Capítulo 19 Un amor que enciende la tarde
La tarde avanzaba lentamente, y el calor se apoderaba de la mansión. Los rayos del sol, dorados y abrasadores, entraban a través de los ventanales, iluminando con tonos cálidos la madera oscura de los muebles y los detalles en mármol que decoraban el salón principal. La quietud del momento solo era rota por el murmullo del viento que hacía danzar las cortinas, moviéndose suavemente como si temieran interrumpir la calma.
Desde el baño, Enzo y Amatista salieron envueltos en batas de baño blancas. Aún con las gotas de agua brillando sobre sus pieles, no parecían tener prisa por vestirse. La intimidad que los rodeaba era como un refugio, un espacio donde el tiempo se detenía y el mundo exterior dejaba de importar.
Amatista, siempre activa, fue la primera en moverse con agilidad. —Hace demasiado calor —dijo, más para sí misma que para Enzo, mientras sus pies descalzos hacían un leve eco en el suelo de madera pulida. Se dirigió a la cocina, sintiendo que necesitaba algo que refrescara no solo su cuerpo, sino también el torbellino de emociones que seguía vibrando en su interior después del baño compartido.
Sus movimientos eran ágiles y metódicos. Preparó un café frío para Enzo, con la cantidad justa de hielo y un toque de leche. Para ella, optó por una limonada casera, la bebida que siempre prefería cuando el calor era sofocante. El aroma cítrico llenó el ambiente mientras vertía el líquido en un vaso alto, decorándolo con unas rodajas de limón.
Cuando regresó al salón, Enzo ya la esperaba en el sofá, con una postura relajada, aunque sus ojos seguían cada movimiento de Amatista como un halcón. Esa mirada que parecía desentrañarlo todo siempre lograba encender algo en ella, como si fuera una invitación silenciosa a acercarse.
—Aquí tienes, amor —dijo ella, entregándole el vaso de café frío con una sonrisa que iluminó aún más la sala.
Enzo tomó el vaso, dejando que sus dedos rozaran los de Amatista al recibirlo. Ese contacto fugaz fue suficiente para arrancarle una sonrisa ladeada, esa que siempre la hacía sentir especial y vulnerable al mismo tiempo. Amatista se sentó a su lado, acurrucándose con naturalidad sobre su hombro mientras bebía un sorbo de su limonada.
—Te extrañé tanto todos estos días... —murmuró ella, su voz suave y llena de sinceridad, como si cada palabra llevara un trozo de su corazón.
Enzo sonrió, esa sonrisa que parecía contener un universo de secretos y emociones. Sus ojos la miraron con ternura, pero también con una chispa juguetona.
—¿Por eso estabas tan ansiosa por estar conmigo? —bromeó, inclinándose un poco hacia ella con una expresión traviesa.
Amatista soltó una risa ligera y dejó su vaso sobre la mesita frente al sofá. Se movió con gracia, deslizándose sobre las piernas de Enzo hasta quedar frente a él. Sus rodillas descansaban a cada lado de sus caderas, y sus manos encontraron refugio en el pecho de él, acariciándolo bajo la bata de baño.
—¿Y tú? —preguntó en un susurro mientras sus dedos trazaban círculos sobre la piel cálida de Enzo—. ¿No me extrañaste, amor?
Enzo, sin apartar su mirada de la de ella, colocó una mano firme sobre su pierna, el contacto enviando una descarga de calor a través de Amatista. Sus dedos comenzaron a deslizarse lentamente, ascendiendo por su muslo hasta alcanzar sus glúteos. Allí, se detuvo un momento, ejerciendo una ligera presión que arrancó de ella un leve jadeo. Después, con la misma calma calculada, deslizó su mano hasta su cintura, tomándola con una firmeza que parecía afirmar su conexión.
La otra mano de Enzo se alzó hasta alcanzar el cuello de Amatista, rodeándolo con un control que no era invasivo, sino íntimo. Su tacto era el de alguien que conocía cada rincón de su ser, y esa familiaridad la hacía sentirse más vulnerable y segura a la vez.
—Te extrañé tanto que sentí que iba a morir... —confesó Enzo, su voz grave y cargada de emoción.
Antes de que Amatista pudiera responder, Enzo acortó la distancia entre ellos y tomó sus labios en un beso que era todo menos tímido. Era urgente, intenso, como si quisiera transmitir en ese contacto todo lo que las palabras no podían expresar. Amatista respondió de inmediato, entregándose al momento con la misma pasión.
