Capítulo 70 Retorno al refugio
La clínica estaba envuelta en un silencio incómodo, roto solo por las suaves palabras del doctor Federico. Sentado frente a Amatista y Enzo, Federico mantenía una postura profesional, pero su mirada reflejaba la empatía que sentía por la pareja.
—Amatista, el embarazo es real, pero no es viable —dijo finalmente, con la voz medida y pausada. Miró a ambos antes de continuar—. El desarrollo del bebé no es completo, y continuar con el embarazo podría poner en riesgo tu salud. Sé que esto es difícil de escuchar, pero tenemos que proceder con la interrupción.
Amatista mantuvo la mirada fija en el suelo, mientras sus dedos jugaban nerviosamente con el borde de su blusa. Enzo, sentado a su lado, entrelazó su mano con la de ella, apretándola con suavidad, como si quisiera recordarle que estaba allí.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Enzo, su tono bajo pero firme, con una tensión que apenas lograba ocultar.
—Podemos realizar el procedimiento mañana mismo. No tomará mucho tiempo, y con el debido cuidado, Amatista podrá recuperarse completamente. Además, quiero aclarar que esto no afectará su capacidad de quedar embarazada en el futuro.
Las palabras de Federico trajeron un ligero alivio, pero el peso de la situación seguía presente. Amatista levantó la mirada hacia el médico, asintiendo lentamente.
—Gracias, Federico.
Enzo asintió en silencio y ayudó a Amatista a levantarse. Antes de salir del consultorio, Federico añadió con un tono tranquilizador:
—Estarán bien. Solo recuerden tomarse el tiempo necesario para procesar esto.
Al subir al coche, el silencio entre ambos era denso, cargado de palabras que ninguno estaba listo para pronunciar. Amatista miraba fijamente por la ventana, sus pensamientos un caos. Después de varios minutos de viaje, finalmente habló, sin apartar la vista del paisaje que pasaba.
—¿Podemos ir al campo? —su voz era suave, casi un susurro.
Enzo giró brevemente la cabeza hacia ella, notando la tensión en su postura, pero también la vulnerabilidad que había en sus palabras.
—Claro, gatita —respondió, sin dudar.
No hubo necesidad de más explicaciones. Enzo entendía que la mansión del campo, con todos sus recuerdos y su aislamiento del mundo exterior, era el lugar donde ambos podrían procesar lo que acababan de vivir.
El resto del trayecto transcurrió en un silencio cargado de emociones, pero no de distancia. De vez en cuando, Amatista deslizaba su mano hacia la de Enzo, quien la tomaba con firmeza, sus dedos entrelazados en un gesto silencioso de apoyo. Era su manera de decirse que estaban juntos, sin importar lo que enfrentaran.
Enzo mantenía la mirada fija en la carretera, pero su mente estaba llena de pensamientos. Se sentía impotente, algo que no era habitual en él. Proteger a Amatista había sido siempre su prioridad, y ahora, enfrentaba un dolor que no podía combatir con fuerza ni con control.
La mansión del campo los recibió con la misma calma que siempre había ofrecido, como si entendiera su papel como refugio en los momentos más difíciles. Amatista caminó lentamente hacia el interior, sus pasos ligeros resonando en los pasillos vacíos. Enzo la siguió en silencio, dejando las llaves del coche sobre una mesa antes de cerrar la puerta detrás de ellos.
Sin necesidad de palabras, ambos subieron al segundo piso. El salón, con su amplia vista al jardín, parecía un lugar adecuado para lo que ambos necesitaban: tiempo y espacio. Enzo se acomodó en el amplio sofá, extendiendo una mano para indicarle a Amatista que se acercara. Ella obedeció sin dudar, inclinándose y acomodando su cabeza sobre sus piernas.
Por un momento, el silencio fue todo lo que compartieron. Amatista respiraba profundamente, dejando que la calidez y la familiaridad de la cercanía de Enzo la reconfortaran. Pero entonces, como una represa que no podía contener más, las lágrimas comenzaron a caer.
Al principio, trató de contenerlas, cubriéndose el rostro con las manos, pero pronto su cuerpo tembló con los sollozos que había retenido desde la consulta.
—Lo siento… —susurró entre lágrimas, aunque no sabía exactamente por qué sentía la necesidad de disculparse.
Enzo la miró, sus manos moviéndose con suavidad hacia su cabello, acariciándolo en un gesto lento y reconfortante.
—No tienes nada de qué disculparte, gatita —dijo, su voz ronca por la emoción contenida.
Pero mientras las lágrimas de Amatista continuaban, algo en él también comenzó a desmoronarse. Las emociones que había mantenido bajo control durante todo el día lo golpearon con fuerza. En silencio, una lágrima rodó por su mejilla, y luego otra.
Amatista levantó la vista al sentirlo temblar ligeramente bajo su peso. Ver a Enzo llorar, algo que rara vez había presenciado, la conmovió profundamente. Sin pensarlo dos veces, se incorporó y se sentó en su regazo, rodeándolo con sus brazos.
—Amor… —murmuró con ternura, pasando una mano por su cabello mientras él cerraba los ojos y dejaba que las lágrimas fluyeran.
Por unos minutos, Amatista no dijo nada más. Simplemente permaneció allí, abrazándolo y acariciando su cabello, dándole el espacio que él necesitaba para liberar todo lo que llevaba dentro. Cuando sintió que su respiración comenzaba a estabilizarse, habló con suavidad.
—No quiero que pienses, ni por un segundo, que me fallaste —dijo, con firmeza pero sin reproche—. Porque no es así. Estoy aquí contigo, amor. Y eso es todo lo que importa.
Enzo levantó la mirada hacia ella, sus ojos brillantes por las lágrimas.
—No sabes cuánto desearía que todo hubiera sido diferente… que nada de esto hubiera pasado.
Amatista negó con la cabeza, acariciando su rostro con delicadeza.
—A veces las cosas no salen como queremos. Pero eso no significa que no tengamos un futuro. Sé que algún día podremos tener hijos, y cuando eso pase, sé que seremos muy felices.
Enzo asintió lentamente, dejando que las palabras de Amatista lo calmaran. Había algo en su voz, una convicción tranquila, que logró desvanecer parte de la culpa que lo había estado consumiendo.
—Tienes razón, gatita —dijo, su voz más firme esta vez—. Cuando llegue ese momento, haremos todo lo posible para ser felices.
Amatista sonrió levemente, inclinándose para darle un beso en la frente. Luego apoyó la cabeza en su hombro, dejando que el silencio regresara, esta vez como un bálsamo en lugar de un peso.
Después de un rato, Amatista levantó la vista hacia él.
—Quiero que nos quedemos aquí hoy. Solo tú y yo, amor. Mañana iremos a la clínica… pero hoy quiero este tiempo contigo.
Enzo asintió sin dudar.
—Por supuesto, gatita. Aquí estaremos.
Ella lo abrazó nuevamente, y tras unos minutos de calma, añadió:
—¿Podemos preparar algo especial para la cena? Quiero que sea un día tranquilo.
Enzo esbozó una pequeña sonrisa, acariciando su mejilla.
—Déjamelo a mí. Voy a salir a comprar algunas cosas. Tú quédate aquí, descansa, y cuando regrese, nos encargaremos de la cena.
Amatista lo observó, asintiendo suavemente.
—Gracias, amor.
Él se inclinó para besar su frente antes de levantarse, ajustando ligeramente el abrigo que había dejado sobre el respaldo del sofá.
—No tardo, gatita.
Amatista lo observó salir del salón, escuchando el eco de sus pasos hasta que el sonido desapareció por completo. Suspiró profundamente, permitiendo que la tranquilidad del lugar la envolviera mientras miraba por la ventana. Aunque el dolor seguía allí, también podía sentir una chispa de esperanza.
Sabía que, pase lo que pase, con Enzo a su lado, podrían superar cualquier cosa.
Enzo había salido rápidamente a hacer las compras, buscando algo sencillo pero reconfortante para la noche. Mientras recorría los pasillos del supermercado, su mente estaba sumida en pensamientos oscuros. El día había sido largo, y el dolor de lo que había sucedido con Amatista aún no había encontrado un lugar donde descansar. Cada paso lo acercaba a la mansión del campo, pero también lo llenaba de una sensación de impotencia.
Finalmente, después de pagar, salió del supermercado y se subió al coche, decidido a poner todo de lado por un momento, aunque sabía que nada de lo que hiciera podría borrar el peso del día.
En su camino de regreso, se detuvo un momento y, al ver el teléfono, decidió marcar a Alicia. Sabía que su madre se preocuparía, y aunque no era un hombre de compartir demasiado, sentía que debía informarle sobre lo sucedido.
El teléfono sonó tres veces antes de que Alicia contestara con su voz tranquila pero preocupada.
—Enzo, ¿cómo va todo? ¿Cómo está Amatista?
Enzo tomó una profunda respiración y, con la voz más controlada que pudo, comenzó a hablar.
—El embarazo no es viable, madre —dijo, con la mirada fija en la carretera—. El médico explicó que el bebé no se está desarrollando correctamente, y mañana tendremos que proceder con la intervención.
Alicia guardó silencio por un momento. Enzo podía sentir la preocupación de su madre a través de la llamada.
—Lo siento mucho, hijo —dijo Alicia con suavidad—. Deben estar pasándolo muy mal… ¿y tú? ¿Cómo te encuentras?
Enzo apretó el volante, su pulso acelerado mientras procesaba lo que acababa de decir.
—Estoy bien, madre. Pero no es fácil, no lo es. Amatista está muy tranquila, pero sé que esto la afecta más de lo que deja ver.
Alicia hizo una pausa antes de responder, con voz serena.
—Lo que me preocupa más es que tú también necesitas un respiro, Enzo. No cargues todo tú solo.
Enzo cerró los ojos por un momento, agradecido por las palabras de su madre, aunque no siempre era fácil aceptarlas.
—Lo sé. Solo… quiero que ella esté bien. Y mañana tomaremos decisiones, pero hoy solo quiero estar con ella. Nos quedaremos en la mansión del campo esta noche. No quiero que pensemos en nada más por un rato.
—Está bien, hijo. Haz lo que necesites. Aquí estamos para apoyarlos. Cuídala mucho.
—Lo haré, madre. Gracias. —colgó antes de que Alicia pudiera añadir algo más.
Enzo guardó el teléfono y, con un suspiro, continuó el viaje hacia la mansión del campo. El sonido del motor y la carretera vacía fueron los únicos ruidos que lo acompañaron mientras pensaba en lo que haría al llegar. A pesar de las dificultades, en ese momento sabía lo único que realmente importaba: estar con Amatista.
Al llegar a la mansión del campo, Enzo cerró la puerta del coche con suavidad y recogió las bolsas de la compra. Un suspiro escapó de sus labios mientras observaba la casa ante él, un refugio familiar que siempre le ofrecía un respiro en medio del caos. El aire fresco de la tarde lo envolvió, pero la calma del lugar era lo único que realmente parecía aliviar el peso que llevaba sobre los hombros.
Dentro, la casa estaba en silencio, como era habitual en esos momentos. La luz tenue que entraba por las ventanas creaba una atmósfera acogedora, pero también melancólica. Los muebles y las paredes, cargados de recuerdos, parecían absorber todo el ruido del mundo exterior. Enzo subió las escaleras con las bolsas en las manos, dejándolas sobre la mesa del comedor. Los pasos crujían suavemente en el piso de madera, creando una melodía discreta en la quietud de la casa. Al pasar por el salón, vio a Amatista. Estaba dormida en el sofá, tan tranquila que casi parecía no haber nada en el mundo que pudiera perturbar su paz. Su respiración era regular, y su rostro relajado reflejaba una serenidad que contrastaba con los eventos del día.
Enzo se detuvo por un momento, observando la imagen de Amatista allí, tan serena. Esa imagen le dio un consuelo inexplicable, como si, por un instante, todo fuera a estar bien. Aunque sabía que la situación seguía siendo difícil, la calma de ella lo envolvía de una manera que lo hacía sentir que, al menos por ese momento, podía encontrar algo de paz.
Sin interrumpir su descanso, Enzo se acercó con cautela, dejándose llevar por el deseo de estar cerca de ella. Se sentó junto a ella con suavidad, sin hacer ruido, y la miró un instante más. La imagen de Amatista durmiendo en el sofá parecía reflejar una quietud que él mismo deseaba sentir. Su mente aún estaba llena de pensamientos difíciles, pero estar cerca de ella de alguna manera calmaba las olas de ansiedad que lo golpeaban.
Amatista, al percibir su presencia, movió ligeramente la cabeza, despertando lentamente. Sus ojos se abrieron poco a poco, y cuando vio a Enzo a su lado, una pequeña sonrisa asomó en sus labios. Fue una sonrisa débil, pero genuina, una sonrisa que hablaba de la calma que solo él podía brindarle.
Enzo la observó con ternura, y, sin decir palabra, se acercó más a ella, sintiendo la necesidad de abrazarla. Al sentirlo, Amatista hizo un movimiento suave para dejarle espacio, acomodándose un poco más. Él, sin pensarlo dos veces, se recostó junto a ella, con una facilidad natural, como si fuera lo único que importaba en ese momento. Ella, con el mismo instinto, se acomodó sobre su pecho, descansando su cabeza allí, dejando que el calor de su cuerpo la envolviera.
Los dos permanecieron en silencio, rodeados por la paz de la mansión, el ruido del mundo exterior alejado de su pequeño refugio. El dolor de lo sucedido seguía presente, pero en ese momento, las palabras parecían innecesarias. Ambos sabían lo que sentían, y era suficiente. Las caricias de Enzo en su cabello eran suaves, pero llenas de una calidez profunda que hablaba más que cualquier palabra. Amatista, en respuesta, cerró los ojos, dejándose llevar por la cercanía, por el consuelo que le ofrecía él, como si, por fin, pudiera permitir que el mundo se detuviera.
El tiempo pasó sin prisa, como si nada más importara. El suave ritmo de su respiración y las caricias de Enzo se convirtieron en todo lo que necesitaban. Nadie decía nada, pero todo se entendía en ese silencio compartido, un refugio donde el dolor no tenía cabida, al menos por ese momento.