Capítulo 167 El juego de las sombras
La semana transcurrió entre papeles y más papeles. Enzo y Amatista se habían sumergido completamente en los archivos, buscando cualquier pista que pudiera explicar la extraña situación en la que se encontraban. Pero, hasta ese momento, todo parecía un mar de documentos sin sentido, con ningún indicio claro de lo que Diego pudiera estar tramando. Aunque aún les quedaban montones de archivos por revisar, la fatiga comenzaba a calar en sus cuerpos.
A esa hora de la tarde, ambos estaban exhaustos. El sol se había ocultado y la habitación se había enfriado, mientras ellos descansaban en los sillones del club, buscando un poco de alivio para su mente sobrecargada. Los socios que aún quedaban en el club, Alan, Joel, Facundo y Andrés, también se habían quedado para seguir trabajando, aunque, como dijeron con descaro, el resto ya no estaba en peligro. Decidieron ofrecerse para revisar los archivos, aunque, en realidad, ninguno sabía exactamente lo que estaban buscando.
Enzo dejó escapar un suspiro, pasándose una mano por el rostro, antes de mirar a Amatista.
— Nos vendría bien, pero… siendo honesto, ni nosotros sabemos lo que estamos buscando. —dijo, con una sonrisa vacía.
Amatista se incorporó ligeramente, tomando una respiración profunda antes de soltar su sugerencia, como si la respuesta estuviera esperando a ser dicha.
— Tal vez deberíamos hablar con Roque.
Enzo la miró, sorprendido por su propia falta de consideración. Roque no solo era un guardia leal, sino que también había trabajado para su padre. Quizás él tenía alguna perspectiva diferente que no habían considerado antes.
— Claro, ¿cómo no se nos ocurrió antes? —dijo, levantándose inmediatamente para hacer la llamada.
La habitación se quedó en silencio mientras Enzo se alejaba. Amatista observó la pila de archivos, aún sin respuesta. La fatiga se acumulaba en sus hombros, pero había algo más profundo, algo en el aire que la inquietaba.
Pocos minutos después, Enzo regresó, el teléfono móvil en la mano, con una expresión pensativa.
— Roque cree que podría estar relacionado con el hecho de que Romano decidió no apoyar a Diego en un proyecto. Según Roque, Romano pensaba que era una causa perdida. Pero… Diego no se lo tomó muy en serio. Él siempre confió en la visión de Romano.
La conversación quedó suspendida en el aire, cuando de pronto el teléfono de Enzo volvió a sonar. Esta vez era Alicia, la madre de Enzo.
— Enzo, quiero contarte algo que podría interesarte. —La voz de Alicia sonó tensa al otro lado de la línea—. En una ocasión, Diego le recriminó a Romano sobre su abandono.
Enzo frunció el ceño, confundido.
— ¿Qué? —preguntó, con la mente corriendo para seguir el hilo de la conversación.
Alicia continuó, su tono grave.
— Romano le explicó que lo había apadrinado porque veía un futuro en él. Pero Diego estaba seguro de que Romano era su padre.
Enzo se quedó en silencio por un momento, antes de preguntar, confundido, aún dudando si lo que estaba escuchando tenía sentido.
— ¿Es posible? —preguntó, sin saber si debía creerlo o no.
Alicia respondió con firmeza.
— No. Cuando no pudieron convencerlo, Romano se hizo una prueba de ADN con Diego para que se convenciera de la verdad. En ese momento, Diego pareció aceptar que no era su hijo biológico, como pensaba.
Enzo procesó la información, su mente dando vueltas a las implicaciones.
— Pero entonces, ¿quién es su padre? —preguntó, una sensación de incomodidad apoderándose de él.
Alicia no dudó en su respuesta.
— Hugo siempre fue el verdadero padre de Diego, aunque él mismo quería convencerse de lo contrario. Claudia jamás lo engañó.
Enzo apretó los dientes, sintiendo la tensión crecer.
— Entonces, ¿la amenaza de Diego no tiene mucho sentido, no? —dijo, sin estar completamente convencido.
Amatista, que había estado escuchando en silencio, levantó la mirada, su voz calmada pero firme.
— Tal vez esa sea la clave.
Todos se giraron hacia ella, sorprendidos por su intervención. Enzo la miró con atención, buscando una explicación.
Amatista suspiró, entendiendo que no todos seguirían su razonamiento al instante.
— Si la venganza de Diego no tiene sentido, eso explicaría por qué no encontramos nada. —dijo, con una mirada fija en Enzo—. Diego siempre pensó que era hijo de Romano, porque Romano lo trataba como tal. Pero cuando se hizo la prueba de ADN y descubrió que no era su hijo… todo lo que él idealizó, todo lo que pensó que le pertenecía, se vio amenazado.
Enzo la miró fijamente, procesando sus palabras, pero aún sin entender del todo.
— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó, su voz baja pero intensa.
Amatista lo miró directamente a los ojos, sus palabras saliendo con una claridad brutal.
— Todo, porque tú representas todo lo que él quería. Tú eres lo que él nunca pudo ser: el hijo de Romano. En pocas palabras, Diego debe creer que le has arrebatado todo lo que le pertenecía.
Alicia, al otro lado de la línea, intervino de nuevo, su tono ahora más reflexivo.
— Es una posibilidad. Después de la prueba de ADN, Romano decidió tomar distancia de Diego, pensando que era lo mejor.
Joel, que había estado escuchando en silencio, se atrevió a hablar, comprendiendo lo que estaba sucediendo.
— Diego pudo haber pensado que no importaba lo que hiciera, nunca sería más que Enzo en el corazón de Romano.
Amatista asintió, con una seriedad que hizo que la habitación se volviera aún más tensa.
