Capítulo 12 El sol y las sombras
La luz suave de la mañana se filtraba por las ventanas del dormitorio, bañando todo con un resplandor tenue que hacía parecer que el mundo fuera un lugar mucho más tranquilo que la tormenta de emociones que había ocurrido el día anterior. Amatista despertó antes que Enzo, como había sucedido en muchas ocasiones, pero esta vez no sentía esa sensación de bienestar habitual al ver su rostro tranquilo en el sueño. La noche había sido extraña, cargada de silencios no resueltos, de miradas perdidas y gestos no correspondidos. El dolor en su pecho aún persistía, pero era más difuso ahora, más difícil de entender. Como si algo se hubiera quebrado, pero ella no sabía exactamente qué.
Se levantó de la cama con suavidad, intentando no hacer ruido para no despertarlo. Enzo había estado exhausto, atrapado en sus pensamientos y en sus decisiones durante todo el día anterior. Y aunque él había intentado mantenerse firme, algo en su mirada le había dicho que no estaba tan tranquilo como quería aparentar. A ella le costó conciliar el sueño, pero a pesar de eso, el agotamiento le había ganado. Decidió que lo mejor era levantarse, darse una ducha para relajarse y tomar el control de sus propios pensamientos, al menos por un momento.
Cerró la puerta del baño sin hacer ruido y se dejó llevar por el agua caliente que le recorría la piel, aliviando un poco la tensión que sentía en su cuerpo. El vapor llenó la habitación, como un abrazo silencioso, y por un instante, Amatista cerró los ojos, dejando que todo lo que había ocurrido la víspera se disolviera en el calor. El agua caía como una cascada suave, deslizándose por su espalda y hombros, y mientras se enjabonaba, pensaba que si bien los días venían llenos de sombra, podía hacer algo pequeño para aclarar los suyos.
Cuando terminó, se puso una bata y caminó hacia la cocina. Preparó algo ligero, pensando en recuperar fuerzas. Necesitaba sentirse mejor para evitar caer en ese círculo vicioso de enfermarse nuevamente. Sin embargo, cuando miró el reloj, notó que Enzo aún no se había despertado. Había sido una noche larga, sí, pero él solía despertarse temprano, siempre inquieto por las responsabilidades y las decisiones que nunca parecían darle tregua. Algo en su corazón le decía que, tal vez, se había quedado despierto pensando en ella, tal vez preocupado por lo que había sucedido el día anterior, por la distancia entre ellos que parecía crecer sin explicación alguna.
Volvió a la habitación para comprobarlo. Abrió la puerta con cautela y, al verlo allí, aún profundamente dormido, sintió un dolor lejano, como si todo el desgaste emocional de la noche anterior se hubiera quedado atrapado en su cuerpo. Enzo estaba tumbado de lado, su rostro tan sereno que casi parecía ajeno a todo lo que había ocurrido, ajeno a la incomodidad que había dejado entre ambos. Estaba muy cansado, sí, pero en su mirada parecía haber algo más. Amatista sintió un nudo en el estómago, una mezcla de frustración y cariño. A pesar de todo, no podía evitar preocuparse por él.
Decidió no hacer ruido y se sentó a su lado en la cama. Lo observó durante un rato, notando cada detalle de su rostro, el ligero entrecejo, la curva de sus labios. Decidió dejar de lado el enfado momentáneo. Después de todo, no valía la pena seguir en esa lucha interna cuando él lucía tan vulnerable. Le acarició el cabello suavemente, despertándolo con ternura.
Enzo se estiró lentamente, casi como si fuera incapaz de abandonar la suavidad del sueño, y sus ojos se abrieron al contacto de sus dedos. Al principio, parecía confundido, pero cuando vio su rostro, una ligera sonrisa apareció en sus labios.
— ¿Demasiado cansado para seguir durmiendo, amor? —preguntó ella en un susurro, apenas audible.
Enzo no respondió de inmediato. En lugar de eso, se estiró de nuevo, como si quisiera estirarse fuera de cualquier preocupación, y luego, de manera instintiva, la abrazó. La atrajo hacia sí, acercándola tanto que Amatista pudo sentir la calidez de su cuerpo, el roce de sus labios cuando la besó con intensidad.
— Estás preciosa, ¿cómo te sientes? —preguntó, con voz grave, todavía arrullada por el sueño.
Amatista sonrió débilmente. Sintió una ligera tristeza, pero también algo reconociendo que él seguía allí. Por alguna razón, eso le calmaba, aunque había algo más que no podía dejar de percibir.
— Preparé el desayuno —respondió, manteniendo su tono suave.
Enzo levantó la vista al escucharla y, después de unos momentos, se levantó y la acompañó a la cocina. Al entrar, la luz natural que inundaba el lugar le dio un toque cálido y relajante al ambiente. Amatista había preparado algo sencillo pero nutritivo, algo que le ayudara a sentirse mejor. Sin embargo, la conversación no parecía tan ligera como la comida que habían preparado.
