formaba parte de la vida de Enzo, y en ese mundo, eso era suficiente para ganarse su respeto.
—No es cualquier cosa que estés logrando, Amatista —comentó Massimo mientras tomaba un trago de su copa, mirando a la joven con una sonrisa cálida—. Sabemos que no eres una chica común.
Amatista se rió, tomando su copa mientras observaba a los que la rodeaban.
—Bueno, he tenido buenas influencias —respondió en tono juguetón, mientras su mirada se deslizaba hacia Enzo, que conversaba con algunos de sus socios.
Él, siempre atento, la observaba desde lejos con un brillo en sus ojos. No necesitaba palabras para saber que ese momento era solo una extensión de lo que ellos compartían: su complicidad y su mundo exclusivo, donde las celebraciones como esa solo tenían un significado porque ambos formaban parte de algo mucho más grande.
El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo con tonos anaranjados, mientras en el jardín de la mansión Bourth el ambiente se mantenía relajado. Los invitados charlaban animadamente mientras disfrutaban de una parrillada que se había preparado para continuar con la celebración de Amatista. Enzo se mantenía cerca de ella, atento como siempre, asegurándose de que estuviera cómoda y que disfrutara del momento.
Todos estaban sentados en los amplios sillones dispuestos en el jardín, con copas en las manos y risas flotando en el aire, cuando la tranquilidad se rompió abruptamente. Desde el portón principal, Daniel apareció tambaleándose, visiblemente ebrio, su rostro desencajado por una mezcla de furia y dolor.
—¡Enzo! —exclamó, su voz cargada de ira y amargura mientras avanzaba hacia ellos. La atención de todos se centró en él. Amatista, sentada al lado de Enzo, frunció el ceño al ver al hombre en ese estado.
—¿Qué ocurre, Daniel? —preguntó Enzo con frialdad, poniéndose de pie. Su mirada se endureció mientras se posicionaba frente a Amatista, como un escudo instintivo.
Daniel, tambaleándose, lo señaló con un dedo tembloroso.
—Tu padre, Romano... ¡es un desgraciado! —gritó, su voz quebrándose mientras sus palabras resonaban en el jardín. Las conversaciones cesaron, y un silencio tenso cayó sobre todos—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puedes permitir que Isabel esté viva, que siga aquí, después de lo que hizo?
Enzo parpadeó, su confusión transformándose en una mezcla de incredulidad y furia. Antes de que pudiera responder, Daniel continuó, sus palabras atropelladas por el alcohol.
—¡La familia Bourth mintió durante años! ¡Isabel vendió a Amatista a ustedes! ¡A Romano! —dijo, señalando a Enzo con un gesto tembloroso. Su voz se quebró en un grito lleno de resentimiento—. ¡Ella es mi hija, y ustedes se la quedaron como si no importara!
Un murmullo de asombro recorrió a los presentes. Alicia, visiblemente afectada, se puso de pie con rapidez.
—Daniel, basta —dijo, su voz firme aunque temblaba ligeramente—. Enzo no tuvo nada que ver con esto. Si alguien tiene la culpa, es Romano. Y en todo caso... yo también.
Amatista, sentada aún, miraba a Daniel y a Alicia con una mezcla de confusión y angustia. Su mente parecía procesar cada palabra con dificultad, como si la realidad a su alrededor estuviera fragmentándose.
—Amatista... —murmuró Enzo, girándose hacia ella. Su voz estaba teñida de urgencia, sus ojos buscando los de ella—. Puedo explicarlo, te lo prometo.
Amatista, desorientada, lo miró fijamente. Su mente parecía atrapada en un torbellino de emociones, pero algo en la firmeza de la voz de Enzo le dio un respiro momentáneo. Se inclinó hacia él y, con un gesto que parecía tanto un acto de confianza como una súplica de consuelo, lo besó suavemente.
—Está bien... —susurró, su voz apenas audible. Pero antes de que pudiera decir algo más, sus piernas cedieron, y su cuerpo se desplomó.
—¡Amatista! —exclamó Enzo, atrapándola en el aire antes de que tocara el suelo. El miedo se reflejaba claramente en su rostro mientras la tomaba en brazos con firmeza.
—¡Roque! —gritó, su tono cargado de autoridad—. Llama a Federico, ahora mismo. Dile que venga de inmediato.
Con pasos rápidos pero seguros, Enzo se dirigió hacia la mansión, llevando a Amatista en sus brazos. Al cruzar el umbral, giró la cabeza hacia Alicia y Daniel, su mirada una mezcla de furia contenida y promesas implícitas.
—Si algo le ocurre a Amatista, no se los perdonaré jamás —dijo con un tono gélido, antes de continuar hacia las habitaciones.
Maximiliano y Mauricio, percibiendo el ambiente cargado, se acercaron a Daniel, que seguía tambaleándose.
—Ya es suficiente —dijo Maximiliano con voz grave, mientras ambos hombres lo tomaban por los brazos para sacarlo del lugar.
Justo cuando alcanzaron la entrada, el sonido de un motor anunció la llegada de otro vehículo. Era Marcos, quien descendió con expresión preocupada al ver la escena.
—Llévatelo, Marcos —ordenó Maximiliano, entregándole a Daniel sin más explicaciones.
