Capítulo 128 Interrupciones y confesiones
La calma habitual de la Mansión Bourth parecía haberse restaurado tras la llegada del grupo del centro comercial. Amatista se dirigió a su oficina para adelantar algo de trabajo, mientras que Enzo hizo lo propio en la suya. Sin embargo, el ambiente tranquilo se quebró abruptamente con la llegada inesperada de una visita.
Rita, una amiga cercana de Isis, apareció en la mansión visiblemente alterada. Su llegada no había sido anunciada, pero Isis corrió rápidamente a atenderla al escuchar los gritos desesperados en el vestíbulo.
—¡Isis! —exclamó Rita con la voz quebrada mientras se abalanzaba hacia ella—. Necesito tu ayuda, ¡por favor!
Isis, sorprendida, trató de calmarla.
—¿Qué pasó, Rita? Tranquila, dime qué te ocurre.
—Mi hermano... —sollozó Rita—. Me golpeó. Quiere obligarme a casarme con un hombre al que ni siquiera conozco. No sé a dónde más ir... Por favor, ayúdame.
La escena captó la atención de Roque, quien, al ver el alboroto, fue a buscar a Enzo. Minutos después, Enzo bajó las escaleras con su típica presencia autoritaria. Rita, al verlo, se dejó caer de rodillas ante él, suplicando con desesperación.
—Por favor, señor Bourth, no tengo a dónde ir. Mi hermano quiere destrozar mi vida. Si me obliga a ese matrimonio, estoy perdida. Le ruego que me deje quedarme aquí. No seré una molestia, pero no tengo a nadie más que me pueda proteger.
Enzo la miró con frialdad, analizando la situación mientras Isis lo miraba expectante.
—Levántate —ordenó con voz firme, pero sin brusquedad. Rita obedeció de inmediato, aunque temblando—. Puedes quedarte aquí, pero bajo ciertas condiciones.
Giró su mirada hacia Isis, dejando claras sus palabras.
—Isis, tú serás responsable de ella. Cualquier problema que cause, caerá sobre ti.
Isis asintió rápidamente.
—Por supuesto, primo. Gracias.
Enzo volvió a dirigir su mirada hacia Rita.
—Compórtate. No toleraré dramas innecesarios. Mariel te preparará una habitación. En una hora cenaremos. Estés lista o no, no te esperaremos.
Rita asintió con los ojos todavía humedecidos, mientras Enzo llamaba a Mariel para organizar los preparativos. Luego, sin decir más, subió nuevamente a la planta alta.
Enzo caminó directamente hacia la oficina de Amatista. Entró sin hacer ruido, encontrándola inclinada incómodamente sobre el escritorio. Ella no lo escuchó llegar, y cuando él habló, se sobresaltó.
—¿Qué sucede, gatita?
Amatista lo miró sorprendida, llevándose una mano al pecho.
—¡Enzo! Me asustaste. No te escuché entrar. Solo... me duele la espalda. Creo que fue por caminar tanto.
Él frunció el ceño, notando su incomodidad.
—Ven, siéntate en el sillón. Te daré un masaje.
Amatista lo miró con desconfianza.
—¿Con tu mano lastimada? No quiero que te esfuerces.
—Lo haré con la mano sana, gatita. Confía en mí.
Ella dudó unos segundos, pero terminó aceptando. Se sentó en el sillón, inclinándose hacia adelante para que Enzo pudiera masajearle la espalda. Él comenzó con movimientos firmes, pero no tardó en aplicar demasiada fuerza.
—¡Ay! Enzo, más suave, por favor. Me duele.
Él asintió, relajando la presión.
—Lo siento. Ya estoy acostumbrado a lidiar con cosas más resistentes.
Amatista dejó escapar una pequeña risa, pero pronto se relajó cuando los movimientos comenzaron a calmar su dolor. Suavemente, dejó escapar un gemido de alivio, casi sin darse cuenta.
—Así... ahí... más abajo, Enzo.
Él obedeció, concentrándose en sus movimientos. Pero con cada pequeño gemido que Amatista dejaba escapar, su control comenzaba a desmoronarse. Cerró los ojos un momento, intentando mantenerse firme.
—Mmm... así, Enzo. Se siente tan bien —susurró Amatista, inclinándose un poco más hacia adelante. Otro gemido suave escapó de sus labios, y Enzo detuvo sus manos por un instante, apretando la mandíbula.