Enzo se sentó y la observó detenidamente, sus ojos buscando respuestas, como si ya sospechara algo.
— Ayer te sentí... diferente —comentó, con voz suave pero firme—. ¿Te sucede algo, gatita?
Amatista sintió cómo el nudo en su pecho se tensaba nuevamente, pero no quería hablar de lo que había pasado la noche anterior. No quería abrir esa herida tan fresca y profunda. Ella lo miró a los ojos y, a pesar del dolor que sentía en el fondo, le sonrió.
— No, sólo estoy cansada, Enzo —respondió, como si pudiera mentir con toda la calma del mundo—. Tal vez fue solo el agotamiento. Te pido disculpas si pensaste que había algo más.
Enzo la miró por un momento más, como si tratara de leerla. Algo en su mirada parecía dudar, pero no presionó más. En vez de eso, cambió de tema, buscando darle paz a la situación.
— Está bien, lo importante es que estés mejor —dijo, poniendo su mano sobre la suya—. Hoy me quedaré contigo, no quiero que estés sola. ¿Qué te parece si salimos un rato a tomar algo de sol?
Amatista asintió, aunque un leve suspiro escapó de sus labios. A pesar de que su cuerpo aún estaba débil, decidió salir, pues estar encerrada todo el día no la ayudaría a recuperarse.
Caminaron por el jardín, rodeados del verde y la quietud de la mansión. El sol, suave y reconfortante, acariciaba su piel, y aunque Amatista se sentía aún frágil, el paseo le daba una ligera sensación de alivio. Enzo la observaba en silencio, sintiendo que algo más pesaba sobre ella. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a hablar de eso. Mientras caminaban, Enzo se mantenía cerca de ella, como si esperara que, en algún momento, ella decidiera abrirse.
Llegaron a una pequeña área de césped donde se sentaron, y mientras él acariciaba su cabello, ella dejó escapar un suspiro profundo, recostándose un poco sobre su pecho, buscando la calma en su cercanía. Los minutos parecían detenerse, y el mundo exterior quedó atrás. Pero la tranquilidad no fue eterna.
El teléfono de Enzo vibró en su bolsillo, y aunque al principio lo ignoró, el sonido constante comenzó a molestarle. Al final, cedió y contestó con algo de irritación en la voz.
— Massimo —dijo, escuchando la voz del socio del otro lado de la línea—. ¿Qué pasa?
Massimo, al otro lado, le comentó que Emilio, Mateo y Paolo estaban juntos, celebrando algo, y querían que Enzo se uniera a ellos. Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejar a Amatista, por lo que le dijo que no se uniera a ellos.
Tras colgar, Enzo volvió a mirar a Amatista. Ella lo observó atentamente, como si hubiese sabido de antemano que algo como esto ocurriría. Enzo se sintió culpable por haber desatendido el momento que compartían, pero no quería dejarla sola en ese estado. Sin embargo, algo en ella parecía distante, como si no estuviera completamente presente.
Amatista, sintiendo el peso de la conversación anterior, finalmente se giró y apoyó la cabeza sobre su pecho, cerrando los ojos mientras acariciaba suavemente su torso. El sol bañaba su rostro, y durante unos segundos, todo se sintió en paz, como si los dos pudieran escapar del mundo.
En ese momento, Amatista se inclinó hacia él y lo besó, un beso suave y lleno de la calidez de lo que todavía compartían. Se apartó por un momento, lo abrazó con más fuerza, dejando ir todo el enojo, todo el dolor acumulado, dispuesta a seguir adelante con él.
Enzo, tocado por ese gesto, sintió una punzada de culpa. Ella había dejado atrás lo sucedido, pero él sabía que no podía seguir evadiendo sus promesas rotas.
— Lo siento por haberme ido, prometí quedarme contigo —dijo, casi susurrando.
Amatista sonrió suavemente, pero no dijo nada. Lo único que quería era estar a su lado, aunque en lo profundo de su alma, las sombras de la incertidumbre y la angustia seguían acechando.
Amatista continuó acariciando suavemente el pecho de Enzo, sus dedos trazando caminos casi inconscientes sobre su piel. Cada movimiento de su mano parecía buscar algo que ni ella misma entendía del todo. Miró a Enzo fijamente, y por un momento, el peso de sus propios pensamientos la abrumó. Había algo en su interior que se había roto, pero al mismo tiempo, había algo más que empezaba a sanar.
“Ya no importa que te hayas ido,” susurró con una calma que sorprendió incluso a ella misma. Las palabras no salieron cargadas de reproche, ni de rencor. Eran simplemente un reconocimiento de la situación, de la distancia que se había creado entre ellos en los últimos días. Amatista no quería que él pensara que aún guardaba en su corazón esa herida abierta, aunque, por dentro, no pudiese evitar sentir el dolor de la ausencia, de la soledad que había atravesado cuando él no estuvo allí.
