Capítulo 156 Una huida desesperada
Amatista acomodó con cuidado al bebé en la sillita del auto, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Aún sentía el cuerpo dolorido tras el parto, pero nada importaba más que la seguridad de sus hijos. Roque, con movimientos rápidos y precisos, colocaba al otro bebé en la silla contigua, sus ojos vigilantes revisando los alrededores. Aunque habían pasado solo unos días desde el parto, Amatista no podía evitar la sensación de que el peligro seguía acechándolos.
—Gracias por todo, Roque —murmuró, mientras le lanzaba una mirada llena de gratitud. —No sé qué haría sin ti.
—Es mi deber —contestó Roque con seriedad, terminando de asegurar al bebé. —El lugar al que vamos es seguro. Diego no podrá encontrarlos ahí. Y Enzo... él no los molestará por ahora. Aunque seguirá buscándote, lo sabes.
Amatista asintió en silencio, ajustando una manta alrededor de uno de los pequeños. Justo cuando ambos se preparaban para subir a los asientos delanteros, el sonido de pasos apresurados y un grito seco rompieron la calma.
—¡Roque, cuidado! —exclamó Amatista.
El disparo resonó en el estacionamiento. Roque cayó al suelo, sujetándose el abdomen mientras la sangre comenzaba a empapar su camisa. Diego Ruffo apareció, con una sonrisa cruel en los labios, seguido de un hombre corpulento, el colombiano, que portaba un arma.
Diego avanzó rápidamente hacia Amatista y la tomó del brazo con fuerza, lanzándole un golpe que hizo que su labio se partiera.
—¡Fue todo un reto encontrarte, Gatita! —dijo con desprecio, mientras ella trataba de liberarse.
—¡Suéltame! —gritó Amatista, luchando por mantener el equilibrio. Pero Diego la golpeó de nuevo, esta vez en las costillas, arrancándole un jadeo de dolor.
—No es nada personal, preciosa —dijo Diego, sin inmutarse por las lágrimas de Amatista—. Pero tú eres la clave para destruir a Enzo. Y destruirlo es lo único que me importa.
Un disparo interrumpió sus palabras. El colombiano cayó al suelo con un grito ahogado, sujetándose el abdomen. Roque, herido pero determinado, había logrado dispararle. Aprovechando la distracción, Amatista reunió todas sus fuerzas y golpeó a Diego en la entrepierna. Él la soltó con un rugido de furia, pero antes de que pudiera reaccionar, la tomó del cabello y golpeó su cabeza contra el auto. La sangre comenzó a manar de una herida en su frente.
Roque disparó de nuevo, esta vez alcanzando a Diego en el hombro. El hombre retrocedió, tambaleándose. Miró a Roque y luego a Amatista, con una mezcla de odio y frustración.
—Esto es solo el comienzo —amenazó Diego antes de ayudar al colombiano a ponerse de pie y huir del lugar.
Amatista cayó de rodillas junto a Roque, observando con horror las heridas que sangraban profusamente.
—Tenemos que llevarte a un hospital —dijo con la voz quebrada.
—No hay tiempo —gruñó Roque, apretándose la pierna. —Volverán con más hombres. Tú tienes que manejar.
Amatista asintió, limpiándose las lágrimas, y le aplicó un torniquete en la pierna antes de ayudarlo a subir al auto. Colocó a los bebés en el hueco entre los asientos traseros para protegerlos mejor, y subió al asiento del conductor. El motor rugió mientras salían del estacionamiento a toda velocidad. Justo al salir, otro auto les bloqueó el paso y comenzó a dispararles.
—¡Roque, ¿qué hago?! —gritó Amatista, con las manos temblando sobre el volante.
—Dirígete a la ciudad —ordenó Roque, disparando por la ventanilla. —Tienes que llamar a Enzo. Es el único que puede ayudarnos.
Amatista buscó su teléfono, pero no lo encontró.
—No tengo mi teléfono —dijo con desesperación.
Roque revisó sus bolsillos y negó con la cabeza. —Toma el teléfono viejo. Está en la guantera.
Amatista lo encontró y lo encendió con manos temblorosas. Marcó el número de Enzo, y tras unos segundos que se sintieron eternos, él contestó.
El club Le Diable estaba lleno de murmullos y risas disimuladas. Rita permanecía en una esquina, con un vaso de vino en la mano, observando cómo Enzo conversaba con Ezequiel. A su lado, Isis fingía escuchar las bromas de uno de los socios, aunque su atención estaba fija en Enzo, como siempre.
