Capítulo 169 La doble jugada
En la sala de interrogatorios, la atmósfera era tensa. Amatista se encontraba sentada frente a un hombre de cabello corto y gafas, quien, al entrar, se presentó con una voz calmada, pero firme.
— Buenas tardes. Soy el psicólogo encargado de hacer algunas preguntas, no vengo a juzgarla, solo quiero entender el tipo de relación que tiene con el señor Enzo Bourth.
Amatista lo observó por unos segundos, su rostro impasible. Finalmente, rompió el silencio con su voz serena pero cargada de desdén.
— Si viene a decirme que soy una víctima, mejor márchese. —respondió, su tono firme y desafiante.
El psicólogo no pareció molesto. Se acercó lentamente a la mesa, sus ojos fijos en los de ella, evaluándola.
— No le diré nada. Yo solo escucharé. —dijo con tranquilidad—. Le haré algunas preguntas, ¿está dispuesta a responderlas?
Amatista asintió con una leve inclinación de cabeza.
— Pregúnteme lo que quiera, con tal de que termine con esta estupidez. —dijo, mostrándose decidida a no dejarse intimidar.
Desde el otro lado del vidrio, los investigadores observaban en silencio, tomando nota. Un comentario se coló entre ellos, como si pensaran en voz alta.
— Sigue sin parecer una víctima. —dijo uno de los oficiales.
Otro se rió en tono bajo.
— Ahora parece más bien como Enzo Bourth.
El psicólogo, decidió seguir con su trabajo, ajeno a las observaciones externas.
— Bien. Comencemos por lo básico. ¿Cómo se conocieron usted y Enzo? —preguntó, tomando asiento y sacando su libreta.
Amatista se acomodó en la silla, su mirada fija en el psicólogo.
— Nos conocimos cuando tenía dos años. No lo recuerdo muy bien porque era pequeña, pero sé que mi madre fue a buscar trabajo a la mansión Bourth, y fue ahí cuando conocí a Enzo, que tenía cuatro años.
El psicólogo asintió con comprensión y siguió con sus preguntas.
— Entiendo. Y su infancia… sé que su madre murió cuando usted tenía cuatro años, se suicidó, ¿cierto? ¿Cómo fue eso para usted?
Amatista se quedó en silencio por un momento, pero luego habló con voz firme.
— Sí, mi madre se suicidó, pero la familia Bourth me crio, siempre me hicieron sentir parte de la familia.
El psicólogo anotó algo en su libreta y la miró, evaluando sus respuestas.
— ¿No se siente en deuda con ellos?
— No. Estoy agradecida, pero no en deuda. La familia Bourth jamás me hizo sentir que debía algo. —respondió sin vacilar.
El psicólogo la observó por un momento, pensando, y luego cambió de tema.
— ¿Cómo fue su infancia en la mansión, junto a Enzo y su familia?
Amatista soltó una pequeña risa, recordando tiempos pasados.
— Siempre fui una niña traviesa. Siempre convencía a Enzo de hacer travesuras, porque él, a pesar de ser niño, ya era bastante serio.
El psicólogo sonrió, intrigado.
— ¿Enzo serio? ¿Cómo era eso?
Amatista se acomodó en su silla, reviviendo los recuerdos.
— Sí, era el único niño en la mansión. Su hermana nació cuando él ya estaba entrando en la adolescencia, por lo que siempre fue muy serio. Yo, en cambio, siempre fui muy curiosa y aventurera. Una vez, una de las empleadas me contó que en un estanque cercano vivía una sirena, y me propuse capturarla. Enzo decía que eso era imposible, pero aun así me acompañaba y siempre me cuidaba.
El psicólogo levantó una ceja, interesado.
— ¿Cómo le cuidaba?
Amatista sonrió al recordar la anécdota.
— Me cuidaba, por ejemplo. Una vez subimos a un árbol para ver mejor a la sirena, pero me aburrí y quise bajar. Cuando lo hice, me golpeé el pie con una rama. No fue nada grave, pero ese tonto saltó del árbol sin pensarlo para cuidarme.
El psicólogo soltó una ligera risa.
— ¿Saltó del árbol?
Amatista asintió con firmeza.
— Sí, incluso se quebró el brazo.
En ese momento, fuera de la sala, el comisario Guevara entró en la dependencia. Desde el primer paso que dio, su voz resonó en todo el lugar.
— ¿Qué demonios están haciendo? —exclamó, con una furia contenida. — Enzo Bourth puede destruirlos a todos si quisiera. ¿Por qué no me llamaron de inmediato?
