Capítulo 146 Voces en la oscuridad
La noche era un manto oscuro que cubría Santa Aurora, mientras Amatista se aseguraba de que cada paso estuviera calculado. Había seguido al pie de la letra las instrucciones de Roque, tomando dos taxis diferentes para alejarse de la ciudad antes de acercarse a un pequeño pueblo con calles casi desiertas. Allí, encontró un teléfono público apartado, sin cámaras visibles, y marcó con manos temblorosas el número que había memorizado.
El sonido del tono delataba su creciente ansiedad, y cuando la voz grave de Enzo se escuchó al otro lado, su corazón pareció detenerse.
—¿Quién carajos es? —preguntó, su tono molesto y áspero.
—Soy yo… —respondió Amatista, su voz apenas un susurro.
Un silencio cortante invadió la línea. Cuando Enzo habló, su tono era una mezcla de incredulidad y desesperación.
—¿Gatita? ¿Eres tú?
—Sí, Enzo. Soy yo.
—¿Dónde estás? —preguntó de inmediato, con un deje de súplica en su voz.
—No puedo decirte eso. Llamo porque necesitas saber algo importante. Estamos esperando gemelos.
El anuncio cayó como un rayo en la mente de Enzo. Su mano se tensó alrededor del teléfono, mientras una oleada de emociones lo atravesaba.
—¿Gemelos? —repitió, como si necesitara confirmar lo que acababa de escuchar—. Maldita sea, ¿por qué te fuiste, Amatista?
Ella tomó aire, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
—Me fui porque pusiste en riesgo a nuestro bebé… a nuestros bebés. La prueba de ADN, Enzo. Sabías que podía ser peligroso, pero aun así insististe.
Enzo golpeó el brazo del sillón con fuerza.
—¡Tenía que hacerlo! Tú me dejaste sin elección. ¿Qué querías que pensara después de lo que vi?
—¿Y ahora? —replicó Amatista, su voz quebrándose—. ¿Ahora qué piensas, Enzo?
Él respiró hondo, tratando de calmar el torbellino en su pecho.
—Sigo pensando en esas fotos, en esos malditos videos. ¡Con Santiago, Amatista! No puedes negar lo que vi.
—Nunca me acosté con él. Nunca me acosté con nadie más que contigo —confesó ella, su tono cargado de sinceridad.
—No te creo —respondió Enzo con dureza, aunque su voz revelaba un atisbo de vulnerabilidad—. Pero aun así… no me importa.
Amatista cerró los ojos, intentando contener sus emociones.
—¿No te importa?
—No. Solo vuelve, gatita —dijo con un tono desesperado—. Quiero que vuelvas. Necesito que vuelvas.
—¿Si tanto me necesitas, entonces por qué te casaste con Rita? —preguntó Amatista con un reproche lleno de dolor.
La mención de Rita hizo que Enzo apretara los dientes.
—¿De verdad quieres saber? Me casé con ella para olvidarte. Porque pensé que así no te necesitaría.
Amatista guardó silencio, dejando que esas palabras calaran en su corazón.
—Pero no fue suficiente —continuó Enzo, su voz cayendo en un susurro—. Me acosté con ella y con otras mujeres. Y lo seguiré haciendo, gatita. Quiero que sientas el dolor que yo sentí.
Amatista sintió que su mundo se tambaleaba.
—Eres un cobarde, Enzo. ¿Crees que acostándote con otras mujeres me harás daño? Lo único que logras es destruir lo poco que queda entre nosotros.
—Tal vez, pero no puedo olvidar lo que vi. No puedo olvidar lo que sentí al pensar que eras de otro —respondió él, su tono lleno de rabia contenida—. Aun así… te perdonaría si vuelves.
Amatista dejó escapar un suspiro tembloroso.
—Volveré, Enzo. Pero no ahora. Necesito tiempo. Lo haré antes de que los niños nazcan.
—No me hagas esperar, gatita —dijo Enzo, su voz quebrándose.
Amatista dejó que el silencio hablara por ella. Antes de que Enzo pudiera decir algo más, cortó la llamada.
Enzo permaneció inmóvil, con el teléfono aún en su mano. Su pecho subía y bajaba con rapidez mientras las palabras de Amatista resonaban en su mente. "Nunca me acosté con nadie más que contigo."