—Revisé en todos los hospitales, pero no hay registros de su ingreso —comentó Ezequiel en voz baja, inclinándose hacia Enzo para evitar que los demás oyeran. —Estoy seguro de que Roque cubrió sus rastros. Está protegiéndola para que no la encuentres.
Enzo apretó los labios, su expresión endureciéndose. El solo hecho de imaginar que Amatista estuviera en peligro y fuera inaccesible lo llenaba de rabia.
—No me importa lo que haya hecho Roque —gruñó Enzo, sus ojos oscuros centelleando. —Ella es mía, Ezequiel. No importa cuánto intente esconderla; la encontraré.
A unos metros, los socios Alan, Joel, Facundo y Andrés intercambiaban comentarios burlones, señalando discretamente a Rita.
—Pobre mujer, ¿no? Casada con Enzo, pero es invisible para él —se burló Alan, provocando carcajadas en el grupo.
—¿Invisible? Más bien un estorbo —añadió Joel, inclinándose para servirse otro trago.
Rita, que alcanzó a escuchar sus palabras, apretó el vaso en su mano, pero no se movió ni replicó. Isis le tocó el brazo, intentando calmarla, aunque ambas compartían la misma frustración hacia la atención obsesiva de Enzo por Amatista.
De pronto, el sonido de un teléfono rompió el ambiente distendido del club. Enzo miró la pantalla, y su expresión cambió al instante. "Gatita" aparecía iluminando el dispositivo, y su corazón dio un vuelco.
Tomó el teléfono rápidamente y contestó.
—¡Gatita! —dijo con un tono cargado de ansias, dejando que una pizca de alivio se filtrara en su voz.
—¡Enzo, nos están atacando! Diego le disparó a Roque... —La voz de Amatista era desesperada, y los sonidos de balas y el llanto de los bebés se escuchaban claramente al otro lado de la línea.
Enzo se puso de pie de un salto, dejando caer el vaso que tenía en la mano.
—¿Dónde estás? —preguntó con urgencia, su tono más firme que nunca.
—En la avenida Mirador, camino a la ciudad.
—Escucha, sigue por esa avenida. Luego toma la calle Magnolia. Estarás cerca del club Le Diable. Yo estaré esperándote con mis hombres. No te detengas, Gatita.
Amatista respiró hondo, intentando contener las lágrimas. —Roque necesita un médico, está muy herido.
—Yo me encargaré. Solo asegúrate de llegar aquí. ¡No te dejes atrapar!
Cuando Enzo colgó, su mirada era la de un hombre dispuesto a destruir todo a su paso. Rita e Isis intercambiaron una mirada desde su rincón, notando la intensidad con la que Enzo se movía.
—Ezequiel, consigue un médico ahora mismo —ordenó Enzo.
—Yo soy médico —intervino Amadeo desde un costado, dando un paso adelante.
Enzo lo miró con rapidez y asintió. —En mi oficina hay un botiquín. Revísalo y si falta algo, a dos calles hay una farmacia. Llévate a Nahuel y no tarden.
Mientras Amadeo se alejaba con Nahuel, Enzo se volvió hacia el resto del personal de seguridad.
—¡Prepárense para atacar! No quiero que ninguno de esos bastardos se acerque a mi familia.
Los socios Alan, Joel, Facundo y Andrés intercambiaban miradas curiosas mientras se ponían de pie junto a Roberto y Gustavo. Aunque a menudo se divertían con las decisiones de Enzo, ahora el ambiente era diferente. El nombre "gatita" parecía haber encendido una tensión palpable, un misterio que los hombres no podían ignorar.
—¿Finalmente está en peligro esa tal gatita? —comentó Facundo con sarcasmo, provocando algunas risas entre los demás.
Enzo no reaccionó, como si sus palabras no existieran. Su mirada permanecía fija en la puerta, su mente ocupada con imágenes de Amatista y los bebés. Su silencio, lejos de relajar el ambiente, aumentaba la incomodidad entre sus hombres.
—Parece que es importante para él —dijo Roberto en un tono bajo, observando cómo Enzo daba instrucciones con una precisión que rozaba lo obsesivo.
Gustavo, menos inclinado a especular, solo murmuró: —Mucho más de lo que podemos entender.