Marcos asintió, sosteniendo a Daniel por los hombros mientras lo ayudaba a subir al auto. El ambiente en la mansión quedó tenso, como si una tormenta invisible hubiera arrasado con la tranquilidad del día.
Enzo, mientras tanto, llegó al dormitorio con Amatista, depositándola suavemente en la cama. Su mirada se llenó de angustia mientras apartaba un mechón de cabello de su rostro.
—Aguanta, gatita... —murmuró, su voz cargada de emoción—. No voy a permitir que nada te pase.
El sonido de pasos apresurados anunció la llegada de Alicia, pero Enzo apenas le dedicó una mirada.
—Enzo, ella estará bien... —intentó consolarlo, pero él negó con la cabeza.
—Esto no debía pasar, mamá —repitió, su voz grave temblando levemente—. Amatista no se merece esto.
Alicia intentó responder, pero Enzo se levantó de golpe, sus manos tensándose en puños mientras giraba hacia ella.
—¡No es justo para ella! —rugió, su voz cargada de una mezcla de furia y desesperación—. Toda su vida ha sido una mentira, un engaño. Primero Romano, luego Isabel, y ahora Daniel. Todos ustedes jugaron con su vida como si no importara. Como si ella fuera un objeto que podían mover de un lado a otro según les convenía.
Alicia lo miró, visiblemente afectada. Su hijo rara vez perdía el control de esa manera.
—Enzo, nosotros... —comenzó a decir, pero él no la dejó terminar.
—¡No quiero escuchar excusas! —gritó, dando un paso hacia ella—. No puedo... no puedo perderla, mamá. ¿Entiendes? Si ella se va, si me odia por lo que todos le hicieron, yo... —su voz se quebró, y apretó los dientes para contener la emoción que amenazaba con desbordarse—. No puedo vivir sin Amatista.
Alicia tragó con dificultad, reconociendo la intensidad de sus palabras. Nunca había visto a Enzo tan vulnerable, tan expuesto. Pero antes de que pudiera decir algo más, Enzo volvió a mirar a Amatista, su rostro suavizándose mientras regresaba a su lado y se arrodillaba junto a la cama.
—Gatita... —murmuró, tomando su mano con delicadeza—. Prometí protegerte de todo, incluso de lo que no podías ver. Y fallé. Pero voy a arreglarlo, te lo juro. Solo quédate conmigo...
Alicia lo observó en silencio, sintiendo cómo el peso de sus decisiones pasadas recaía ahora sobre los hombros de su hijo. Dio un paso atrás, comprendiendo que lo único que podía hacer en ese momento era darles espacio.
Enzo inclinó la cabeza, apoyándola en el borde de la cama junto a la mano de Amatista, como si ese contacto fuera lo único que podía calmar el caos en su interior. En ese instante, el hombre que siempre había controlado cada aspecto de su vida parecía un niño perdido, suplicando que el único amor que había conocido no le fuera arrebatado.
El sonido firme de los pasos de Enzo resonó en la escalera mientras descendía rápidamente hacia la sala principal. Su expresión era un mapa de ira contenida, y sus ojos oscuros buscaban a Roque, quien aguardaba cerca de la entrada con una postura tensa.
—¿Dónde carajos está Federico? —exigió Enzo con un tono cortante, su mirada fija como una daga en Roque.
Roque dio un paso adelante, inclinando ligeramente la cabeza.
—Está en camino, señor. Me confirmó que llegará en menos de quince minutos.
La mandíbula de Enzo se tensó, y avanzó un paso hacia Roque, la ira chispeando en sus ojos.
—¿En menos de quince minutos? ¡Menos de diez, Roque, ¡o me encargaré personalmente de que se arrepienta de cada segundo de retraso!
Roque intentó hablar, pero Enzo levantó una mano para detenerlo, su voz aumentando en intensidad.
—Y quiero que me expliques algo, Roque. ¿Cómo carajos, con una mansión llena de guardias, ninguno fue capaz de detener a Daniel? ¡Ninguno!
—Señor, yo... —Roque intentó justificarse, pero fue interrumpido con brusquedad.
—¡Inútiles! —gruñó Enzo, girando la cabeza hacia los ventanales con un gesto de frustración antes de mirar de nuevo a Roque—. Échalos a todos. Quiero un equipo nuevo mañana mismo. No me importa cómo lo hagas, pero quiero gente competente en esta casa.
El silencio en la sala era palpable.
—Federico tiene menos de diez minutos, Roque. Ni uno más. —Enzo concluyó antes de girarse hacia las escaleras, subiéndolas con rapidez, dejando un rastro de furia contenida a su paso.
Alicia, que había estado observando todo desde una esquina de la sala, se acercó a Roque con un suspiro cansado.
—No te molestes. Ya sabes cómo se pone Enzo cuando se trata de Amatista.
Roque la miró con el ceño fruncido, su voz cargada de enojo apenas controlado.
—Señora Bourth, con el debido respeto, entiendo el enojo del señor Enzo. Y la verdad, no puedo culparlo. Lo que hicieron... lo que hicieron con Amatista... —Su voz bajó un tono, aunque seguía siendo firme—. Fue injusto.
Alicia apretó los labios y apartó la mirada, incómoda con las palabras de Roque, pero sin replicar.