Encendió un cigarrillo con manos temblorosas y lo llevó a sus labios. Una bocanada de humo escapó lentamente, pero no alivió la tensión que lo consumía. Su mirada se perdió en el vacío, mientras una sombra de duda comenzaba a filtrarse en su mente.
—¿Y si está diciendo la verdad? —murmuró para sí, apenas audible.
Por un momento, el peso de lo que acababa de escuchar pareció abrir una grieta en sus certezas. Pero, tan rápido como llegó, la duda se desvaneció, arrasada por el recuerdo de las imágenes y los videos que habían alimentado su furia y su dolor.
Chasqueó la lengua con rabia, golpeando el borde del escritorio con el puño.
—No… No puede ser. Esas fotos, esos videos… no se inventan.
Jugó con el encendedor, abriendo y cerrando la tapa con un chasquido repetitivo que llenaba el silencio. La posibilidad de que Amatista estuviera mintiendo se afianzó en su mente como una espina que no podía ignorar.
—¿Cómo esperar que crea en ti, gatita, después de todo lo que vi? —dijo en voz baja, como si hablara directamente con ella.
Tomó otra bocanada del cigarrillo, dejando que el humo envolviera el aire denso de la oficina. La mezcla de emociones lo carcomía por dentro: el deseo de creerle, el temor de ser engañado de nuevo y la necesidad visceral de tenerla a su lado.
—Aun así… sigues siendo mía. Aunque me hayas traicionado. Aunque hayas estado con ese imbécil de Santiago. —Las palabras se escaparon de sus labios como una sentencia.
Apagó el cigarrillo con un movimiento brusco, dejando una marca en el cenicero. Se levantó de su silla y comenzó a caminar por la oficina, como un lobo enjaulado. Cada paso resonaba en el silencio, acompañado por el chasquido constante de su encendedor.
En su interior, la lucha era feroz. La idea de que Amatista pudiera haber sido fiel lo atraía, pero el orgullo herido y la traición que creía real eran más fuertes.
—Te perdonaré… —dijo, deteniéndose frente a la ventana y mirando hacia la oscuridad exterior—. No porque lo merezcas, sino porque no sé cómo ser sin ti.
Su mandíbula se tensó mientras apretaba el encendedor en su mano.
—Pero no esperes que olvide, gatita. Si vuelves a mi lado, será bajo mis condiciones.
Enzo giró lentamente sobre sus talones, su mente volviendo a trazar los pasos que lo llevarían a ella. No importaba lo que hubiera hecho; Amatista seguía siendo suya. Y ahora, más que nunca, estaba decidido a recuperarla.
Tomó el teléfono de su escritorio y marcó con rapidez el número de Ezequiel.
—¿Bourth? —respondió el hombre al primer tono.
—Amatista me llamó hace unos minutos —dijo Enzo, su voz fría y directa—. Usó un teléfono público. Quiero que investigues eso.
Ezequiel hizo una pausa, analizando lo dicho.
—¿Alguna idea de dónde pudo haber sido?
—No. Ella es cuidadosa, probablemente eligió un lugar sin cámaras. Pero investiga, rastrea cualquier detalle que puedas. Necesito algo concreto.
—Entendido —respondió Ezequiel con calma—. Haré lo posible.
—Hazlo rápido —ordenó Enzo antes de colgar.
Colocó el teléfono sobre el escritorio y se llevó una mano al rostro, cerrando los ojos mientras inhalaba profundamente. El rastro de Amatista seguía vivo, pero la frustración que hervía dentro de él necesitaba una salida inmediata.
Con movimientos decididos, salió de la oficina y subió las escaleras hacia la habitación que compartía con Rita. Entró sin golpear, encontrándola frente al espejo, ajustándose un camisón. Rita se giró al verlo, sorprendida.
—Enzo, no esperaba verte aquí…
Él no respondió de inmediato. Sus ojos oscuros la recorrieron de arriba abajo, evaluándola como si fuera un objeto que pudiera usar para apaciguar su tormenta interna.
—Ve a bañarte —ordenó, su voz cortante.
Rita ladeó la cabeza, desconcertada.
—¿Ahora? Pero ya me bañé esta tarde.
Enzo la miró fijamente, con una intensidad que la hizo estremecerse.