—Gatita, no me lo estás haciendo fácil —murmuró con voz grave, mientras volvía a masajearla, ahora con más cuidado.
Amatista no respondió, dejando que el alivio la dominara. Sin embargo, sus gemidos continuaban, cada vez más sutiles, pero igualmente incontrolables. Enzo tensó los hombros, respirando hondo, hasta que finalmente retiró las manos con un movimiento abrupto.
—No puedo seguir.
Amatista se giró, confundida.
—¿Por qué no?
—Tus gemidos me están excitando —confesó él, pasándose una mano por el cabello con frustración—. Necesito un baño frío antes de la cena.
Ella no pudo evitar reírse.
—¿De verdad? Pensé que eras más fuerte que eso, Enzo.
Él la miró con intensidad, una chispa de advertencia en sus ojos.
—No me provoques si no piensas calmarme.
Amatista volvió a reír, acomodándose en el sillón.
—Cierra la puerta cuando salgas —pidió con un tono divertido.
Enzo se giró para irse, pero no sin antes dedicarle una última mirada cargada de deseo contenido. Luego salió, cerrando la puerta con un leve clic.
Amatista bajó las escaleras con calma, apoyando ligeramente una mano en la barandilla. Al entrar en el comedor, encontró a Isis y una mujer desconocida conversando en voz baja. Al notar la presencia de Amatista, Isis esbozó una sonrisa irónica.
—Amatista, ya era hora —dijo con tono condescendiente—. Te presento a Rita, una amiga mía. Estará con nosotros por un tiempo.
Amatista observó a la recién llegada: su aspecto cansado, las marcas en su rostro y la manera en que evitaba el contacto visual no pasaron desapercibidos. A pesar de su creciente curiosidad, decidió no comentar nada.
—Un gusto —respondió Amatista, con una cortesía medida que apenas disimulaba su desconfianza.
Rita murmuró un saludo, evitando cruzar miradas. Isis, por su parte, notó la tensión en el aire y aprovechó para presionar.
—Amatista, trata de ser un poco más amable. Rita no necesita sentirte tan fría.
Amatista le dirigió una mirada impasible.
—No quiero incomodarla. Si necesita algo, sabrá pedírmelo.
El ambiente ya estaba cargado cuando la puerta del comedor se abrió de golpe. Enzo entró con pasos firmes, recién bañado, su camisa desabrochada en el cuello y el cabello aún húmedo. Su sola presencia pareció absorber la atención de todos. Sin decir una palabra, se dirigió a Mariel.
—Sirve la cena.
Isis lo miró con curiosidad antes de soltar su característico comentario incisivo.
—Llegaste tarde. Qué raro en ti, siempre tan estricto con la hora de comer. ¿Qué pasó?
Enzo se sentó con calma, llenándose un vaso de agua antes de responder.
—Tuve un inconveniente.
Amatista, recordando lo ocurrido momentos antes en su oficina, dejó escapar una pequeña risa. Enzo giró su mirada hacia ella, rápida pero significativa, sin decir nada. La atención de Rita, aunque discreta, se desvió hacia ellos.
Mariel llegó con la comida, sirviendo cada plato con eficiencia. Amatista notó que su porción era diferente, siguiendo las recomendaciones que Federico había dejado para su embarazo. Cuando todos comenzaron a cenar, el silencio se apoderó del lugar. Sin embargo, ella decidió romperlo.
—Mañana vendrá Daniel para el tema de la prueba de ADN.
Enzo asintió sin mostrar emoción.
—Avísame cuando llegue. Quiero saludarlo.
Amatista asintió. Enzo continuó hablando con la misma calma.
—Por la tarde entregarán la cuna y la mecedora.
Amatista arqueó una ceja, sorprendida.
—¿Tan rápido?
—Pagué extra para que llegaran antes —respondió Enzo.
Isis no tardó en intervenir con tono burlón.
—¿No que tanto te molestaba lo que gasté? Al final desperdicias dinero en un envío rápido.
Enzo dejó su vaso sobre la mesa con un movimiento medido, mirándola de reojo.
—La cuna y la mecedora son para mi esposa y mi hijo. Lo tuyo fueron caprichos. Además, recuerda que tienes padres que pueden pagarte.
Hizo una pausa deliberada antes de agregar, con una sonrisa socarrona:
—Si no fueras mi prima, ni siquiera te pagaría nada.
Isis fingió indignación, llevándose una mano al pecho.
—Qué cruel, hermano. Sabes que te quiero, ¿verdad?
Amatista aprovechó la oportunidad para cambiar el tema, aunque no pudo evitar mostrar cierto interés.
—¿Dónde pondremos la cuna y la mecedora?
Enzo la miró, pensativo.
—Podríamos decorar una de las habitaciones y empezar a preparar todo.
—Aún no sabemos el sexo del bebé. Y todavía falta para que nazca —señaló Amatista.
Enzo negó con la cabeza, sonriendo con confianza.
—No importa. Cuando menos lo esperemos, el niño estará aquí.
Amatista bajó la mirada hacia su plato, reflexionando. Aunque era temprano para preparar todo, sabía que Enzo tenía razón.
—Supongo que tienes razón... —admitió.
Enzo, animado, continuó.
—Llamaré a Emilio, Mateo, Massimo y Paolo. Todos querían colaborar con la decoración.
Amatista sonrió con algo más de sinceridad.
—Será divertido verlos discutir.
Enzo se rio.
—No es tan complicado preparar una habitación para un bebé.
Rita, que había permanecido en silencio todo este tiempo, habló por primera vez.
—Cuando decoraron la habitación de mi hermano pequeño, mi padre se volvió loco armando la cuna.
Su comentario alivió un poco la tensión, arrancando sonrisas de todos en la mesa.
Cuando terminaron de cenar, Amatista se excusó para regresar a su habitación. Sus pasos eran tranquilos, aunque cada movimiento le recordaba el dolor en su espalda baja. Al llegar, encendió una lámpara tenue y se preparó para un baño relajante. Se sumergió en la bañera, dejando que el calor del agua aliviara la tensión acumulada en su cuerpo. Cerró los ojos un momento, permitiéndose olvidar las tensiones de la cena y el constante escrutinio que sentía hacia Rita.
Tras unos minutos, salió del agua, se secó y eligió uno de sus pijamas cómodos, de tela ligera, para dormir. Se sentía más aliviada, aunque aún tenía el peso del cansancio encima. Estaba sentada en la cama, cepillándose el cabello, cuando la puerta se abrió y apareció Enzo con una sonrisa en el rostro.
—Traje esto para ti, gatita. —Dijo mientras sostenía unas almohadillas calientes en las manos—. Mariel me aseguró que te harían bien para el dolor.
Amatista lo miró con una mezcla de ternura y diversión.
—¿Y también te dio la idea de venir hasta aquí, o solo es una excusa para quedarte a dormir conmigo?
Enzo dejó las almohadillas sobre la cama y se rio.
—Si te soy sincero, iba a pedirte que me dejaras dormir contigo, pero esto es un buen plus, ¿no crees?
Amatista negó con la cabeza, divertida, mientras tomaba las almohadillas y las colocaba sobre su espalda baja, suspirando al sentir el alivio inmediato.
—Bien, puedes quedarte, pero nada de excusas la próxima vez.
Enzo sonrió de lado, con esa mirada que siempre llevaba consigo una mezcla de confianza y coquetería. Luego tomó su pijama, un pantalón ligero, y comenzó a desabrocharse el cinturón con movimientos naturales.
Amatista levantó la vista al escuchar el ruido de la hebilla y lo vio cambiarse con una calma que a ella le pareció casi desafiante. No era la primera vez que lo veía así, pero no podía evitar notarlo: sus movimientos eran seguros, fluidos, y cada gesto parecía calculado sin esfuerzo. Cuando quedó sin camisa, dejó al descubierto la cicatriz reciente en su hombro, además de otras marcas que hablaban de un pasado lleno de peligros.
—¿Qué haces? —preguntó Amatista, arqueando una ceja—. Usa el baño o el vestidor, Enzo.
Enzo, sin inmutarse, terminó de cambiarse el pantalón y le respondió mientras doblaba la ropa que se quitó.
—¿Por qué? Antes hacíamos todo juntos, ¿no? Nos cambiábamos, nos bañábamos… —se giró hacia ella con una sonrisa pícara—. Incluso hemos tenido sexo cientos de veces.
Amatista suspiró, pero no apartó la mirada.
—Es diferente. Aún no estamos juntos… Seguimos separados.
—Eso es cuestión de tiempo, gatita —dijo Enzo con un tono juguetón mientras se acercaba al otro lado de la cama. Luego, levantando las manos como si se rindiera, añadió—: Pero está bien, la próxima vez usaré el vestidor o el baño. Prometido.
Amatista soltó una pequeña risa.
—Muy considerado de tu parte. Por cierto, ¿por qué no te volviste a vendar la herida?
Enzo rodó los ojos, como si fuera un detalle menor.
—Lo olvidé. Tuve que darme una ducha con agua fría… por tu culpa, por cierto.
Amatista se rio con ganas, sabiendo a lo que se refería.
—Anda, trae las vendas. Te haré el vendaje y luego podremos descansar.
Sin discutir, Enzo fue al baño y regresó con todo lo necesario. Amatista lo esperó sentada en la cama, observando cómo él se inclinaba para dejar las cosas junto a ella. Sin perder tiempo, tomó las vendas y comenzó a trabajar con cuidado.
—¿Tomaste los remedios? —preguntó, manteniendo la atención en su hombro.
—Sí, no te preocupes.
Amatista terminó de vendarlo rápidamente y dejó todo sobre la mesa de noche junto con las almohadillas. Luego se acomodó para descansar, sintiendo cómo el peso del día comenzaba a desvanecerse.
Enzo no tardó en recostarse junto a ella, quedando lo suficientemente cerca como para que sus respiraciones se mezclaran. Amatista cerró los ojos, pero antes de perderse en el sueño, escuchó su voz grave y suave.
—Gatita, ¿qué opinas de Rita?
Amatista, medio dormida ya, respondió con voz perezosa.
—Hablamos mañana… Tengo mucho sueño, Enzo.
Él sonrió, encantado con lo adorable que se veía en ese estado de tranquilidad.
—Está bien, descansa, gatita.
Sin decir más, Enzo se acercó un poco más, acortando la distancia entre ambos. Con movimientos suaves, levantó la mano y la colocó sobre el vientre de Amatista, casi de forma instintiva. Era un gesto protector, cargado de significado, como si quisiera conectarse con la nueva vida que crecía en su interior.
Amatista, que parecía estar a punto de quedarse dormida, abrió los ojos apenas un poco al sentir el contacto. No dijo nada, pero su expresión se suavizó aún más. Levantó su propia mano y la colocó encima de la de Enzo, entrelazando ligeramente sus dedos con los de él.
—¿Qué haces? —preguntó en un susurro, su voz apagada por el cansancio, pero teñida de ternura.
—Solo… quiero sentirlo. —Enzo respondió en un tono bajo, como si sus palabras fueran un secreto compartido entre ellos. Miraba su vientre con una mezcla de asombro y orgullo.
Amatista cerró los ojos de nuevo, dejando que un pequeño suspiro escapara de sus labios.
—Aún falta mucho para que puedas sentir algo —murmuró, aunque en su tono no había reproche, solo una leve diversión.
—Lo sé —respondió Enzo, apretando suavemente sus dedos contra los de ella—. Pero me gusta pensar que ya sabe que estoy aquí.
Amatista no pudo evitar sonreír ante esas palabras. Había algo en la forma en que Enzo hablaba que le transmitía una tranquilidad que pocas cosas podían igualar. Aunque aún no había procesado del todo lo que significaba estar embarazada, en ese momento sintió una conexión con él que parecía ir más allá de las palabras.
Se acomodó un poco más cerca de Enzo, dejando que su cabeza descansara contra su pecho. El ritmo constante de su respiración la envolvía, haciéndola sentir segura.
—Descansa, Enzo. Ya es tarde —murmuró, su voz desvaneciéndose mientras el sueño la iba reclamando poco a poco.
—Tú también, gatita —respondió él, sin mover la mano de donde estaba, como si ese contacto fuera un ancla que los mantenía unidos.
El silencio de la habitación se llenó con la quietud de la noche, y poco a poco ambos se entregaron al sueño. Las manos unidas sobre su vientre eran un recordatorio de la promesa silenciosa que compartían: cuidar uno del otro y del pequeño lazo que ahora los unía aún más profundamente.