Los oficiales lo miraron sorprendidos, sabían que Guevara era un hombre de influencia, pero la intensidad de su tono dejó claro que no estaba dispuesto a tolerar más demoras.
Guevara avanzó rápidamente hacia la sala de interrogatorios donde Enzo estaba. Ya en el umbral de la puerta, se disculpó por los inconvenientes.
— Lo siento por los retrasos. Estoy aquí para aclarar esto lo antes posible. —dijo, mirando a Enzo, que lo observaba con una calma tensa.
Enzo se giró hacia él, su expresión seria.
— Quiero saber quién está detrás de todo esto. Y que sea rápido.
Los oficiales se miraron entre sí, sorprendidos por la forma en que Guevara trataba a Enzo, casi como si fuera un empleado suyo.
— Mi mujer está siendo interrogada, quiero saber qué diablos está pasando. —Enzo insistió, su tono más urgente.
El comisario, como si nada, se giró hacia un oficial.
— ¿Qué sucede con la chica?
— Está con el psicólogo, por protocolo. —respondió el oficial, un tanto nervioso.
Guevara asintió, pero no parecía satisfecho con la respuesta.
— En estos casos, no se puede interrumpir el interrogatorio. —dijo con firmeza—. Que tal si vamos a mi oficina y esperas mientras averiguo qué está pasando.
Enzo cruzó los brazos, su rostro duro.
— Está bien, pero quiero la cabeza de los oficiales que se atreven a hacer esto. O me aseguraré de sacarte del lugar que yo mismo te puse.
Guevara lo miró, comprendiendo la amenaza implícita en sus palabras.
— Así será, Bourth. —respondió, asintiendo.
Enzo se levantó de su asiento.
— No quiero ir a tu oficina. Llévame a ver el interrogatorio.
Guevara lo miró por un momento, pero luego asintió.
— Como digas. Vamos.
nzo, con las manos metidas en los bolsillos, observaba desde el vidrio de una manera tan impasible que parecía como si tuviera el control total de la situación, incluso estando fuera de la sala. Su presencia era tan imponente que los oficiales se sintieron incómodos al notar su cercanía, y la atmósfera en la sala de observación se tensó.
Al entrar, el comisario Guevara había dejado claro que nadie iba a cuestionar la presencia de Enzo, y los oficiales, aunque sorprendidos, no se atrevieron a decir nada más. La figura de Enzo, rodeada de su frialdad habitual, eclipsaba incluso la figura del psicólogo. Él permanecía observando a Amatista a través del cristal, su mirada fija en ella, pero sin mostrarse afectado.
En la sala de interrogatorio, el psicólogo, que hasta ese momento había estado jugando con la calma, se preparaba para hacer las preguntas más directas. Miró a Amatista, ajustó sus gafas y dijo:
— Bueno, comencemos con algo más directo. ¿Cómo fue que llegaste a la mansión del campo?
Amatista, sin perder su compostura, respondió con la misma firmeza de siempre.
— Me enviaron allí para ser educada por tutores. Fue mi elección.
El psicólogo asintió, tomando nota, antes de agregar:
— ¿Por qué no continuar en la mansión y asistir a las mejores escuelas? Después de todo, la familia Bourth tenía los medios para hacerlo.
Amatista lo miró con calma, su voz decidida cuando contestó:
— Sí, Romano me ofreció eso, pero yo preferí ser educada en casa. No quería que se burlaran de mí por lo que había sucedido con mi madre. Además, desarrollé una fobia. Fue lo mejor que pude hacer, y Romano lo entendió.
El psicólogo levantó una ceja, sorprendido por la respuesta.
— ¿Una fobia? — preguntó.
Amatista asintió, sin titubear.
— Sí. Cuando estoy rodeada de muchas personas, siento que me falta el aire. Empiezo a respirar más rápido, y las cosas empeoran. Se convierte en una sensación de desesperación, como si fuera a morir. Terminé desmayándome varias veces por eso. Así que cuando Romano me ofreció estudiar en casa, acepté sin pensarlo. Los instructores que me consiguió fueron los mejores.
Enzo, observando desde el otro lado del cristal, mantenía su expresión indiferente, pero su atención estaba completamente centrada en las palabras de Amatista.
El psicólogo asintió, tomando nota una vez más, y luego continuó con su interrogatorio.
— ¿Y qué cosas te enseñaron durante ese tiempo?
