Capítulo 67 El rastro de amatista
La sala estaba impregnada de tensión. Enzo revisaba el informe que había recibido sobre Franco Calpi. Aunque el documento contenía detalles importantes sobre las operaciones del mafioso, no había una sola mención de Amatista. Enzo apretó los puños con frustración. Ella seguía desaparecida, y cada día en cautiverio lo atormentaba más.
Golpeó el escritorio con fuerza, una y otra vez, mientras su respiración se volvía más errática. Los hombres a su alrededor lo miraban sin saber qué decir. Sabían que el sufrimiento de su jefe había llegado a un límite peligroso.
De repente, un golpe en la puerta interrumpió el silencio. Mateo, el primero en reaccionar, se apresuró a abrirla.
Del otro lado, un hombre desconocido entró rápidamente y cerró la puerta tras de sí. Su rostro mostraba nerviosismo, pero también determinación. Los hombres de Enzo, alertados, llevaron sus manos a las armas, listos para cualquier eventualidad.
—¿Quién eres tú? —exigió Enzo, fulminándolo con la mirada.
—Soy Lucas —respondió el hombre, levantando las manos en un gesto de paz—. Uno de los guardias asignados a vigilar a su esposa. Ella me pidió que lo buscara.
El corazón de Enzo dio un vuelco, pero su desconfianza lo mantuvo firme.
—¿Crees que estoy para juegos? —rugó, dando un paso hacia él.
Lucas negó con vehemencia.
—No estoy jugando. Dejé una pulsera que pertenecía a Amatista en la casa donde la tenían cautiva. Es todo lo que pude hacer para probar mi lealtad.
Los ojos de Enzo se entrecerraron mientras procesaba la información. Finalmente, asintió con un ademán.
—Dime dónde está —ordenó, su voz firme pero contenida.
Lucas comenzó a explicar rápidamente, detallando la ubicación y las condiciones del lugar. Enzo escuchaba cada palabra con atención, mientras su mente ya planificaba los próximos pasos.
La noche había caído cuando Enzo y su equipo llegaron al lugar indicado. Había traído a sus hombres de confianza y algunos guardias adicionales. Antes de avanzar, les dio una última orden:
—Asegúrense de que Amatista no salga herida. Si alguien intenta resistirse, no tengan piedad.
Con las armas listas y los sentidos alerta, el grupo comenzó a moverse con precisión. Enzo lideraba el avance, con Lucas a su lado indicando los puntos clave. La casa estaba rodeada de sombras, y el silencio era interrumpido solo por el crujido de las botas contra el suelo.
Enzo hizo una seña, y sus hombres se dividieron en dos grupos para cubrir todas las entradas. Con una sincronización impecable, forzaron las puertas y entraron.
El interior era un caos. Los muebles estaban destrozados, y el olor metálico de la sangre impregnaba el aire. A medida que avanzaban, se dieron cuenta de que alguien ya había atacado el lugar. Los cuerpos de varios hombres yacían sin vida en el suelo.
Lucas, visiblemente nervioso, se giró hacia Enzo.
—Amatista estaba aquí. No había planes de moverla, lo juro.
Enzo, furioso, lo tomó del cuello de la camisa.
—¿Quién ordenó esto? —preguntó con la voz cargada de rabia.
Lucas tragó saliva antes de responder.
—Fue Martina Ruffo. Ella organizó todo.
Enzo estuvo a punto de explotar cuando su teléfono comenzó a sonar. Era Franco Calpi. Con un gesto brusco, se alejó unos pasos y contestó.
—Espero que tengas buenas noticias —gruñó.
La voz de Calpi sonó tranquila, casi divertida.
—Claro que las tengo. Localicé a tu esposa y la rescaté. Está a salvo en mi mansión. Puedes venir a buscarla cuando quieras. Ah, y como regalo, también tengo a los dos hombres que la golpearon.
El alivio inundó a Enzo, pero su tono no perdió firmeza.
—Iremos de inmediato.
Colgó el teléfono y se giró hacia sus hombres.
—Amatista está con Franco. Vamos a su mansión.
Luego, miró a Lucas.
—Has hecho bien en buscarme. No te preocupes, serás recompensado por tu ayuda.
Lucas asintió, aliviado de no enfrentar la ira de Enzo. El grupo salió del lugar, dejando atrás el caos y dirigiéndose con determinación hacia la mansión de Franco Calpi. El rencuentro con Amatista estaba cada vez más cerca.
En la Mansión Calpi, la sala principal estaba iluminada por candelabros de cristal que colgaban del techo, lanzando destellos dorados sobre el mármol pulido del suelo. La decoración era elegante, casi opulenta, con grandes ventanales que dejaban ver el jardín perfectamente cuidado y la vista a la ciudad lejana. En el centro, Amatista se encontraba sentada en un sillón de terciopelo azul, su postura impecable, las manos descansando suavemente sobre su regazo. A su alrededor, un grupo de hombres de negocios charlaban animadamente, acompañados por mujeres deslumbrantes, todas ellas pendientes de la joven en el sillón.
