Capítulo 54 Compromisos y límites
El sonido de los pasos firmes de Enzo resonaba mientras descendía por la majestuosa escalera que conectaba el segundo piso con el comedor principal de la mansión Bourth. Su rostro, aunque sereno, dejaba entrever una pizca de irritación por la cena que estaba a punto de sostener. Hugo y Martina Ruffo ya lo esperaban sentados, su postura impecable y su actitud aparentemente tranquila ocultaban sus verdaderas intenciones.
Enzo entró en el comedor y les dedicó un breve asentimiento. Su figura imponente irradiaba una autoridad que era difícil de ignorar.
—Señor Ruffo, Martina —saludó con un tono neutral mientras se sentaba en la cabecera de la mesa.
Hugo, un hombre de edad madura, vestía un traje caro que intentaba enmascarar las líneas de cansancio en su rostro. Martina, por su parte, era joven, de apariencia refinada, con ojos calculadores que escudriñaban todo a su alrededor.
Mariel, la empleada, comenzó a servir la cena bajo las órdenes de Enzo. El aroma de los platillos recién preparados llenó la habitación, pero la tensión en el aire era tan palpable que ninguno de los comensales parecía notarlo.
Enzo no estaba dispuesto a perder tiempo en cortesías innecesarias.
—Hugo, creo que podemos evitar los rodeos. ¿A qué se debe su visita?
El hombre mayor dejó su copa de vino en la mesa y esbozó una sonrisa medida.
—Querido Enzo, pensé que podríamos disfrutar de una velada tranquila antes de abordar los temas importantes.
La paciencia de Enzo comenzó a agotarse. Se inclinó hacia adelante, apoyando ambos codos sobre la mesa mientras mantenía la mirada fija en Hugo.
—Prefiero que vayamos al punto de inmediato.
Hugo carraspeó, visiblemente incómodo, pero sabía que no podía eludir la conversación por más tiempo.
—Muy bien —dijo, enderezándose—. La relación entre nuestras familias siempre ha sido sólida, Enzo. Mi amistad con tu padre, Romano, era un vínculo único. Compartíamos una visión y una confianza mutua que pocas personas llegan a tener.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —interrumpió Enzo, su tono era cortante pero controlado.
Hugo miró a su hija un instante antes de volver a Enzo.
—Creo que es hora de fortalecer esa relación mediante un compromiso formal. Mi intención es que tú y Martina unan a nuestras familias.
El comentario cayó como una bomba en la mesa. La reacción de Enzo no fue inmediata; en cambio, dejó escapar una risa baja y seca que descolocó a los Ruffo.
—Eso no sucederá —dijo finalmente, sus ojos perforando a Hugo con intensidad—. Estoy casado.
Antes de que Hugo pudiera responder, el sonido de pasos delicados atrajo la atención de todos. Amatista descendía las escaleras con una elegancia natural, vestida con un sencillo pero impecable conjunto que acentuaba su porte.
Enzo se levantó de inmediato, extendiendo una mano hacia ella con una sonrisa que parecía desafiar cualquier oposición.
—Permítanme presentarles a mi esposa, Amatista.
El impacto de la declaración fue evidente. Martina apretó los labios, incómoda con la revelación, mientras Hugo intentaba mantener la compostura. Amatista, ajena al peso de la conversación previa, les dedicó una sonrisa cortés mientras tomaba asiento junto a Enzo.
—Un placer conocerlos —saludó Amatista con amabilidad.
Hugo, después de un breve silencio, retomó la conversación con una voz que pretendía ser diplomática.
—No estaba al tanto de su matrimonio, Enzo. Pero quiero aclarar algo. Tu padre y yo compartíamos más que negocios. Mi familia arriesgó mucho por él en un momento de necesidad, y siempre existió la expectativa de que nuestras familias se unieran a través de un compromiso. De hecho, Romano mismo sugirió esta idea.
La mención de Romano endureció ligeramente la expresión de Enzo, pero no lo desvió de su postura.
—No dudo de la relación que tuvo con mi padre, pero si alguna vez sugirió algo como esto, nunca lo comunicó conmigo. Y de cualquier forma, como puede ver, ese compromiso no es posible.
Hugo se inclinó hacia adelante, insistente.
—Enzo, no es solo una cuestión de negocios. Es sobre mantener una alianza que beneficie a ambas familias. Es una deuda que Romano reconocía.
Enzo levantó una mano, su tono más firme que antes.
—Hugo, está entrando en un territorio delicado. Hablar de un compromiso frente a mi esposa es una falta de respeto que no estoy dispuesto a tolerar.
Amatista permaneció tranquila, pero sus ojos se afilaron sutilmente mientras observaba a Hugo. La tensión en la sala era palpable, y Martina evitaba mirar a Amatista, como si su presencia fuera una complicación no prevista.
—No es mi intención ofender —replicó Hugo, tratando de suavizar el golpe—. Pero esperaba que consideraras esta opción como algo beneficioso para todos.
—Y yo ya dejé clara mi postura —respondió Enzo, cortando cualquier intento de continuar con el tema—. Estoy dispuesto a ofrecerles mi hospitalidad y ayudarlos en lo que necesiten, pero este tema no se discutirá más.
Martina, que había permanecido en silencio todo este tiempo, habló finalmente, su voz calmada, pero con un deje de desafío.
—Entendemos su posición, Enzo. Agradecemos su hospitalidad y el tiempo que nos está concediendo.
Amatista desvió ligeramente su mirada hacia Martina, sin mostrar más emoción que una cortesía fría. Enzo, por su parte, se recargó en el respaldo de su silla, su expresión imperturbable.
—Perfecto. Disfrutemos de la cena.
El ambiente en el comedor de la mansión Bourth seguía impregnado de una tensión palpable, aunque hábilmente disimulada por la cortesía de sus ocupantes. Enzo, sentado en la cabecera, mantenía una postura relajada, pero sus ojos atentos no dejaban pasar ni el más mínimo detalle de la interacción de sus invitados.
Con un movimiento tranquilo pero deliberado, Enzo tomó la mano de Amatista bajo la mesa, entrelazando sus dedos con los de ella en un gesto protector que no pasó desapercibido para los Ruffo.
—¿Cómo te sientes, gatita? —preguntó en un tono bajo y cálido, lo suficientemente audible solo para Amatista.
Ella, con una leve sonrisa, lo miró de reojo mientras jugaba con sus dedos entrelazados.
—Mejor, amor. El malestar ya pasó. —Su tono era sereno, pero había un brillo en sus ojos que solo Enzo reconocía como sincero alivio.
Martina, sentada al otro lado de la mesa, observaba la interacción con una mezcla de incomodidad y algo que podría confundirse con envidia. Era evidente que Enzo no solo mostraba interés por su esposa, sino una devoción que hacía que su presencia fuera casi un desafío a cualquiera que intentara interponerse.
Hugo, por su parte, parecía más curioso que molesto. Sus ojos se posaban de tanto en tanto sobre Amatista, como si intentara descifrar el papel que ella jugaba en la vida de Enzo y, más aún, en el entramado que conectaba a las familias.
La cena comenzó a servirse, y Mariel dispuso con maestría los platos frente a cada uno de los comensales. Los sonidos de los cubiertos y las copas al chocar suavemente contra la mesa creaban una sinfonía que llenaba el silencio incómodo. Fue Hugo quien finalmente rompió la quietud, apoyándose ligeramente en la mesa mientras miraba a Enzo.
—Sabes, Enzo, no pasa un día en el que no recuerde a Romano. Era un hombre admirable, siempre enfocado en los negocios, pero con una visión única sobre las relaciones.
Enzo, que había comenzado a cortar su carne, levantó la vista sin expresión alguna.
—Sí, mi padre era un hombre muy particular —respondió con calma, pero su tono sugería que preferiría cambiar de tema.
Sin embargo, Hugo continuó, girando ligeramente la conversación hacia Amatista.
—Debes haber escuchado historias sobre él, Amatista. Romano era un estratega nato, un hombre que sabía cómo tomar decisiones que siempre beneficiaban a todos los involucrados.
Amatista, que hasta ese momento había permanecido en silencio, dejó los cubiertos a un lado y se inclinó un poco hacia adelante. Su mirada era cortés pero firme.
—No solo he escuchado historias sobre Romano, señor Ruffo. Tuve el privilegio de conocerlo.
El comentario captó la atención de todos en la mesa, especialmente la de Hugo, quien la observó con renovado interés, y de Martina, cuya expresión se tornó aún más analítica.
—¿De verdad? —preguntó Hugo, curioso—. ¿Cómo llegaste a conocerlo tan de cerca?
Amatista lanzó una mirada rápida a Enzo, quien le devolvió una sonrisa sutil que la alentó a continuar.
—Romano fue más que un hombre de negocios admirable para mí. Luego de la muerte de mi madre, Isabel, él se encargó de cuidarme. Fue quien tomó la decisión de criarme en la mansión Bourth, asegurándose de que recibiera una educación acorde no solo para ser una mujer independiente, sino también para cumplir con el acuerdo que teníamos.
—¿Un acuerdo? —preguntó Hugo, con evidente confusión.
Amatista asintió, esta vez mirando directamente a Enzo mientras hablaba.
—Romano me educó para ser la futura esposa de Enzo. Fue un acuerdo que los tres tuvimos en su momento. Y aunque mi amor por Enzo es lo que guía cada decisión que tomo, también siento un profundo agradecimiento hacia la familia Bourth por todo lo que hicieron por mí.
Las palabras de Amatista cayeron como un peso sobre la mesa. Hugo pareció descolocado, como si esa información no solo fuera inesperada, sino que cambiara por completo el panorama que había imaginado.
Martina, por su parte, apretó ligeramente la servilleta que sostenía en sus manos.
—Parece que Romano no dejó cabos sueltos en sus planes —comentó Hugo, tratando de recuperar la compostura.
—No, no los dejó —confirmó Enzo, su tono cargado de un orgullo que no necesitaba ser ocultado. Su mirada se posó en Amatista, y aunque no dijo más, la intensidad en sus ojos hablaba por sí sola.
Martina, finalmente rompiendo su silencio, intervino con un intento de neutralidad.
—Debe ser reconfortante sentir tanto apoyo, Amatista. No todas las mujeres tienen ese privilegio.
Amatista mantuvo su compostura, sonriendo con una cortesía impecable.
—Es cierto, Martina. Pero más que un privilegio, creo que se trata de una conexión basada en la lealtad y el respeto mutuo.
El comentario, aunque dicho con suavidad, no pasó desapercibido para Enzo, quien apretó ligeramente la mano de Amatista bajo la mesa en señal de aprobación.
La cena continuó con un ambiente más relajado. Hugo, aunque claramente descontento con el giro de los acontecimientos, evitó insistir más sobre el compromiso, mientras Martina se sumergió en una aparente neutralidad que no lograba esconder del todo su incomodidad. Enzo, sin embargo, no bajó la guardia. Cada gesto, cada mirada y cada palabra parecían estar cuidadosamente calculados para proteger lo que más valoraba: Amatista y su vida juntos.
Cuando la cena llegó a su fin, Enzo se levantó, ayudando a Amatista a hacer lo mismo.
—Gracias por acompañarnos esta noche, Hugo, Martina —dijo con una cortesía que no carecía de firmeza—. Espero que encuentren todo a su gusto durante su estancia aquí.
—Ha sido una velada… interesante —respondió Hugo, con una leve inclinación de cabeza.
Enzo, con su brazo rodeando la cintura de Amatista, se retiró del comedor, dejándolos atrás. Mientras caminaban hacia su habitación, Enzo se inclinó ligeramente hacia Amatista, susurrándole con una sonrisa.
—Gatita, eres mi arma secreta.
Amatista rió suavemente, apoyándose contra él mientras subían las escaleras, conscientes de que la batalla aún no había terminado, pero sabiendo que, juntos, eran inquebrantables.
Ya en la habitación, el ambiente entre Enzo y Amatista era más relajado. La tensión que había impregnado la cena con los Ruffo se había disipado, dejando espacio para la complicidad que ambos compartían. Amatista, mientras se acomodaba sobre la cama, dejó escapar una risa ligera.
—¿Un compromiso? —dijo, mirando a Enzo con diversión—. ¿De verdad pensaron que eso funcionaría contigo?
Enzo, que estaba quitándose los gemelos de la camisa, soltó una carcajada baja mientras dejaba los accesorios sobre la mesita junto a la cama.
—Hugo siempre ha sido un hombre de ideas… extravagantes. Pero esta, sin duda, se lleva el premio.
Ambos rieron, disfrutando del momento, antes de que Enzo se dirigiera al baño para darse una ducha rápida. Amatista, mientras tanto, tomó una botella de crema hidratante del tocador. El sol del día y el calor le habían dejado la piel algo seca, y el alivio del producto contra su piel era reconfortante.
Enzo salió del baño minutos después, con el cabello mojado y una toalla alrededor de la cintura. Sin decir nada, se sentó en la cama, dejando caer la toalla que llevaba en la mano. Amatista se acercó, tomó la toalla y, con movimientos suaves, comenzó a secarle el cabello.
—¿Sabes? —dijo Enzo, cerrando los ojos mientras disfrutaba del contacto—. Me preocupa dejarlos aquí contigo mientras yo no estoy.
Amatista, concentrada en su tarea, levantó la mirada hacia él con curiosidad.
—¿Crees que intenten algo malo o raro?
Enzo abrió los ojos y la miró directamente, con una mezcla de seriedad y cautela.
—Con gente ambiciosa como ellos, nunca se sabe. Siempre buscan una forma de aprovecharse, y no quiero que estés en medio de nada.
Amatista dejó la toalla a un lado y se sentó frente a él, tocando su rostro con ternura.
—Amor, estaré bien. Pero si realmente te preocupa, ¿qué propones?
Enzo la miró, su expresión suavizándose ligeramente mientras una idea tomaba forma en su mente.
—Mañana pasaremos el día juntos en el club de golf. Así evitamos cualquier oportunidad de que intenten algo mientras no estoy contigo.
Amatista asintió, entendiendo que esa era la mejor opción.
—Me parece bien, amor. Será agradable salir un poco.
Enzo se inclinó hacia ella y dejó un beso en su frente antes de levantarse de la cama.
—También le pediré a Roque que instale micrófonos en las habitaciones que les asignamos. Quiero anticiparme a cualquier cosa.
Amatista lo observó en silencio mientras él hablaba, apreciando la forma en que siempre buscaba protegerla. Sin embargo, su seriedad se desvaneció cuando Enzo volvió a mirarla, esta vez con un destello juguetón en sus ojos.
—Pero, dime, gatita… ¿ya revisaste todos los materiales que te compraron?
Amatista sonrió, adivinando que el cambio de tema era intencional para aliviar la atmósfera.
—Sí, ya lo vi todo. Es increíble, amor. Todo lo que necesito y más.
Enzo arqueó una ceja, divertido.
—¿Y cómo piensas agradecérmelo?
Amatista soltó una risa ligera, acercándose a él y poniendo una mano en su pecho.
—No te preocupes, ya encontraré la manera.
Enzo sonrió, llevándola hacia él y atrapándola en un abrazo que la hizo reír aún más. Por un momento, los problemas y preocupaciones quedaron relegados, permitiéndoles disfrutar de la calma de su mundo compartido.