Capítulo 57 Una dosis de dulzura y confusión
La oficina del club de golf se llenó de una energía ligera mientras Enzo y Amatista terminaban de vestirse tras su apasionado encuentro. Los rayos del sol atravesaban los amplios ventanales, iluminando las risas y los gestos juguetones que compartían. Amatista se acomodaba el vestido frente a un espejo mientras Enzo terminaba de ajustar su camisa.
—Amor, tengo muchas ganas de comer unas galletitas —confesó Amatista de repente, interrumpiendo la conversación con un tono divertido.
Enzo se giró hacia ella, soltando una carcajada. La intensidad de los minutos previos contrastaba enormemente con la ternura y la simpleza de sus palabras.
—¿En serio, gatita? Hace un momento parecías una fuerza indomable, y ahora estás pensando en galletitas —dijo con una sonrisa, caminando hacia ella.
Amatista se rio, encogiéndose de hombros mientras se miraba al espejo.
—No lo puedo evitar. Es como un antojo constante.
Enzo tomó su cintura desde atrás, inclinándose para besar su cuello suavemente antes de hablar.
—Vamos a la terraza, gatita. Te compraré todas las galletitas que quieras.
Ambos bajaron juntos, sus risas y miradas cómplices dejando claro que nada podía perturbar la burbuja de complicidad en la que vivían.
Mientras tanto, en la terraza del club, Hugo y Martina Ruffo continuaban sentados en la mesa, sus rostros tensos mientras analizaban la situación. Martina frunció el ceño, claramente molesta.
—Padre, esto no puede seguir así. Esa mujer… Amatista, ¿verdad? Está demasiado cómoda en su papel. Necesitamos un plan para alejarla —dijo, su tono teñido de desdén.
Hugo asintió lentamente, su mirada perdida en el horizonte mientras reflexionaba.
—Tal vez Alicia pueda ser nuestra aliada. Si logramos que la madre de Enzo desconfíe de esa mujer, podría ayudarnos. Quizás podamos sembrar dudas sobre su reputación.
Martina, intrigada, apoyó la idea.
—Sí, Alicia podría ser útil. Si hacemos que crea que Amatista está con Enzo por interés, podría ponerse de nuestro lado.
Antes de que pudieran seguir desarrollando su estrategia, un grupo de socios que había estado observando a la distancia se acercó a la mesa. Sus miradas eran inquisitivas, y uno de ellos tomó la palabra.
—Hugo, hay algo que nos intriga. Ayer hablaste del compromiso de tu hija con Bourth, pero hoy él anda con otra mujer. ¿Qué significa eso?
Hugo, con una sonrisa perfectamente ensayada, respondió con calma.
—El compromiso entre Martina y Enzo es un hecho desde hace años. Pero, entiendan, caballeros, Enzo es un hombre poderoso y tiene derecho a divertirse antes de que el matrimonio se concrete. Esa mujer no es más que un pasatiempo.
Los hombres asintieron, entendiendo perfectamente la explicación. Muchos de ellos compartían conductas similares en sus propias vidas, así que no encontraron nada extraño en las palabras de Hugo.
—Claro, eso tiene sentido —comentó uno de ellos—. Aunque tengo que admitir que la mujer es impresionante. Cuando Enzo la descarte, no me molestaría intentar algo con ella.
Hugo no respondió, pero su sonrisa se ensanchó al escuchar que los socios parecían aceptar la situación como algo común.
Unos minutos después, la atención se desvió hacia la figura de Enzo, que se acercaba desde el edificio principal. A su lado caminaba Amatista, elegante y radiante como siempre. Cuando estaban cerca de la terraza, Amatista se detuvo.
—Amor, iré primero al baño. Únete a ellos, yo no tardo —dijo con una sonrisa.
Enzo asintió, acariciando brevemente su brazo antes de continuar hacia la mesa. Los hombres lo saludaron con cordialidad, y Enzo devolvió el gesto con su típica seriedad.
—Caballeros —saludó, inclinando ligeramente la cabeza antes de llamar a uno de los empleados. Cuando este se acercó, Enzo dio su orden con una voz tranquila pero firme.
—Tráeme las galletitas que siempre pide mi esposa —dijo sin reparo alguno.
Los presentes intercambiaron miradas. La mayoría pensaba que se refería a Martina, pero la confusión comenzó a surgir cuando Amatista apareció momentos después y se sentó junto a Enzo con total naturalidad.
—¿Todo bien, amor? —preguntó Amatista mientras se acomodaba en su silla.
—Perfectamente, gatita —respondió él con una sonrisa, colocando su mano sobre la de ella en un gesto que hablaba de una relación mucho más profunda que un simple "pasatiempo".
El empleado regresó poco después con un plato lleno de galletitas y una pequeña bandeja aparte.