Las mujeres presentes miraban desde las esquinas, algunas entretenidas, otras intrigadas. Entre ellas, Rita e Isis compartían un rincón, sus expresiones reflejando enojo y frustración.
—Siempre ella —murmuró Rita, apretando los dientes. —¿Cuándo va a terminar esto?
—No mientras respire —respondió Isis con un tono ácido, pero sus ojos destellaban con la chispa de una idea aún sin revelar.
Afuera, Enzo caminaba de un lado a otro, su postura tensa. La preocupación mezclada con furia se reflejaba en su rostro, como si la espera misma fuera un castigo. Cuando se detuvo frente a sus hombres, su voz resonó firme:
—Prepárense. Esto no termina aquí.
Amatista conducía con las manos firmes en el volante, aunque su cuerpo temblaba. El sonido de las balas aún resonaba en su mente, y los llantos de los bebés parecían amplificar cada segundo de tensión. En el asiento del copiloto, Roque yacía inconsciente, su camisa empapada en sangre, con el rostro pálido por la pérdida.
—Aguanta, por favor… —susurró Amatista, una lágrima cayendo por su mejilla mientras ajustaba la velocidad.
Por el retrovisor, vio cómo la camioneta que los seguía reducía la velocidad y finalmente dio la vuelta, cesando el ataque. Aunque el alivio fue momentáneo, no aminoró el paso.
—Ya casi llegamos —murmuró para sí misma, como si las palabras pudieran sostenerla un poco más.
Enzo estaba parado frente al club cuando la camioneta de Roque apareció tambaleándose en el horizonte. Su ceño se frunció al notar las marcas de balas en la carrocería y el parabrisas astillado. Una mezcla de furia y preocupación se reflejó en su rostro mientras el vehículo se detenía frente a él.
Sin perder un segundo, Enzo corrió hacia la puerta del conductor. Al abrirla, su mirada recorrió a Amatista de pies a cabeza. Sus ojos se clavaron en el labio partido de ella, en la sangre que corría desde una herida en su frente y en el temblor que intentaba disimular. Luego, dirigió su atención al asiento trasero, donde los bebés lloraban sin descanso.
—¡Gatita! —exclamó con voz ronca, sus emociones traicionándolo por un momento.
—Estoy bien, Enzo. Atiende a Roque, perdió mucha sangre —dijo Amatista con firmeza, aunque su voz temblaba ligeramente.
Enzo se quedó inmóvil por un instante, procesando cada detalle. Su mandíbula se tensó mientras apartaba la mirada de ella hacia el vehículo destrozado, como si el estado de todo confirmara lo que ella no estaba diciendo.
—¿Qué demonios pasó? —gruñó entre dientes, aunque sabía que no era el momento para exigir respuestas.
—Roque nos salvó —respondió Amatista, su voz contenida mientras intentaba mantener la calma. —Los bebés y yo estamos bien… pero él no.
Enzo apretó los dientes y asintió con un movimiento brusco antes de girarse hacia los hombres que estaban con él.
—¡Amadeo! —llamó, con un tono que no admitía retrasos.
Amadeo apareció al instante, llevando consigo un botiquín. Enzo le indicó que se acercara al vehículo.
—Sáquenlo rápido y llévenlo adentro —ordenó, mientras Ezequiel y Nahuel se acercaban para ayudar.
Alan, Joel, Facundo y Andrés habían desalojado el club poco antes, utilizando una falsa alarma de fuga de gas para asegurarse de que el lugar estuviera despejado. Ahora, trabajaban en las puertas, asegurándose de que nadie intentara volver.
Mientras los hombres llevaban a Roque al interior, Amatista salió del auto y fue hacia el asiento trasero. Con cuidado, sacó una de las sillitas con un bebé dentro. El llanto no había cesado, y aunque su cuerpo dolía y sus manos temblaban, su expresión se mantenía firme.
Se volvió hacia Enzo, quien aún estaba parado junto a ella, vigilando cada uno de sus movimientos. Sin dudar, le extendió la sillita con el bebé.
Enzo, sorprendido por el gesto, tomó al pequeño con cuidado. Su mirada se suavizó por un momento mientras observaba al bebé que aún lloraba. Luego, volvió a centrarse en Amatista, su expresión volviendo a tensarse al ver el rastro de sangre en su rostro.
—¿Qué te hicieron? —murmuró con una mezcla de enojo y dolor en su voz.
Amatista no respondió. En cambio, regresó al auto para sacar al segundo bebé. Mientras lo acomodaba en sus brazos, el llanto de ambos pequeños llenaba el aire, envolviendo a Enzo en una mezcla de emociones que apenas podía controlar.
—Vamos adentro —dijo él con firmeza, comenzando a caminar hacia el club.
Amatista lo siguió en silencio, sosteniendo al segundo bebé contra su pecho. A pesar de todo lo que acababa de suceder, sus pasos eran decididos. Aunque su cuerpo y su mente estaban agotados, no permitiría que el miedo la consumiera.
Al cruzar la entrada, Enzo ordenó a Nahuel que cerrara las puertas y asegurara el lugar. Mientras tanto, sus ojos volvían constantemente a Amatista, como si no pudiera apartar la mirada de ella por más de un segundo.
Dentro, Amadeo ya estaba trabajando en Roque, rodeado de Ezequiel y los demás. Amatista, aun sosteniendo al bebé, se acercó a Enzo y habló con voz firme:
—Nosotros estamos bien. Asegúrate de que él también lo esté.
Amatista acomodó a los bebés en el sofá con movimientos lentos, tratando de no despertarlos más de lo que ya estaban. Sus pequeños cuerpos aún temblaban ligeramente por el llanto, y sus mejillas estaban húmedas. Ella se inclinó sobre ellos, acariciándoles las cabecitas con delicadeza.
—Tranquilos, mis amores… ya pasó. Mamá está aquí —susurró con voz suave, su tono calmante llenando el espacio.
A pesar de la tensión que aún la envolvía, Amatista se forzaba a proyectar calma. Colocó una manta ligera sobre ellos y se sentó al borde del sofá, frotando suavemente sus espaldas para mantenerlos serenos. Los pequeños empezaron a relajarse, emitiendo pequeños suspiros que aliviaron un poco el nudo que tenía en el pecho.
En el otro extremo de la sala, Enzo caminaba con pasos firmes, su presencia imponiendo control sobre la situación. Miró a los guardias que esperaban sus órdenes y levantó la voz con autoridad.
—Quiero a todos atentos. Revisen las entradas y mantengan el perímetro asegurado. Nadie se acerca a este lugar sin que yo lo sepa. —Su mirada afilada se detuvo en cada uno de ellos, asegurándose de que entendieran la gravedad de sus palabras.
Los hombres asintieron y se dispersaron rápidamente, ocupando sus posiciones. Enzo se detuvo junto a una ventana, observando hacia el exterior por unos segundos antes de volverse hacia otro guardia.
—Llama a más hombres si es necesario. No quiero sorpresas esta noche.
El guardia asintió y salió apresuradamente.
Enzo volvió su atención hacia Amatista. Ella seguía inclinada sobre los bebés, susurrándoles con una paciencia que contrastaba con el caos reciente. Por un instante, el rostro de Enzo suavizó su dureza habitual, aunque no dejó de sentir una punzada de rabia al recordar por qué estaban allí en primer lugar.
Se acercó a ella con pasos firmes, deteniéndose a unos metros.
—¿Están tranquilos? —preguntó, su tono más bajo, casi suave.
Amatista levantó la mirada hacia él. Sus ojos estaban cansados, pero su fuerza seguía intacta.
—Sí. Solo necesitan descansar —respondió, volviendo a acariciar a uno de los bebés que empezaba a moverse inquieto.
Enzo asintió, sus ojos recorriendo la escena. Los niños seguros, Amatista haciendo lo imposible por mantener la calma, y el eco del peligro aún presente en su mente.
—No dejaré que esto vuelva a pasar, Gatita. Nadie volverá a ponerlos en peligro. —Su voz era baja pero cargada de una promesa firme.
Amatista no respondió de inmediato. Sus dedos seguían dibujando círculos lentos en las espaldas de los bebés, pero finalmente levantó la vista hacia él.
—Haz lo necesario, Enzo. Solo mantenlos a salvo —dijo con firmeza, su tono dejando claro que confiaba en él para protegerlos.
Enzo apretó la mandíbula, asintiendo antes de girarse para dar un último vistazo al club y asegurarse de que todo estuviera bajo control. Mientras tanto, Amatista se mantuvo junto a sus hijos, su cuerpo erguido y su mirada firme, reflejando que, a pesar de todo, no se dejaría vencer.