Sus manos se aferraron a los hombros de Enzo mientras sus labios se movían al unísono, creando un ritmo que parecía dictado por sus corazones. La bata de Amatista cayó al suelo, dejando expuesta su piel bajo la tenue luz que llenaba la habitación. Enzo deslizó la suya solo lo suficiente para continuar, dejando al descubierto su torso musculoso.
Amatista inclinó su rostro hacia el cuello de Enzo, depositando besos que pronto se transformaron en pequeños mordiscos. Su piel quedaba marcada con señales que no se desvanecerían pronto, y Enzo no podía hacer más que dejarse llevar. Sus manos recorrían cada centímetro de Amatista, explorando y reafirmando su conexión.
Los movimientos de Amatista se volvieron más intencionados, sus caderas marcando un ritmo que arrancó un gemido bajo de Enzo. La vulnerabilidad que mostraba en ese sonido solo la alentó más.
—¿Qué pasa, amor? —susurró ella, inclinándose hacia su oído con una sonrisa que mezclaba ternura y desafío—. ¿Acaso Enzo Bourth está perdiendo el control?
Enzo dejó escapar una risa ronca, su mirada oscurecida por el deseo y la fascinación.
—Cuidado, gatita —murmuró, su tono una mezcla de advertencia y juego—. No me provoques demasiado...
Pero las palabras parecían innecesarias. El lenguaje entre ellos era el del tacto, los suspiros y los gemidos compartidos. La pasión los envolvió por completo, y el mundo exterior se desvaneció por completo, dejando solo el calor y la intensidad de su amor.
Finalmente, cuando la tormenta de emociones cedió, ambos quedaron recostados en el sofá. Amatista descansaba sobre el pecho de Enzo, y él acariciaba su cabello con movimientos lentos, como si quisiera grabar ese momento en su memoria.
El silencio que los rodeaba era cómodo, cargado de una intimidad que no necesitaba ser llenada con palabras. Sin embargo, en la mente de Enzo, las imágenes del encuentro con Daniel en el café volvían una y otra vez. Recordaba las miradas de las mujeres, el descaro de sus intentos de acercarse a él.
—Voy a hacer algo para que esas mujeres no vuelvan a acercarse a mí —dijo finalmente, su voz firme y cargada de determinación.
Amatista levantó la cabeza y lo miró con una mezcla de sorpresa y ternura.
—Amor, no tienes que hacer eso —respondió, dejando escapar una risa suave mientras lo miraba a los ojos—. Yo te entiendo.
Enzo no respondió de inmediato, pero su mirada se suavizó mientras acariciaba la mejilla de Amatista. Para él, cada momento con ella era un recordatorio de lo mucho que significaba. Su amor no era solo una emoción, sino una promesa de protegerla a cualquier costo.
El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, pintando el cielo con tonos anaranjados y rosados. Amatista volvió a recostarse sobre el pecho de Enzo, dejando que el calor del momento los envolviera nuevamente. Para ella, todo estaba en calma. Para él, la decisión de protegerla, incluso de sí mismo, era más fuerte que nunca.
Amatista se quedó profundamente dormida sobre el pecho de Enzo, su respiración tranquila llenando el espacio con una paz indescriptible. Enzo continuó acariciándola, disfrutando de su presencia, pero el reloj avanzaba inexorablemente. Cuando las manecillas marcaron las ocho de la noche, supo que era hora de irse.
Con sumo cuidado, intentó levantarse sin despertarla, pero Amatista se removió ligeramente, abriendo los ojos y mirándolo con un dejo de somnolencia.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja, su tono aún cargado de sueño.
Enzo le dedicó una mirada cálida, inclinándose para besar su frente. —Tengo que irme.
Amatista asintió con un pequeño suspiro, se incorporó un poco y lo besó suavemente antes de volver a recostarse en el sofá. Enzo se quedó unos segundos más observándola, su semblante relajado y confiado, antes de enderezarse y caminar hacia la habitación para vestirse.
Sin detenerse demasiado, tomó la ropa que había dejado preparada más temprano y se cambió rápidamente. Luego salió de la casa y subió a su auto, encendiendo el motor con un suspiro. El trayecto hasta la mansión Bourth fue breve, pero su mente no dejó de divagar sobre la calidez de los últimos momentos con Amatista, lo que le arrancó una pequeña sonrisa antes de volver a centrarse en la noche que tenía por delante.