Franco, quien se encontraba en el centro del círculo, sonrió a Amatista con una amabilidad que contrastaba con la frialdad de la situación. Sabía que ella prefería la calma, y su presencia era un intento de hacerla sentir más cómoda mientras esperaba la llegada de Enzo.
—No te preocupes, querida. Ya hablé con Enzo, vendrá pronto por ti. Estoy seguro de que no tardará mucho —dijo, mirando brevemente a los dos hombres atados en un rincón. Estaban visiblemente heridos, luchando por mantenerse en sus sillas, pero su dolor era un detalle secundario en ese momento.
Amatista asintió con tranquilidad, pero su mirada se desvió hacia los hombres atados, sin mostrar más interés que el necesario. Lo que realmente ocupaba su mente era la idea de ver a Enzo. El simple pensamiento de él la llenaba de una felicidad serena, una calma que la mantenía firme en la sala llena de tensión.
Un hombre de cabello gris, con un traje impecable y una copa de whisky en la mano, rompió el silencio con una pregunta casual.
—Se nota que eres importante para Enzo. Nunca había visto a Franco tan dispuesto a tomar cartas en un asunto como este. ¿Qué se siente tener a alguien tan poderoso detrás de ti?
Amatista sonrió suavemente, sin arrogancia alguna, pero con una serenidad que reflejaba su total confianza en su vínculo con Enzo.
—Nunca me ha importado el poder de Enzo. Para mí, siempre ha sido simplemente él —respondió, su voz tranquila y firme.
Una de las mujeres en la sala, de cabello rubio y vestido rojo brillante, arqueó una ceja, claramente intrigada.
—¿Y cómo es él contigo? Digo, debe ser completamente distinto de cómo lo conocemos. Enzo no suele ser un hombre fácil de tratar.
Amatista dejó escapar una pequeña risa, una que denotaba cariño y una calidez que desarmaba a cualquiera.
—Es protector —dijo, sus ojos brillando con suavidad—. Siempre me ha cuidado, incluso cuando no lo entendía.
Una morena de ojos penetrantes, que hasta ese momento había estado observando en silencio, se inclinó hacia adelante con una sonrisa cómplice.
—Con esa belleza, no me sorprende que esté loco por ti. Enzo nunca ha sido fácil de conquistar, pero contigo parece ser diferente. ¿Cómo lo lograste?
Amatista rió, sin un atisbo de arrogancia, y miró a la mujer con una sinceridad que sorprendió a todos.
—No creo haber "logrado" nada. Solo somos nosotros mismos —dijo, como si la respuesta fuera lo más natural del mundo.
Franco, que no había podido resistirse a intervenir, sonrió divertido y giró su copa de vino.
—Dime algo, Amatista. ¿Quién se enamoró primero?
Amatista, con los ojos llenos de ternura al recordar, pensó en la respuesta antes de compartirla.
—Enzo siempre dice que él. Según él, fue desde la primera vez que me vio.
Un murmullo recorrió la sala, y uno de los hombres, un empresario de cabello canoso, levantó una ceja, incrédulo.
—¿Y cuándo fue eso?
Amatista lo dijo con total naturalidad, sin medir el impacto de sus palabras.
—Cuando tenía dos años —respondió, como si fuera una anécdota trivial.
Un silencio pesado siguió a sus palabras, y pronto se alzó una exclamación de asombro.
—¿Dos años? ¿Hablas en serio? —preguntó uno de los socios, un cigarro entre los dedos, la incredulidad evidente en su rostro.
Amatista asintió suavemente, como si todo fuera parte de una historia común.
—Sí. Mi madre, Isabel, trabajaba para la familia de Enzo. Llegué a la mansión con ella, y desde entonces él dice que no pudo dejar de mirarme.
Franco, recostado en su silla, observó a Amatista con un renovado respeto, ya no solo por la mujer, sino por la compleja historia que compartía con Enzo. Su mirada pasó de curiosa a pensativa.
—Eso explica muchas cosas. Enzo siempre ha sido intenso, pero ahora entiendo de dónde viene todo —comentó, casi para sí mismo.
La conversación continuó, con los socios y las mujeres visiblemente fascinados por la historia de Amatista y Enzo. Ella, sin embargo, se mantenía serena y controlada, respondiendo con sinceridad, pero sin revelar más de lo necesario. Cada palabra parecía aumentar la fascinación de los presentes por su vida y la relación con Enzo, una que, por más que muchos quisieran entender, seguía siendo un misterio en muchos aspectos.
Cuando un hombre más joven, de cabellera oscura y expresión curiosa, quiso saber más sobre cómo había comenzado la relación entre ellos, Amatista decidió compartir algo más.