Amatista no dudó en responder.
— Las materias básicas, por supuesto. También idiomas: inglés, italiano, alemán. Aprendí a tocar el piano, a cocinar, las reglas de etiqueta... Cuando tuve la edad suficiente, me enseñaron sobre vinos y primeros auxilios. Siempre que tenía curiosidad por algo, me lo enseñaban.
El psicólogo, por un momento, se detuvo a reflexionar antes de hacer su siguiente pregunta.
— ¿Cuándo comenzó la relación con Enzo?
Amatista se quedó en silencio por un momento, recordando, antes de responder:
— Enzo siempre me enviaba cartas, fotos, libros, flores, ropa... cualquier cosa que se le ocurriera. Era evidente que tenía un interés romántico hacia mí, y yo correspondía a esos gestos. Cuando cumplí 18, él llegó a la mansión con su familia para celebrar mi cumpleaños. Ese día me pidió que fuera su novia, y yo acepté.
El psicólogo asintió, comprendiendo la evolución de la relación. Luego, hizo una pregunta que ya había estado rondando en su mente:
— ¿Por qué no te mudaste con Enzo a la mansión Bourth?
Amatista no dudó ni por un instante.
— Fue decisión mía. No quería irme de la mansión del campo.
El psicólogo la observó atentamente, como si esperara más detalles.
— ¿Por qué?
Amatista no vaciló, su voz firme mientras explicaba:
— Quería estar segura de mi relación con Enzo antes de mudarme a la mansión. Con el tiempo me acostumbré. Luego, hubo un ataque a la mansión Bourth, y Enzo, preocupado, dijo que era más seguro que me quedara allí.
El psicólogo hizo una pausa y, finalmente, le preguntó:
— ¿Era eso lo que querías?
Amatista asintió, sin dudar.
— Sí. Aunque en ocasiones no me gustaba estar tanto tiempo sin él, nunca me sentí atrapada. Si quería salir, podía hacerlo. Los guardias solo estaban allí para protegerme, no para retenerme, como sugieren los investigadores.
Enzo, al escuchar las palabras de Amatista, no pudo evitar sonreír con una mezcla de orgullo y satisfacción. Era un gesto sutil, casi imperceptible, pero para los que lo conocían bien, era claro. Ella había respondido con una seguridad y lealtad que siempre le habían gustado. Estaba cumpliendo con su papel perfectamente, y Enzo, desde su lado del vidrio, mantenía el control absoluto. Su mirada fría seguía fija en ella, pero no era solo una mirada de dominación, sino también de un respeto silencioso por su firmeza.
Finalmente, Enzo, sin apartar la vista de Amatista, se dirigió a Guevara.
— ¿Cuánto más va a dudar el interrogatorio? — preguntó, su voz tranquila pero con una ligera amenaza subyacente.
Guevara lo miró un momento antes de responder.
— Es el psicólogo quien decide — dijo, como si intentara evitar una confrontación innecesaria.
Amatista, sin perder su postura, respondió con rapidez cuando el psicólogo le informó que quedaban solo unas preguntas más.
— Bien, pero que sean rápidas, estoy impaciente. Estoy segura de que Enzo está detrás del espejo, mucho más impaciente que yo.
El psicólogo, curioso, la miró y preguntó con una sonrisa sutil:
— ¿Cómo estás tan segura de eso?
Amatista, sin dudar, respondió con una tranquilidad absoluta.
— Lo sé. Como ya te conté, él siempre me protege.
El psicólogo, un tanto sorprendido, comentó:
— Bueno, si él está ahí, podríamos pedirle a los investigadores que toquen un botón, y así podríamos ver quién está del otro lado.
Amatista, con una sonrisa ligera, negó con la cabeza.
— No necesitas ese botón. Sé que está ahí. Probablemente con las manos en los bolsillos, con esa actitud dominante. Y con esa cara, como si estuviera diciendo: tengo el control de todo. Aunque, sinceramente, odio esa cara.
Los investigadores del otro lado de la sala no pudieron evitar reírse por la precisión con la que Amatista había descrito a Enzo.
Enzo, al escuchar la risa, les lanzó una mirada fulminante. La tensión en la sala aumentó de inmediato.
Emilio, observando la escena, comentó en voz baja:
— Tranquilo, Enzo. Es gracioso cómo lo detalló a la perfección.
Enzo, sin apartar su mirada de los demás, se limitó a hacer un gesto leve con la mano, como si realmente no le importara.
