Capítulo 108 Un amor en ruinas
El amanecer llegó tranquilo, con un aire frío que se colaba entre las cortinas de la habitación de Amatista. Ella despertó despacio, los párpados pesados por el cansancio acumulado de los últimos días. Estiró la mano hacia su teléfono, un gesto habitual, y al encenderlo, su rostro se transformó. La pantalla estaba inundada de notificaciones: decenas de llamadas perdidas y mensajes de Enzo.
Una parte de ella quería ignorarlos, pero la otra, más fuerte, sentía curiosidad. Al abrir uno de los mensajes, leyó: "Gatita, por favor, vuelve. No puedo más sin ti". Lo cerró de inmediato, su corazón latiendo con fuerza.
—¿Cómo puede decir que no puede más sin mí si no es capaz de apoyarme? —murmuró, sintiendo cómo el dolor y la frustración se entremezclaban.
Dejó el teléfono sobre la mesa de noche y se dirigió al baño. El agua fría la ayudó a despejarse, pero no calmó la maraña de emociones que la atormentaban. Esto no puede seguir así, pensó mientras se secaba el rostro frente al espejo. Sin embargo, no tuvo tiempo de reflexionar más.
Desde la ventana del baño, los gritos llegaron claros.
—¡Quiero verla! ¡Quiero hablar con Amatista!
Amatista corrió a la ventana, apartando la cortina para observar. Allí estaba él, acompañado de Emilio, Mateo, Paolo y Massimo. Enzo gritaba desesperado frente a los guardias de la entrada, exigiendo que lo dejaran pasar. Su voz era una mezcla de rabia y súplica, rasgando el aire matutino con una intensidad que hizo que el corazón de Amatista se encogiera.
Daniel Torner salió entonces de la mansión, su porte sereno contrastando con la furia de Enzo.
—Enzo, cálmate. La llamaré para que venga, pero no tienes derecho a armar semejante escándalo aquí.
Amatista suspiró, tomando una decisión rápida. Se vistió con lo primero que encontró y bajó las escaleras a toda prisa. Al abrir la puerta principal, vio cómo Daniel intentaba razonar con Enzo, mientras los demás hombres observaban a una distancia prudente, como si estuvieran listos para intervenir.
—Amor, ¿qué haces aquí? —preguntó Amatista al acercarse, su tono cargado de desconcierto y preocupación.
Enzo la miró, y en ese instante ella notó su estado deplorable. Su rostro estaba pálido, las ojeras profundas, y aunque había intentado arreglarse, era evidente que no estaba bien.
Daniel, al ver a su hija, les dio espacio.
—Hablen tranquilos —dijo antes de retirarse, con un gesto hacia los demás para que también se alejaran. Emilio, Mateo, Paolo y Massimo obedecieron, aunque permanecieron lo suficientemente cerca como para escuchar cada palabra.
El silencio entre Amatista y Enzo duró apenas un segundo antes de que él hablara.
—Soy un idiota, gatita. No sé cómo actuar cuando siento que puedo perderte. Por eso... por eso reaccioné así.
Su voz se quebró, y Amatista, sorprendida por su vulnerabilidad, dio un paso hacia él. Levantó la mano para acariciar su mejilla, sintiendo la aspereza de su barba.
—Amor, no tienes que tener miedo. Yo no quiero dejarte, ¿no entiendes eso? —dijo ella con dulzura, sus ojos buscando los de él con sinceridad—. Te amo.
Las palabras de Amatista parecieron calmarlo por un momento. Enzo se llevó una mano al bolsillo y sacó una pequeña caja de terciopelo negro.
—Entonces vuelve conmigo. Esto siempre fue para ti. —Abrió la caja, revelando los anillos que había comprado años atrás.
Amatista lo miró con sorpresa, pero también con desconfianza.
—¿Eso significa que no tienes problema con que trabaje como diseñadora?
La pregunta lo tomó por sorpresa. Enzo frunció el ceño y, por un instante, sus ojos reflejaron algo oscuro.
—No.
Amatista dio un paso atrás, dejando caer su mano de su rostro.
—Casi te creo, Enzo. Casi me haces pensar que realmente estabas arrepentido.
El cambio en el rostro de Enzo fue inmediato. Su ira, contenida por apenas unos minutos, estalló.
—¡Sube al auto! Nos vamos ahora.
—No voy a ir a ningún lado contigo —respondió Amatista con una calma que solo intensificó la frustración de Enzo.
Desde la distancia, Emilio alzó la voz.
—¡Enzo, no es así como vas a solucionar esto! Tranquilízate.
Mateo y Massimo intentaron acercarse, pero Enzo levantó una mano, deteniéndolos.
—¡Sube al auto ahora, o olvídate de mí! —gritó, su voz resonando con una desesperación que hizo eco en los muros de la mansión.
Amatista lo miró fijamente, con los ojos llenos de una mezcla de tristeza y resolución.
—No voy a subirme al auto, pero tampoco soy yo la que te deja, Enzo. Eres tú el que me aleja.
Tomó la caja con los anillos de sus manos y se la devolvió, cerrándola suavemente antes de colocarla sobre su pecho.
—Adiós, Enzo.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la mansión. Justo antes de entrar, se detuvo y lo miró una última vez.
—No vuelvas a buscarme, ni a llamarme "gatita". Tú ya no eres ese niño que juró cuidarme.
La puerta se cerró detrás de ella, dejando a Enzo inmóvil. Su cuerpo parecía una estatua, rígido y vacío, mientras la realidad de sus palabras lo golpeaba como un puñal.
Emilio se acercó entonces, el rostro cargado de frustración.
—¿Cómo pensabas arreglar esto, amenazándola? ¿De verdad crees que así la recuperarás?
Enzo no respondió. Sus ojos seguían fijos en la puerta cerrada, como si aún esperara que ella regresara.
— Vamos a la mansión Bourth —murmuró finalmente, su voz apenas un susurro.
El sol apenas comenzaba a ascender, tiñendo el cielo de tonos cálidos, mientras los autos avanzaban en silencio hacia la mansión Bourth. Enzo estaba sentado en el asiento trasero, inmóvil, con la mirada perdida a través de la ventana. A su lado, Emilio lo observaba con preocupación, mientras Mateo conducía con discreción, entendiendo que algo grave había ocurrido pero sin atreverse a preguntar.
El silencio era abrumador. El eco de las palabras de Amatista resonaba en la mente de Enzo, especialmente esa frase que nunca habría esperado escuchar: "No vuelvas a llamarme gatita." La simple idea lo atravesaba como una daga, dejándolo sin aire. Había conocido a Amatista toda su vida. Desde niños, ella había sido su refugio, su constante. Y ese apodo, "gatita", no era simplemente un nombre cariñoso; era un símbolo de todo lo que compartían. Ahora, ese vínculo parecía desmoronarse ante sus ojos.
Emilio carraspeó, intentando romper la tensión en el ambiente.
—Enzo, ¿por qué no dejas que Amatista sea diseñadora? —preguntó con cautela, consciente de que podía estar pisando terreno peligroso.
Enzo no respondió. Su mirada seguía fija en el horizonte, aunque parecía no estar viendo nada. Había un vacío en sus ojos, como si estuviera atrapado en sus propios pensamientos, incapaz de escapar.
Emilio insistió, su tono más suave esta vez.
—Hermano, ¿qué te pasa? Pareces... perdido.
La voz de Emilio logró penetrar la barrera mental de Enzo. Este giró la cabeza lentamente hacia él, pero su expresión era de pura derrota.
—Lo arruiné todo —murmuró con una amargura que Emilio jamás había escuchado antes. Pausó, como si estuviera recogiendo las palabras correctas entre los escombros de su orgullo roto—. Ella nunca... nunca me había pedido que no la llamara gatita.
Emilio frunció el ceño, intrigado.
—¿Qué tiene de especial ese apodo? —preguntó, intentando comprender el peso emocional que cargaba.
Enzo cerró los ojos por un momento, como si retrocediera en el tiempo. Cuando volvió a hablar, su voz era apenas un susurro, pero cargada de emoción.
—Cuando éramos niños... ella tenía cinco años. Yo tenía siete. Una tarde, después de una discusión en la mansión, Amatista estaba triste, así que decidí llevarla a pasear. Caminamos por los jardines hasta que encontramos un pequeño gatito herido. Estaba solo, llorando. Buscamos a su madre, pero no la encontramos. Yo le propuse llevarlo a la mansión y cuidarlo. Ella aceptó, pero cuando estábamos de regreso, se detuvo de repente, mirando al gatito en sus manos.
Hizo una pausa, recordando con precisión cada detalle de aquel momento.
—Amatista le dijo al gatito que ella tampoco tenía una madre que la cuidara... —La voz de Enzo se quebró ligeramente, pero continuó—. Yo no sabía qué decir, así que le prometí que no tenía que preocuparse. Le dije que, a partir de ese día, ella sería mi gatita, y que yo siempre la cuidaría.
Emilio escuchó en silencio, comprendiendo finalmente el peso de ese apodo. No era solo un término cariñoso; era un juramento, un lazo que los había unido desde la infancia. Ahora entendía por qué las palabras de Amatista lo habían devastado tanto.
—Desde ese momento —continuó Enzo, con una leve sonrisa amarga—, siempre la he llamado gatita. Incluso cuando peleábamos, cuando discutíamos... nunca me había pedido que no la llamara así. Nunca.
El auto se sumió en un nuevo silencio. Emilio se inclinó un poco hacia él, su tono buscando consolar.
—Tal vez lo dijo porque estaba dolida o frustrada. Amatista te ama, Enzo. Lo sabemos todos.
Enzo lo miró, y por un momento, pareció debatirse entre la esperanza y el desánimo. Pero entonces, su semblante cambió. Su rostro se endureció, adoptando una expresión fría que Emilio reconoció como el escudo que Enzo levantaba cuando estaba decidido a bloquear sus emociones.
—No voy a buscarla más. —Su tono era firme, pero había un dejo de dolor que traicionaba su resolución.
Emilio lo observó con incredulidad.
—¿Qué estás diciendo? Amatista es única. Nunca encontrarás a alguien como ella.
Enzo asintió lentamente, como si estuviera de acuerdo.
—Lo sé. Amatista será mi única gatita... pero no quiero lastimarla más. Lo mejor es seguir adelante con mi vida.
Emilio estaba a punto de replicar, pero algo en la mirada de Enzo lo detuvo. Era como si una parte de él ya hubiera aceptado la idea de dejarla ir, aunque eso lo estuviera destrozando por dentro.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Mateo, desde el asiento del conductor, lanzaba miradas ocasionales por el espejo retrovisor, pero no se atrevía a intervenir. El peso de la conversación flotaba en el aire como una nube oscura, densa e inescapable.
Cuando llegaron a la mansión Bourth, Enzo fue el primero en salir del auto. Caminó hacia la entrada con pasos firmes, pero su postura delataba el cansancio emocional que lo consumía. Emilio lo siguió, decidido a no dejar que su amigo cargara con todo ese peso solo.
—Enzo... —llamó Emilio, deteniéndose justo detrás de él—. ¿Estás seguro de esto? ¿De verdad vas a rendirte?
Enzo se giró lentamente, su expresión imperturbable, pero sus ojos reflejaban un dolor indescriptible.
—No es rendirse, Emilio. Es... aceptar que quizás ella estará mejor sin mí.
Emilio apretó los labios, frustrado. Sabía que Enzo no era del tipo que se daba por vencido fácilmente, pero también entendía que el vínculo con Amatista era diferente. Más profundo. Más complicado.
—¿Y tú? ¿Tú estarás mejor sin ella? —preguntó finalmente.
Enzo no respondió. Simplemente giró sobre sus talones y entró en la mansión, dejando a Emilio con una mezcla de rabia y tristeza. Por primera vez, Emilio sintió que el hombre que siempre había visto como invencible estaba al borde del colapso.
Mateo esperó a que Enzo desapareciera detrás de las puertas de la mansión antes de encender el auto y dirigirle una mirada significativa a Emilio.
—Sube. Vamos a tu casa —indicó con firmeza.
Emilio no discutió. Con un suspiro pesado, rodeó el auto y se sentó en el asiento del copiloto. Mateo arrancó el vehículo y ambos se dirigieron hacia la mansión de Emilio, la más cercana. El trayecto transcurrió en silencio, pero la tensión era palpable. Mateo, aunque normalmente reservado, no pudo contenerse más cuando estacionó frente a la entrada de la mansión.
—No entiendo cómo puede ser tan terco. —Apagó el motor y giró hacia Emilio, su tono cargado de frustración—. ¿De verdad cree que olvidará a Amatista con alguien más?
Emilio frunció el ceño, mirando por la ventana antes de responder.
—Eso fue lo que dijo cuando llegamos a la mansión Bourth. Que Amatista estaría mejor sin él y que la olvidaría con otra mujer. —El desprecio en su voz era evidente—. Como si fuera tan simple.
Ambos bajaron del auto y entraron en la mansión de Emilio. En la sala de estar, se unieron a Massimo y Paolo, quienes ya estaban esperándolos. La conversación no tardó en girar en torno a Enzo y su insólita decisión.
—Amatista y Enzo se aman. Eso es innegable. —Massimo se inclinó hacia adelante, sus manos entrelazadas mientras los observaba a todos con seriedad—. Tal vez necesitan tiempo separados para entenderlo mejor.
—Eso no significa que podamos dejarlo así. —Paolo, sentado con una postura relajada, pero con los ojos llenos de preocupación, negó con la cabeza—. Ambos son tercos, pero es evidente que Enzo está más desesperado. Amatista está acostumbrada a lidiar con sus cosas sola, pero igual debemos darle apoyo. No podemos dejarla a la deriva.
—¿Y Enzo? —intervino Mateo, cruzando los brazos—. Él no parece tener ningún interés en solucionar esto. Dijo que buscaría a alguien más, pero está claro que lo hace para castigarse.
—Exacto. —Paolo levantó un dedo, como si eso resumiera todo el problema—. Y ahí está el peligro. Sabemos cómo es Enzo. La que sea que elija como reemplazo no será más que eso: un reemplazo. Pero esa mujer no va a saberlo, y Enzo no es precisamente sutil.
—¿Sutil? —Emilio soltó una carcajada seca—. Él no lo es, y eso es lo que me preocupa. Si lleva a alguien más a su vida para “olvidar” a Amatista, ¿cuánto tiempo pasará antes de que esa persona intente aprovecharse de la situación?
—Es nuestra responsabilidad controlar eso. —La voz de Paolo era tranquila pero firme—. No podemos dejar que se meta en problemas mayores.
Massimo asintió, mirando a cada uno de ellos antes de hablar.
—Piensen en todos los años que llevamos trabajando con él. ¿Alguna vez lo vimos así? —Hizo una pausa, dejando que la pregunta se asentara en el aire antes de continuar—. El Enzo que conocíamos nunca tomaría una decisión así. Pero está claro que este no es el mismo Enzo.
El silencio que siguió fue abrumador. Cada uno de ellos sabía que Massimo tenía razón. Enzo siempre había sido calculador, implacable y seguro de sí mismo. Pero ahora, era como si una parte de él hubiera colapsado bajo el peso de sus emociones.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Emilio finalmente, su tono serio.
Paolo se levantó y caminó hacia la ventana, mirando hacia el horizonte.
—Hacemos lo que siempre hemos hecho: estar para él y para Amatista. Aunque no lo admitan, ambos nos necesitan. Y aunque Enzo esté perdiendo la cabeza, no podemos dejar que su desesperación lo lleve a tomar decisiones que lo lastimen más.
Massimo asintió.
—Y debemos asegurarnos de que quien sea que intente ocupar el lugar de Amatista sepa claramente que no será más que un reemplazo.
Emilio suspiró, apoyándose en el respaldo del sofá.
—¿Y si no podemos hacer nada para detenerlo?
—Entonces nos aseguramos de que no destruya todo lo que le importa en el proceso. —Paolo se giró para mirarlos, su expresión decidida—. No podemos perderlo. Ni a él, ni a Amatista.
La conversación terminó con un consenso silencioso. No sería fácil, pero todos sabían que no podían darse el lujo de fallar. Enzo y Amatista eran el corazón de todo lo que habían construido, y aunque estuvieran rotos ahora, aún había esperanza de que pudieran repararse.