—Te dije que te bañes. No quiero sentir ese perfume barato en mi piel.
Rita tragó saliva, conteniendo su incomodidad, y se dirigió al baño sin protestar más. Mientras ella se duchaba, Enzo se quedó junto a la cama, desabotonándose la camisa con movimientos lentos pero tensos. Su mente seguía atrapada en las palabras de Amatista, en la idea de los gemelos que esperaban.
Cuando Rita salió del baño, envuelta en una toalla, Enzo no perdió tiempo. Se acercó, arrancándole la toalla con brusquedad y empujándola hacia la cama.
—Enzo… —murmuró Rita, intentando captar su atención—. ¿Qué te pasa?
—Cállate —respondió él, su tono bajo pero firme.
Sacó un preservativo de su pantalón y lo colocó con precisión. Luego, se lanzó sobre ella con movimientos intensos, guiado más por la rabia que por el deseo. Rita trató de seguirle el ritmo, pero la intensidad de Enzo era abrumadora.
—Por favor, Enzo, ve más despacio… —pidió ella en un momento, con un tono que mezclaba súplica y temor.
Él no respondió, ignorándola por completo mientras continuaba. Cada movimiento era una descarga de frustración, un intento vano de borrar el rastro de Amatista de su mente.
Cuando finalmente llegó al clímax, se apartó de inmediato. No dijo una palabra mientras se levantaba de la cama, retirándose al baño sin mirarla.
Rita permaneció en la cama, exhausta y confusa, observando cómo Enzo se duchaba con la puerta entreabierta. No sabía si debía sentirse humillada o agradecida por la atención que él le había dado, aunque fuera de esa manera tan fría y violenta.
Cuando Enzo salió del baño, se vistió rápidamente y se dirigió hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —preguntó Rita, con un leve temblor en su voz.
—A mi oficina. No me esperes despierta —respondió sin mirarla, cerrando la puerta tras de sí.
De regreso en su oficina, Enzo encendió un cigarrillo y se dejó caer en el sillón, mirando al vacío. Su mente seguía obsesionada con Amatista. Todo lo que hacía, incluso lo que acababa de pasar con Rita, no era más que un reflejo de su desesperación.
Tomó su encendedor y lo abrió y cerró repetidamente, el chasquido llenando el silencio de la habitación.
—Gatita… —murmuró, el nombre escapando de sus labios como una confesión.
Nada parecía ser suficiente para aplacar el vacío que sentía. La única certeza que tenía era que, sin importar cuánto tardara, encontraría a Amatista y la traería de vuelta a su lado. A cualquier costo.
El Club Aurora brillaba bajo la iluminación tenue de los candelabros y las luces cálidas que daban al lugar un aire de exclusividad. Enzo y Rita llegaron juntos, pero desde el momento en que cruzaron la entrada, quedó claro que estaban lejos de ser una pareja unida. Enzo caminaba varios pasos delante de Rita, ignorándola por completo mientras ajustaba el puño de su camisa.
Alan, Joel, Facundo y Andrés ya estaban allí, rodeados de risas, copas llenas y mujeres de miradas insinuantes. Cuando Enzo entró al salón principal, Alan lo recibió con un gesto amplio y una copa en la mano.
—¡Bourth! Llegas justo a tiempo —exclamó Alan, acercándose con una sonrisa—. Creí que nos habías abandonado para quedarte con tu encantadora esposa.
El comentario provocó risas entre el grupo, pero Enzo apenas esbozó una sonrisa breve y seca. Su mirada estaba distante, como si nada de lo que ocurría a su alrededor tuviera importancia.
Rita, que había permanecido en silencio junto a él, intentó recuperar algo de dignidad acercándose a las demás mujeres, pero la tensión en su rostro era evidente.
Enzo se dirigió a una de las mesas, donde tomó una copa de whisky y encendió un cigarrillo. Se recostó en el asiento de cuero, sus ojos perdidos mientras las palabras de Amatista seguían resonando en su mente. “Estamos esperando gemelos.”
Durante la semana, Ezequiel había confirmado lo que ya temía: no había forma de rastrear la llamada. Amatista había sido cuidadosa, y esa habilidad para mantenerse fuera de su alcance lo frustraba profundamente.
—¿Estás bien, Enzo? —preguntó Facundo, acercándose con una ceja levantada.