El psicólogo, para cortar la tensión, asintió y dijo:
— Mejor sigamos con las preguntas.
Amatista asintió y continuó respondiendo sin perder su compostura.
— ¿Cómo describirías tu relación con Enzo? — preguntó el psicólogo, observando atentamente.
Amatista no dudó ni un segundo.
— Tenemos nuestras idas y vueltas, como cualquier pareja. Pero nos entendemos muy bien. Somos muy apasionados. A veces no entiendo bien qué es lo que amo de él, pero lo sé: lo amo por el simple hecho de ser él. Amo su forma de ser conmigo. Todos lo conocen como alguien frío, autoritario, que siempre quiere tener el control. Pero conmigo no es así. Conmigo, es alguien pasional. Jamás tiene el control de nada, pero eso lo hace desafiante, y eso me gusta mucho. Si le pidiera cualquier cosa, sé que lo conseguiría, solo para verme feliz.
El psicólogo asintió, tomando nota mientras la observaba con atención.
— Bien, haré mi evaluación y luego regresaré — dijo, y con una última mirada hacia Amatista, se dirigió a la sala de observación.
Al llegar a la sala, el psicólogo no pudo evitar reírse al ver a Enzo, sabiendo que Amatista tenía razón en todo lo que había dicho. Era una afirmación precisa sobre la presencia de Enzo. Guevara, que parecía más preocupado por terminar rápidamente, le indicó que fuera directo con la evaluación.
— Termine rápido para que la chica se pueda ir — le pidió Guevara.
El psicólogo, observando a Enzo con una ligera sonrisa, respondió con seriedad:
— Amatista no tiene ninguna afectación psicológica. Ella es coherente, no tiene fisuras. Está clara y segura de sus respuestas.
Con eso, el psicólogo hizo una pausa antes de agregar, mientras se dirigía hacia el otro lado de la sala:
— No hay nada que sugiera que esté siendo influenciada o manipulada. Ella es completamente racional.
Los ojos de Enzo seguían fijos en el psicólogo, y aunque su rostro no lo mostraba, dentro de él algo había cambiado. Amatista había demostrado una vez más que no solo se mantenía firme en sus creencias, sino que también seguía siendo completamente leal a él.
Amatista se despertó al escuchar el sonido del celular de Enzo vibrando sobre la mesa. Aún con los ojos entrecerrados, se estiró ligeramente, buscando aclarar la mente que aún estaba adormecida, pero la llamada hizo que su atención volviera al instante.
Enzo, que aún mantenía una mano sobre su espalda, observó la pantalla con un gesto de concentración antes de responder.
— ¿Maximiliano? — dijo con tono grave.
Maximiliano, al otro lado, no perdió tiempo en explicarle la situación.
— Enzo, creo que Diego va hacia la dependencia. Encontramos planos en la casa, y las rutas que están marcadas parecen indicar que su objetivo es atacarlos cuando salgan.
La noticia hizo que Amatista se incorporara ligeramente, mirando a Enzo, aunque él ni se inmutó.
— ¿Estás seguro de eso? — preguntó Enzo, ajustando su postura.
— Lo estoy — respondió Maximiliano, con firmeza—. Las explosiones no fueron para atacarnos. Parece que su verdadero objetivo era destruir toda la evidencia. Es posible que ni siquiera se haya percatado de nuestra presencia.
Enzo se quedó en silencio por un momento, procesando la información. Su mente rápidamente empezó a trabajar, formulando una estrategia en tiempo récord.
— Bien, entonces envíame los detalles de los posibles puntos de ataque. Necesito saber por dónde se moverá. Vamos a hacerle una emboscada.
Maximiliano asintió, aunque Enzo no podía verlo.
— Te lo envío en unos minutos. Estamos rastreando cada uno de los posibles lugares.
Enzo colgó la llamada, y solo entonces se permitió mirar a Amatista, que ahora lo observaba con una mezcla de curiosidad y preocupación.
— ¿Todo bien? — preguntó ella, sin poder ocultar la inquietud en su voz.
Enzo asintió, aunque el brillo en sus ojos revelaba la intensidad del momento.
— Diego sigue con vida. Pero eso cambiará pronto.
Amatista lo observó, comprendiendo sin necesidad de más palabras. Sabía que Enzo no dejaba nada al azar. Si Diego había cometido un error, sería el último.
Enzo se levantó de la silla, su presencia firme y segura como siempre, pero la tensión era palpable.
— Ya no hay escape para él. Vamos a prepararnos.