Enzo, al escucharla, sintió una punzada en el pecho. Sus ojos, que antes estaban centrados en el rostro de Amatista, se suavizaron. Algo dentro de él se agitó. Sabía que su ausencia había dejado una marca en ella, una marca que no podía borrar solo con promesas. Su falta de presencia había sido dolorosa, y ahora, al verla tan tranquila, tan serena, le dolió no haber podido estar allí para sostenerla.
Sin decir más, Amatista se apartó ligeramente de él, como si el espacio fuera necesario para procesar lo que sentía. Luego, con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de sus emociones, tomó el rostro de Enzo entre sus manos y lo acercó a ella. Lo besó, un beso suave pero cargado de toda la necesidad que había estado guardando en su interior. Quería que él supiera cuánto lo necesitaba, que, aunque él se hubiera ido, todavía había algo en ella que lo buscaba con desesperación. Cuando se separó, sus labios quedaron cerca de los suyos, y en un susurro, le pidió: — No me dejes así, Enzo. Si no te vas, yo sería feliz.
Las palabras de Amatista resonaron en el aire. Enzo sintió que su corazón latía más rápido, como si esas palabras fueran el anhelo que siempre había temido escuchar. Pero al mismo tiempo, una parte de él se sentía abrumada. Sabía que debía ser más, que no bastaba con prometerle que no la dejaría. Tenía que demostrarlo, tenía que ser más presente, más constante. Sin pensarlo, sus labios se movieron con firmeza y le dijo: — Te lo prometo, no te dejaré.
Amatista, al escuchar esa promesa, se quedó en silencio por un momento. Algo en su interior se tensó. No quería más promesas vacías, no quería más palabras que después quedaran en el aire sin cumplirse. Levantó una mano, tocando suavemente los labios de Enzo, como si quisiera detener el flujo de sus palabras antes de que fueran demasiado tarde. — No lo prometas, Enzo —dijo con voz baja, casi como un susurro. Su mirada era profunda, pero en ella había una tristeza contenida, una sensación de desilusión que había aprendido a cargar. — Así, si no lo cumples, no me dolerá.
Esas palabras hicieron eco en Enzo. Sintió el peso de lo que había dicho, y aunque en su corazón estaba lleno de la intención de ser un hombre mejor para ella, también comprendió que no era algo que pudiera garantizar con simples promesas. Sus ojos se suavizaron, y por primera vez, en lugar de intentar solucionar todo con palabras, comprendió que lo único que podía ofrecerle era su presencia, sin más expectativas ni falsas garantías.
Amatista, al ver su expresión, no dijo nada más. Sin esperar respuesta, se acomodó sobre su pecho, sintiendo el ritmo lento y constante de su respiración. Cerró los ojos, dejando que la calidez de su abrazo la envolviera, pero sin hablar. No quería seguir discutiendo, no quería más promesas. Solo necesitaba ese momento, ese pequeño refugio en el que ambos podían estar en silencio, sin tener que explicarse todo.
El silencio entre ellos se volvió cómodo, aunque también cargado de sentimientos no expresados. Enzo la abrazó más fuerte, como si intentara, en ese gesto, ofrecerle algo más que palabras. Le acarició el cabello, sintiendo la suavidad de sus cabellos entre sus dedos. Pero mientras lo hacía, en su interior se agitaba un torbellino de emociones. Sabía que Amatista lo necesitaba, pero también sabía que ella había aprendido a vivir con su ausencia, a no esperar demasiado, a protegerse. Y eso le dolía.
Ambos se quedaron allí, sin decir nada más, el uno al lado del otro. Enzo, con la mente llena de pensamientos y promesas que no sabía si podría cumplir, y Amatista, con el corazón dividido entre el amor y la desconfianza. A veces, el silencio decía más que las palabras, pero en ese momento, ese silencio también dejaba en evidencia la distancia que aún quedaba por recorrer.
Por fin, Amatista suspiró, un suspiro suave que parecía liberar algo de la tensión que había estado acumulando dentro de sí. No quería seguir cargando con el enojo, pero tampoco estaba dispuesta a seguir dándole a Enzo lo que él pedía sin que él se comprometiera realmente a ser lo que necesitaba. En su corazón, entendía que todo tenía su tiempo, y que, tal vez, lo mejor era esperar sin exigir demasiado. Pero también sabía que no podía seguir en este vaivén de emociones sin saber a dónde los llevaría.
Amatista no dijo nada más. Se quedó allí, abrazada a él, con la mente tranquila pero el corazón aún lleno de preguntas. Enzo, por su parte, continuó acariciando su cabello, el rostro de ella, con la esperanza de que, al menos en ese momento, las palabras no fueran necesarias. Ambos sabían que había mucho más por decir, pero tal vez, por una vez, el silencio era lo único que podía darles algo de paz.