Había una fiesta que atender, una celebración organizada por Paolo, uno de sus socios más cercanos, que no solo era un evento social, sino también una oportunidad para reforzar alianzas importantes. Sin embargo, mientras manejaba hacia el lugar, el pensamiento de Amatista seguía presente, como una suave presencia que lo acompañaba incluso en la distancia.
Enzo llegó a la mansión de Paolo, perfectamente vestido para la ocasión pese al calor sofocante. Llevaba un pantalón de lino gris claro que caía con elegancia, acompañado de una camisa blanca de algodón con las mangas arremangadas hasta los codos, dejando ver su reloj de diseño sobrio y costoso. Su apariencia impecable siempre lograba imponer respeto, incluso en eventos más relajados como aquel.
Al entrar, la música suave de fondo y las conversaciones animadas llenaban el amplio salón iluminado con luces cálidas. Paolo, el anfitrión, lo recibió con un apretón de manos y una sonrisa, llevándolo directamente a una mesa apartada donde ya lo esperaban Emilio, Mateo y Massimo, el círculo más cercano de Enzo. Paolo tomó asiento con ellos, y la charla fluyó con la camaradería habitual.
Mientras los hombres intercambiaban bromas y hablaban de negocios, las mujeres presentes no tardaron en notar al grupo. Miradas curiosas y sonrisas coquetas comenzaron a lanzarse desde las otras mesas, buscando alguna invitación o, al menos, un guiño de interés. Sin embargo, y quizás gracias al comportamiento de Enzo esa misma mañana, ninguna se atrevió a acercarse directamente. El aire en torno a él parecía más distante y reservado de lo habitual, algo que sus amigos no dejaron pasar por alto.
En un momento, Massimo, siempre el más bromista del grupo, se inclinó hacia Enzo, observando detenidamente su cuello. Una sonrisa astuta se dibujó en su rostro mientras señalaba unas marcas apenas visibles pero inconfundibles.
—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —dijo con tono burlón—. Así que el señor "soy intocable" tiene huellas de una pelea cuerpo a cuerpo. Y eso que hoy en el café parecías listo para deshacerte de cualquier mujer a gritos.
Los otros tres hombres estallaron en carcajadas, Emilio y Mateo chocaron sus copas con la de Massimo mientras Paolo miraba a Enzo con fingida incredulidad.
—¿Qué pasa, Bourth? —añadió Mateo, alzando una ceja—. ¿Te cayó un gato salvaje encima? Porque esas marcas no parecen de algo accidental.
—Más bien de "gatita" —remató Emilio, con una sonrisa burlona.
Aunque por lo general Enzo habría cortado cualquier comentario similar con una mirada fría, esta vez simplemente se permitió sonreír, llevando la copa de vino a sus labios con calma. Su actitud relajada solo alimentó las bromas.
—¡Ah, lo admite! —exclamó Massimo, fingiendo asombro—. Alguien por fin ha logrado amansar al gran Bourth.
—¿Amansar? —intervino Paolo, echándose hacia atrás en su silla—. No sé si es eso o si más bien lo está domesticando. Aunque, conociendo a Enzo, seguro él sigue marcando las reglas.
—Eso si no ha perdido el control como parece —añadió Emilio, riendo.
Enzo los dejó hablar, aunque una sonrisa más pronunciada apareció cuando Massimo intentó continuar:
—Bueno, cuéntanos, Bourth. ¿Quién es? ¿Alguna chica nueva?
Enzo levantó la mirada con un brillo en los ojos que rápidamente cortó cualquier especulación. Su tono fue tranquilo, pero la firmeza no dejó lugar a dudas.
—Gatita —respondió simplemente, sin añadir detalles.
Ese nombre era todo lo que sus amigos conocían, un apodo que había surgido entre las bromas del grupo pero que nadie asociaba con una persona concreta. Para ellos, "Gatita" era un misterio envuelto en la intimidad de Enzo, y eso lo hacía aún más interesante.
—Si sigue marcándote así, tendrás que empezar a usar pañuelos —bromeó Paolo, provocando otra ola de risas.
Aunque el tono era ligero, la mente de Enzo estaba lejos de la conversación. Cada vez que escuchaba el apodo "Gatita", sus pensamientos volvían a Amatista, a su piel suave y sus caricias apasionadas. Pero esta vez, lejos de incomodarse, dejó que las bromas continuaran, disfrutando de la dinámica con sus amigos mientras mentalmente planeaba su regreso a casa.