—Enzo siempre me ha protegido desde que éramos niños, aunque nuestra relación comenzó cuando cumplí los 18 —dijo, con una ligera sonrisa, para asegurarse de que nadie malinterpretara nada—. Él tiene dos años más que yo, por lo que había ciertas barreras que no queríamos que se malinterpretaran.
La mujer que se había acercado a Amatista con el botiquín comenzó a limpiar cuidadosamente las heridas de sus muñecas, que estaban muy lastimadas por las cuerdas que la habían atado. La joven sintió un leve tirón de dolor mientras la mujer aplicaba un ungüento, pero lo soportó con calma, sabiendo que el alivio sería mayor una vez que todo estuviera limpio y vendado. La mujer también revisó sus pies, donde la cadena había dejado marcas graves en su piel, y con delicadeza, le limpió las heridas. Amatista no pudo evitar tensarse cuando la tocó en el rostro y en el cuerpo, donde los golpes eran aún visibles, pero se mantuvo tranquila, apenas mostrando su incomodidad.
—Te sugiero que un médico te revise, Amatista —le dijo la mujer, mientras terminaba de vendar las muñecas—. Estas heridas son bastante graves, y no me gustaría que se infectaran.
Amatista asintió, agradecida por la atención y el cuidado de la mujer, aunque en su mente solo había espacio para una cosa: Enzo. Sabía que él llegaría pronto, y la idea de verlo la reconfortaba profundamente.
A los pocos minutos, la puerta de la mansión se abrió y Enzo entró acompañado de un grupo de hombres: Massimo, Emilio, Mateo, Maximiliano, Mauricio, Valentino, Alejandro y Lucas. En cuanto sus ojos encontraron a Amatista, su rostro se iluminó de preocupación y furia contenida. Se acercó rápidamente a ella, sin importar nada más a su alrededor, y la tomó entre sus brazos con suavidad, acariciando su rostro y besándola en la frente con una dulzura que contrastaba con la tormenta que se desataba en su interior.
—Gatita, no dejaré que te vuelva a pasar algo así —le susurró, su voz llena de un dolor profundo mientras la envolvía con su abrazo protector.
Amatista, sintiendo la calidez de su abrazo, le respondió con una sonrisa suave, casi quebrada, mientras lo miraba con ternura.
—Amor, estoy bien... ya pasó —dijo, aunque sus ojos delataban el cansancio y la tristeza que aún la dominaban.
Enzo, al notar las heridas en sus muñecas, no pudo evitar una mueca de ira, y sus ojos se oscurecieron al ver los rastros de los golpes en su rostro y cuerpo.
—¿Esos desgraciados te hicieron esto? —preguntó, su voz grave y temblorosa por la rabia.
Amatista asintió, sin poder ocultar la molestia que aún sentía al recordar todo lo sucedido.
—Sí.
Con una expresión tensa, Enzo le pidio a Amatista,
—Gatita, quédate en el auto, ¿sí? —dijo con voz grave, pero suave, al verla aún afectada—. Mateo te hará compañía mientras yo resuelvo algo. Necesito asegurarme de que estés bien.
Amatista asintió, agradecida por su protección, y dejó que Mateo la ayudara a caminar hacia el vehículo. Enzo, por su parte, se giró con determinación, sabiendo que debía encargarse de los hombres que habían causado tanto daño.
Mateo, viendo la determinación de Enzo, asintió rápidamente y se acercó a Amatista con una actitud protectora.
—Permíteme acompañarte, Amatista —dijo con suavidad, ofreciéndole su brazo para ayudarla a caminar hacia el auto.
Amatista aceptó sin decir una palabra, agradecida por la cortesía de Mateo, aunque su mente ya se centraba en el hecho de que Enzo tomaría venganza. Mientras caminaba hacia el vehículo, notó cómo la tensión en la mansión se disparaba, sabiendo que las consecuencias de todo lo que había sucedido no se quedarían impunes.
Una vez que Amatista se acomodó en el auto, Enzo volvió la mirada hacia los hombres que habían causado todo este caos. No necesitaba palabras, pues el grupo de hombres ya entendía lo que debía suceder. Enzo los miró con ojos fríos y letales, una promesa de venganza sin ningún tipo de misericordia en su rostro.
La tormenta de violencia se desató en la mansión, y Enzo, con su carácter implacable, no dejó a ninguno de esos hombres con vida. Cuando terminó, se acercó a Franco, quien observaba en silencio desde una esquina de la habitación.
—Nos reuniremos pronto para discutir lo del casino —le dijo Enzo, su tono cortante, como si no hubiera nada más que agregar al respecto.
Franco asintió, comprendiendo la seriedad de la situación, mientras el grupo de hombres se retiraba, dejando atrás la sombra de lo ocurrido. Enzo volvió al auto, donde su mirada se suavizó al ver a Amatista. Aunque el dolor en su interior seguía intacto, sabía que lo que más importaba en ese momento era ella.