— Exacto. Y por eso la venganza de Diego no es directamente contra ti. Quiere destruir lo que más amas, porque en su mente retorcida, eso es lo que tú le hiciste a él. Te robaste lo que él más deseaba: el amor de Romano.
Enzo escuchó las palabras de Amatista con una claridad fría, como si de repente todo cobrara sentido, pero a la vez, se le encogiera el pecho al pensar en lo que eso significaba para ella. La tensión que había estado flotando en el aire ahora se condensaba en algo denso, peligroso.
— Si Diego piensa arrebatarme lo que más amo... —comenzó, sus palabras saliendo con una dureza que solo él podía manejar—. Gatita, estás en un peligro mucho más grande de lo que pensábamos.
Ella lo miró, sin apartar la vista, con una frialdad que contradecía el miedo que sabía que la acechaba.
— Sí, pero está claro que Diego no quiere matarme, no aún. Si no, me habría matado aquel día en el estacionamiento —respondió, su voz firme, aunque sus ojos reflejaban una tormenta interna.
Enzo no dijo nada más. En un solo movimiento, se levantó y se dirigió hacia ella. La abrazó, rodeándola con fuerza, como si pudiera protegerla del mundo entero, como si, de alguna manera, pudiera hacer que todo desapareciera en ese simple gesto.
— No dejaré que te toquen. No permitiré que te hagan daño. —Las palabras salieron de su boca con la convicción de alguien que nunca cede, aunque su corazón estuviera más quebrado de lo que él mismo quería aceptar.
Amatista lo abrazó también, pero había algo en su gesto, una suavidad, como si, en ese abrazo, lo estuviera confortando a él más que a ella. En el fondo, entendía que esta amenaza, por más que la involucrara, golpeaba mucho más fuerte a Enzo.
El sonido del teléfono de Enzo interrumpió el momento. Al verlo, un atisbo de tensión recorrió su rostro.
— Maximiliano. —Tomó la llamada sin dudarlo, su rostro endurecido al instante—. Diego está donde pensábamos... —hizo una pausa, un aire de confianza pesada se instaló en su tono—. Diles a los hombres que ataquen, quiero la cabeza de Diego ahora.
Antes de que pudiera colgar, un golpe en la puerta interrumpió la conversación. Enzo se giró, y uno de los guardias del club abrió la puerta, revelando un grupo de policías.
— Señor Bourth —dijo el oficial, con una formalidad calculada—. Estamos aquí para investigar una acusación de secuestro e intimidación. Necesitamos su colaboración para esclarecer los hechos.
Enzo frunció el ceño, una risa amarga se asomó en sus labios.
— Eso es absurdo. Yo no he secuestrado a nadie.
Amatista se acercó a él, sus pasos ligeros pero decididos. En sus ojos, la sombra de la preocupación se reflejaba, y no pudo evitar susurrar:
— Tal vez sea una trampa de Diego.
Enzo la miró, un destello de duda cruzando su mirada antes de sacar su teléfono y entregárselo a ella.
— Llama a Emilio. Pídele que te proteja. —Dijo, con una frialdad que delataba lo mucho que esto lo afectaba.
Amatista tomó el teléfono, pero en ese momento, uno de los oficiales la observó detenidamente y se acercó a ella.
— ¿Es usted Amatista Fernández? —preguntó, y ella asintió con cautela, el peso de la situación aterrizando de golpe en su pecho.
Los oficiales se miraron entre sí, con una tensión que Enzo captó al instante.
— Usted también debe acompañarnos —informó otro de los oficiales, su tono sin rastro de duda.
La respuesta no era exactamente lo que Amatista esperaba. No había sido informada de las acusaciones, y el ambiente se volvía más inquietante con cada palabra que se pronunciaba.
Alan, siempre atento, dio un paso al frente.
— Yo me encargaré de avisar a Alicia y Emilio. —Dijo con determinación. Los oficiales asintieron y se dirigieron hacia la salida, con Enzo y Amatista caminando en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
Cuando llegaron a la patrulla, Amatista intentó ingresar en la misma que Enzo, pero una oficial femenina la detuvo con firmeza.
— Debe ir en la patrulla de atrás —le indicó, con una autoridad que no admitía réplica.
Amatista asintió sin decir palabra y se dirigió hacia la otra patrulla, mientras Enzo la observaba, sintiendo una punzada en el pecho. Sabía que la situación no era nada buena. Pero lo peor era saber que algo mucho más grande se estaba cociendo en las sombras.
Ambos fueron conducidos a una dependencia, separados, donde les tomarían las declaraciones.
Enzo fue escoltado hasta una celda. Los policías no se molestaron en disimular su desprecio, aunque también había un atisbo de cautela en sus gestos. No era cualquier detenido, y lo sabían.
Apoyó la espalda contra la pared de la celda, observando con aburrimiento a los oficiales que lo vigilaban. Su paciencia era limitada.
— Quiero hablar con el comisario Guevara —dijo con tono firme.
Los policías intercambiaron miradas de sorpresa. No esperaban que supiera ese nombre.
— Está en medio de una operación, no llegará hasta dentro de seis horas —le informó uno de ellos.
Enzo soltó una risa seca.
— Llámenlo igual. Él vendrá.
Uno de los oficiales bufó con burla.
— ¿Te crees el dueño de la ciudad o qué?
Enzo sonrió de lado, con esa expresión gélida que ponía incómoda a la mayoría.
— ¿Y cuál es el problema si lo soy o no? Llámalo.
Los policías rieron, ignorándolo deliberadamente.
— Pide lo que quieras, Bourth. Hoy no mandas tú.
Enzo no respondió, solo entrecerró los ojos. No tenía prisa. Sabía que, tarde o temprano, Guevara aparecería.