—Esto es lo de siempre, señora Bourth. Y aquí hay una nueva receta. Queríamos que la probara y nos diera su opinión.
Amatista se rio suavemente, agradeciendo el gesto.
—Muchas gracias. Las probaré encantada.
Enzo, que había estado observando la interacción, soltó una carcajada.
—Gatita, al final te van a reconocer como la loca de las galletas.
Amatista se giró hacia él con una expresión divertida.
—No lo permitas, amor. No quiero que se rían de mí.
La escena desconcertó aún más a los socios presentes. Amatista no parecía la típica amante que esperaba un lugar en la vida de un hombre poderoso. Su trato con Enzo era relajado, íntimo y cargado de respeto mutuo.
Martina, que había permanecido en silencio, apretó los labios, claramente irritada. Hugo, por su parte, intentó mantener la compostura, pero sus ojos no podían ocultar su molestia al ver cómo Amatista desarmaba con naturalidad cualquier percepción negativa que hubieran intentado sembrar sobre ella.
Mientras tanto, Enzo y Amatista continuaban disfrutando de su momento, ajenos al remolino de pensamientos que generaban a su alrededor. Cada mirada y gesto entre ellos era una afirmación silenciosa de lo que realmente importaba: su conexión, algo que ni la ambición de los Ruffo ni las habladurías del club podían romper.
El ambiente en la terraza se mantenía tenso, aunque Enzo y Amatista parecían completamente ajenos. Las palabras intercambiadas entre ellos irradiaban complicidad, y cada pequeño gesto reforzaba lo inquebrantable de su vínculo.
El empleado, tras haber servido las galletitas, se retiró, dejando tras de sí un aire de desconcierto entre los socios presentes. Uno de ellos, intrigado, no pudo contener su curiosidad y, después de intercambiar miradas con los demás, decidió romper el silencio.
—Amatista, disculpe si soy indiscreto, pero no pude evitar notar su encanto. ¿De dónde es usted? —preguntó con una sonrisa que intentaba ser cortés, aunque claramente estaba buscando algo más que una respuesta simple.
Amatista levantó la mirada hacia él, su expresión serena pero con un toque de astucia.
—De aquí y allá —respondió con naturalidad, tomando una galletita del plato.
—Eso no lo aclara mucho —insistió otro socio, tratando de sonsacarle algo más.
Enzo, que hasta ese momento había permanecido en silencio, los interrumpió con un tono calmado pero firme.
—Mi esposa no está aquí para satisfacer su curiosidad. Si tienen algo importante que discutir, adelante. Si no, disfruten de la vista.
El silencio que siguió fue breve, pero lo suficientemente incómodo como para que algunos de los socios se removieran en sus asientos. Sin embargo, uno de ellos, intentando aligerar el ambiente, decidió alabar a las dos mujeres en la mesa.
—Bueno, no puedo evitar decirlo: la belleza está claramente presente hoy. Tanto Amatista como Martina son verdaderas joyas.
Martina sonrió forzadamente, mientras que Amatista apenas esbozó una sonrisa tranquila. Enzo no respondió, pero su mirada fija en el hombre dejó claro que no estaba particularmente interesado en los cumplidos dirigidos a su esposa.
Fue entonces cuando un tercer socio, menos prudente y con un aire más despectivo, lanzó un comentario que heló el ambiente.
—Aunque, sinceramente, es fácil entender por qué alguien como Bourth querría... entretenerse con alguien como Amatista. Después de todo, no es raro que las amantes sean más interesantes que las esposas legítimas.
El silencio que cayó fue instantáneo. Enzo se puso de pie tan rápido que la silla detrás de él se tambaleó y cayó al suelo. En un movimiento calculado, cerró la distancia entre él y el socio, lanzándole un golpe directo al rostro. El impacto fue tan contundente que el hombre cayó de espaldas, llevándose una mano a la nariz ensangrentada.
—Nadie habla así de mi esposa —declaró Enzo, su voz baja pero cargada de ira.
El hombre, aturdido, levantó la vista hacia Enzo, quien se inclinó ligeramente hacia él.
—¿Sabes lo que voy a hacer? Haré que todas tus negociaciones se derrumben una por una, solo para que aprendas a cerrar la boca.
—¡Por favor, no! —suplicó el socio, levantando las manos en un gesto de desesperación—. Hugo nos dijo que usted y Martina estaban comprometidos. Pensé que ella —dijo señalando a Amatista con torpeza— era una amante.
Enzo se giró hacia Hugo, su mirada fulminante.
—¿Es esto lo que anda diciendo por ahí?
Hugo intentó responder, pero las palabras parecían atascarse en su garganta. Antes de que pudiera articular algo coherente, Amatista se levantó y caminó con calma hacia Enzo, colocando una mano en su brazo.
—Amor, no es necesario. La falta de educación de este hombre es evidente, pero creo que la confusión es culpa de Hugo y sus comentarios inoportunos —dijo, su tono firme pero sereno.
Enzo respiró hondo, intentando controlar su ira. Miró al hombre en el suelo, quien seguía suplicando.
—Te acabas de salvar gracias a mi esposa. Ahora discúlpate con ella, y que esto no vuelva a ocurrir.
El hombre se levantó torpemente, con la sangre aún manchando su camisa, y se inclinó ligeramente hacia Amatista.
—Señora... Amatista, lamento mucho mi falta de respeto. No volverá a suceder.
Amatista asintió, pero su atención ya estaba en Enzo.
—Amor, creo que ya es suficiente por hoy.
Enzo giró hacia Hugo y Martina, señalándolos con un dedo.
—Hablaremos más tarde, en la casa. Ahora, todos fuera. Quiero estar a solas con mi esposa.
Los presentes se levantaron de inmediato, abandonando la mesa con miradas furtivas hacia Enzo y Amatista. Mientras se alejaban, el socio golpeado no pudo evitar quejarse con Hugo.
—¿Por qué no nos dijo la verdad? Casi me mata.
Hugo apretó los labios, sin responder. Fue Martina quien soltó un comentario en voz baja.
—Tal vez debas considerar que tú te lo buscaste.
El hombre soltó una risa sarcástica.
—¿Ah, sí? Entonces tal vez podrías disculparte personalmente. O mejor aún, podrías compensarme... si Bourth no te quiere, siempre podríamos pasar un buen rato juntos.
Martina lo fulminó con la mirada, pero no respondió. Hugo, aunque claramente irritado, hizo un gesto para que se retiraran.
De vuelta en la terraza, Enzo soltó un suspiro mientras sus dedos jugueteaban distraídamente con la mano de Amatista, aún descansando sobre la suya. A pesar de la tranquilidad momentánea, una ligera tensión seguía latente en sus gestos. Sin decir nada, la tomó suavemente por la cintura y la levantó, sentándola en su regazo como si ese simple acto pudiera disipar cualquier sombra de enojo que aún quedara en su interior.
Amatista, acostumbrada a sus cambios de humor, no dijo nada al principio. Se limitó a tomar otra galletita de la bandeja y darle un pequeño mordisco. La sonrisa que apareció en su rostro mientras saboreaba el dulce contrastaba con la expresión aún seria de Enzo.
—Amor, ¿quieres una? —le ofreció, sosteniéndola frente a sus labios.
Enzo negó con la cabeza, pero no pudo evitar sonreír ante el gesto.
—No, gatita, tú disfrútala. Parece que las hacen pensando en ti.
Ella se rio suavemente antes de volver a concentrarse en su galletita. Mientras tanto, Enzo dejó que sus manos se deslizaran con lentitud por su cintura, acariciándola con la misma calma que buscaba recuperar en sí mismo.
—Sabes —dijo de repente, rompiendo el silencio—, mi padre no tenía ni idea de cómo elegir amistades.
Amatista, aún con la galletita en la mano, levantó la mirada para encontrarse con la de Enzo.
—¿Eso crees?
—Lo sé —respondió, su tono un tanto seco pero con un toque de ironía—. Hugo Ruffo es el ejemplo perfecto.
Amatista dejó escapar una pequeña risa, pero no dijo nada. En cambio, inclinó ligeramente su cabeza hacia él, dejando que sus labios rozaran suavemente su cuello. Comenzó con besos ligeros, dejando que su aliento cálido acariciara su piel, mientras sus manos se movían con delicadeza por su pecho.
—Amor, tienes que calmarte —murmuró contra su cuello, su tono suave pero persuasivo—. Cuando lleguemos a casa, lo resolveremos.
Enzo dejó caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos un momento mientras disfrutaba de la sensación de los labios de Amatista. Sus manos, que hasta entonces habían estado fijas en su cintura, subieron para acariciar su espalda con lentitud.
—¿Sabes lo difícil que es mantenerme enojado contigo cerca? —preguntó, su voz más baja y relajada.
Amatista levantó la cabeza y lo miró con una sonrisa traviesa.
—Entonces, mi plan está funcionando.
Enzo soltó una risa breve antes de besarla en los labios, un beso lento que parecía más un agradecimiento que un gesto de pasión. Cuando se separaron, él tomó la última galletita del plato y la llevó a su boca, dándole un pequeño mordisco.
—¿Qué pasó con que no querías? —preguntó Amatista, riendo mientras lo veía terminarla.
—Cambié de opinión. Pero sólo porque tú me convenciste.
Ambos rieron juntos, disfrutando del momento que, aunque sencillo, parecía tener el poder de barrer con cualquier nube oscura que los Ruffo pudieran haber traído. Enzo sabía que las palabras de Amatista eran ciertas: en casa, todo se resolvería. Pero, por ahora, su mundo giraba únicamente en torno a ella.