—Estoy bien —respondió con voz grave, sin apartar la mirada del vaso.
—No lo parece —intervino Joel con una sonrisa burlona—. Pareces más aburrido que un monje en misa.
—Tal vez es Rita —añadió Alan con sorna—. Esa mujer debe ser un verdadero encanto para que prefieras ignorarla de esa manera.
Las risas llenaron el aire, mientras Rita, que alcanzó a escuchar el comentario, bajaba la mirada avergonzada. Las mujeres presentes no tardaron en sumarse a las burlas, algunas lanzando miradas cómplices hacia Enzo.
—Bueno, tal vez él simplemente no necesita prestar atención a alguien tan insignificante —comentó una de las mujeres con las que Enzo había estado antes.
Otra añadió, con un tono cargado de burla:
—O quizás Rita no sabe cómo mantenerlo interesado. Nosotras no tuvimos ese problema, ¿verdad?
Enzo alzó la mirada lentamente, sus ojos fríos recorriendo a las mujeres que hablaban con descaro. Aunque no dijo una palabra, su presencia silenciosa y helada bastó para callarlas.
Alan notó el cambio en el ambiente y, en un intento por aliviar la tensión, levantó su copa.
—¡Vamos, olvidemos los dramas! Esta noche es para celebrar, no para peleas maritales.
Las risas volvieron a llenar el aire, pero Enzo permaneció inmóvil, llevando el cigarrillo a sus labios y exhalando el humo lentamente. Su mente no estaba allí; seguía atrapada en la llamada, en las palabras de Amatista y en la lucha interna que lo consumía.
Rita, por su parte, intentaba fingir indiferencia, pero el desprecio evidente de Enzo y las burlas de los presentes la hacían sentir cada vez más diminuta.
El whisky seguía fluyendo, pero para Enzo no era suficiente para aplacar el torbellino de emociones que lo carcomía. En su mente, la imagen de Amatista seguía siendo más nítida que cualquier otra cosa en el salón.
“Volveré antes de que los niños nazcan.”
Una sonrisa fría y amarga cruzó fugazmente su rostro.
—No importa cuánto te escondas, gatita. Te encontraré —murmuró para sí, mientras apagaba el cigarrillo y tomaba otro sorbo de whisky.
Las risas y los comentarios llenaban el salón, pero Enzo apenas prestaba atención. Su mente seguía fija en el recuerdo de Amatista, aunque las insinuaciones descaradas de las mujeres presentes empezaban a hacerse más audibles.
—Rita no es para tanto —comentó Joel, esbozando una sonrisa burlona mientras alzaba su copa.
—Bueno, si yo fuera Enzo, me la cogería… pero casarme con ella, jamás —añadió Alan, riendo a carcajadas.
Facundo, que intentaba no ser tan directo, añadió con una mueca:
—Quizá Rita debería aprender a manejar mejor al señor Bourth. Parece que ni siquiera lo mantiene interesado.
Rita, que escuchaba cada palabra, se sonrojó de vergüenza y furia contenida. Con los labios apretados, giró hacia Enzo, quien seguía bebiendo y fumando, aparentemente ajeno a todo.
—Enzo, ¿no vas a decir nada? Soy tu esposa —le reclamó con una mezcla de súplica y enojo.
Enzo levantó la mirada, su expresión cargada de indiferencia.
—Si no te gusta lo que dicen, sabes dónde está la puerta. O mejor, defiéndete y deja de actuar como una niña.
Rita quedó paralizada por un instante, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. Las risas de los demás llenaron el aire como un eco cruel, mientras Enzo se ponía de pie con movimientos calculados.
—Toma un taxi. Yo me iré a otro lado —le dijo sin mirarla mientras apagaba el cigarrillo y se dirigía a la salida.
Sin esperar respuesta, salió del club y subió a su auto. Encendió el motor y se dirigió a la mansión del campo, su refugio más cercano cuando necesitaba escapar de todo.
En el salón, los comentarios hacia Rita no tardaron en reanudarse.
—Pobre mujer… Bueno, pobre para quien la tome en serio —soltó Alan, arrancando otra ronda de risas.
Rita, frustrada y humillada, tomó su bolso y salió apresuradamente del club, sin decir una palabra más. El eco de las risas la perseguía mientras se alejaba, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse.