Capítulo 21 Entre sombras y compromisos
El sol comenzaba a despedirse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos que bañaban el campo de golf. El grupo de hombres caminaba juntos hacia el café del club, con el ligero aire de satisfacción que traía la conclusión de un partido bien disputado. Enzo Bourth lideraba la marcha, su porte erguido y la seriedad en su rostro reflejaban su constante dominio sobre cada situación, mientras Emilio, Mateo, Paolo y Massimo lo seguían, conversando y soltando risas ocasionales.
Al llegar al café, eligieron una mesa apartada, un lugar que les brindaba la privacidad necesaria para mantener sus asuntos lejos de oídos indiscretos. Las copas de whisky comenzaron a llenar la mesa, destilando un aroma que se mezclaba con el leve perfume a café que impregnaba el ambiente.
Las primeras palabras fueron un tanto formales, pero el ánimo se distendió rápidamente cuando Emilio, quien no podía contener su curiosidad, decidió lanzarse al tema que tenía en mente desde el campo de golf.
—Entonces, Bourth, ¿qué fue eso de despachar a esas mujeres como si fueran moscas molestas? —preguntó Emilio con una risa burlona, refiriéndose a las mujeres que se habían acercado con obvios intentos de captar la atención de Enzo durante el juego.
Mateo soltó una carcajada, y Paolo, sin contenerse, añadió:
—La expresión en sus caras fue oro puro. Esas mujeres están acostumbradas a obtener todo con un chasquido de dedos. Pero tú, Bourth, les recordaste que no juegas en la misma liga.
Enzo, apoyado contra el respaldo de su silla, dejó escapar una breve risa. No era un hombre dado a bromear, pero disfrutaba de la ironía del momento.
—Es fácil —respondió con su voz grave, sin apartar la mirada de su copa—. No tengo tiempo ni interés para ese tipo de juegos.
Massimo, quien había estado observando en silencio hasta entonces, decidió intervenir con una pregunta que llevaba tiempo rondándole la mente.
—Y entonces, ¿por qué Gatita es la excepción? ¿Qué tiene ella que no te hace sentir ese desprecio por el resto?
El silencio cayó sobre la mesa por un instante, mientras todos esperaban la respuesta de Enzo. Este dejó su copa sobre la mesa y, para sorpresa de los demás, sonrió con sinceridad, como si la pregunta hubiese tocado una fibra especial.
—No lo sé —admitió finalmente, con una honestidad que rara vez compartía—. Gatita siempre ha sido diferente. Desde el principio. Es algo que no puedo explicar, simplemente... es así.
El grupo intercambió miradas cómplices antes de estallar en risas y comentarios.
—Mira quién se pone sentimental —bromeó Emilio, chocando su vaso con el de Enzo—. Ahora todo tiene sentido, Bourth. Eres humano después de todo.
La conversación continuó con bromas y anécdotas, aliviando la tensión que había traído la confesión de Enzo sobre su devoción a Gatita. Sin embargo, cuando la velada terminó, cada uno se retiró con un respeto renovado por el hombre que, aunque reservado, dejaba entrever que su fuerza y determinación estaban impulsadas por algo mucho más profundo.
La noche envolvía la mansión Bourth con su habitual silencio majestuoso cuando Enzo llegó. La construcción, imponente y meticulosamente cuidada, era un reflejo de la disciplina y el control que caracterizaban a su dueño. Sin embargo, aquella noche traía consigo una tarea que no podía posponer: hablar con su familia sobre su decisión.
Al entrar, encontró la casa sorprendentemente tranquila. Su madre, Alicia, no estaba a la vista, pero su hermana Alessandra, una adolescente enérgica y curiosa, lo esperaba en la sala, absorta en un libro.
—Enzo —saludó ella, levantándose al verlo—. Pensé que llegarías más tarde.
—Los planes cambiaron —respondió él con suavidad, acercándose a ella—. ¿Ya cenaste?
Alessandra negó con la cabeza.
—Mamá dijo que cenaríamos juntos, pero parece que está ocupada.
Enzo sonrió y le indicó que lo acompañara a la cocina. Allí, con movimientos precisos, comenzó a preparar limonada para ambos. Alessandra lo observaba, intrigada por su comportamiento, ya que no era común verlo tan relajado en casa.
—¿Qué sucede, Enzo? —preguntó finalmente, con la franqueza que caracterizaba su juventud—. Pareces distraído.
Enzo terminó de servir las bebidas y se dirigió al jardín, invitándola a seguirlo. Bajo la luz tenue de las lámparas exteriores, ambos se sentaron en un banco de hierro forjado, rodeados por el aroma de las flores nocturnas.
—Alessandra, quiero hablar contigo de algo importante —comenzó él, mirando la bebida en sus manos como si buscara las palabras adecuadas—. Pronto alguien vendrá a vivir con nosotros.
La expresión de Alessandra cambió de inmediato. Sus ojos se iluminaron con una mezcla de sorpresa y esperanza.
—¿Amatista? ¿Va a volver?
La mención de ese nombre hizo que Enzo levantara la mirada. La intensidad en los ojos de su hermana reflejaba lo mucho que significaba Amatista para ella, pero él no podía dejar que la emoción nublara la razón.
—No, Alessandra —respondió con firmeza—. Amatista seguirá en la mansión del campo.
La decepción fue evidente en el rostro de la joven, pero antes de que pudiera protestar, Enzo continuó.
—La mujer que vendrá se llama Daphne. Su papel será el de mi prometida, pero solo para el exterior.
Alessandra frunció el ceño, confundida.
—¿Por qué no te comprometes con Amatista de una vez? Sabes que ella es quien amas.
Enzo suspiró, dejando entrever un poco de la carga emocional que llevaba consigo.
—Porque el mundo es peligroso, Alessandra. Si alguien supiera que Amatista es la mujer que amo, la usarían para llegar a mí. No puedo permitirlo.
Aunque no estaba de acuerdo, Alessandra asintió, entendiendo las razones de su hermano.
—Está bien, Enzo. Pero no creo que Amatista esté feliz con esta decisión.
—No tiene por qué enterarse —sentenció él, dando por terminada la conversación.
Alessandra se levantó poco después, alegando que tenía tareas pendientes, y dejó a Enzo solo bajo el cielo estrellado.
Horas más tarde, Enzo esperaba en su despacho. Había pedido que lo avisaran cuando su madre llegara a casa, y ahora que finalmente había llegado, la esperaba para hablar de Daphne.
Alicia entró al despacho con la elegancia que la caracterizaba, y Enzo se levantó para saludarla.
—¿Es algo urgente, Enzo? —preguntó, tomando asiento frente a su escritorio.
—Sí, madre. Necesito informarte sobre algo que afectará nuestra dinámica familiar.
Enzo repitió lo que le había contado a Alessandra, detallando la llegada de Daphne y el rol que desempeñaría. Alicia, una mujer inteligente y perspicaz, captó de inmediato las implicaciones de esa decisión.
—Entiendo tus razones, Enzo —dijo con calma—, pero debo advertirte algo. Por pedido tuyo, educamos a Amatista para que sea la esposa perfecta, pero no puedes esperar que te espere toda la vida. Tarde o temprano, podría cansarse.
El comentario golpeó un punto sensible en Enzo, pero no dejó que sus emociones se reflejaran.
—Amatista no se irá, madre. Ella nació para estar conmigo.
Alicia lo observó con una mezcla de preocupación y resignación antes de asentir.
—Solo espero que no subestimes sus sentimientos, Enzo.
Al día siguiente, Daphne llegó a la mansión Bourth, vestida con un atuendo que intentaba proyectar elegancia, aunque claramente buscaba impresionar. Enzo la recibió en la entrada, su expresión imperturbable como siempre.
—Bienvenida. Espero que hayas entendido las condiciones de este acuerdo —dijo sin rodeos.
Daphne asintió, aunque su confianza flaqueó al notar la frialdad de su anfitrión.
—Traje algo de ropa para acomodarme —comentó ella, señalando una maleta que llevaba consigo.
Enzo la examinó con una mirada crítica.
—Si la ropa que trajiste es como la que usaste el día que nos conocimos, será mejor que la tires. No es adecuada para las expectativas que tengo.
La tensión en el ambiente era palpable, pero Daphne simplemente asintió. Enzo continuó explicándole las normas: en dos días asistirían a una fiesta donde se presentaría como su prometida, y debía aprender a comportarse de acuerdo con el estándar de la familia Bourth. Además, le dejó claro que no habría espacio para errores.
Mientras Daphne se instalaba, Enzo subió a su despacho. Desde la ventana, contempló el paisaje que rodeaba la mansión. Aunque su mente estaba ocupada con la logística del acuerdo con Daphne, una parte de él no podía evitar preguntarse cómo reaccionaría Amatista cuando, inevitablemente, se enterara de su decisión.
Enzo subió con paso firme a la habitación donde Daphne se estaba instalando. Golpeó suavemente la puerta antes de abrirla, encontrándola frente al espejo, ajustando los detalles de su vestido con evidente esmero.
—Baja al comedor conmigo, es hora de que te presente al resto de la familia —le indicó con voz calmada pero autoritaria, dejándole claro que no había espacio para objeciones.
Daphne lo siguió sin protestar, ajustando el ritmo de su andar al de él, y juntos descendieron hasta el comedor, donde Alicia y Alessandra ya estaban esperando. Enzo, con su habitual tono contenido, presentó a Daphne como su prometida, y aunque ambas mujeres la saludaron con respeto, sus miradas discretas reflejaban una reserva palpable. La ambición que destilaba Daphne no pasó desapercibida para ninguna de ellas.
—Madre, necesito que le enseñes lo básico a Daphne —dijo Enzo, dirigiéndose a Alicia con seriedad—. Debe parecer educada y acorde a lo que se espera en nuestras reuniones.
Alicia, quien comprendía el peso de aquella solicitud, asintió con un leve gesto.
—Por supuesto, Enzo. Haré lo necesario para que esté a la altura.
Enzo inclinó la cabeza en señal de agradecimiento antes de girarse hacia su hermana y su madre.
—Con permiso, tengo asuntos pendientes.
Cuando estaba a punto de irse, la voz coqueta de Daphne lo detuvo.
—¿Ya te vas, Enzo?
Él se detuvo y la miró por encima del hombro, su expresión endurecida.
—Recuerda nuestro acuerdo, Daphne. No debes involucrarte en mis asuntos —respondió con frialdad antes de salir sin más, dejando a la mujer en compañía de Alicia y Alessandra, quienes, aunque educadas, seguían observándola con una mezcla de cautela y desconfianza.
Enzo llegó a la mansión del campo con una sensación de alivio al saber que Amatista lo esperaba. La mansión, siempre tan tranquila y aislada, parecía respirar una calma diferente cuando él estaba cerca. Al subir al segundo piso, escuchó el sonido suave de páginas pasando y la luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta de la sala. Al entrar, la vio allí, sentada en el sofá, concentrada en su lectura, completamente absorbida en su mundo.
Tan pronto como enzo cruzó la puerta, Amatista levantó la vista y, sin pensarlo, se levantó de un salto y corrió hacia él. Enzo la recibió con los brazos abiertos, sujetándola con fuerza al caer ella en su abrazo. Los labios de Amatista encontraron los de él casi instantáneamente, besándolo con una mezcla de cariño y ansiedad.
—¿Por qué estás tan ansiosa? —preguntó Enzo mientras aún la sostenía firmemente, sin dejar que sus pies tocaran el suelo.
Sin responder de inmediato, se dirigió con ella hacia el sofá, sentándose con ella sobre sus piernas sin soltarla, como si no pudiera tener suficiente de su cercanía. Amatista, aún sonriendo, bromeó con su habitual tono juguetón:
—Hoy no tienes perfume de mujer encima —dijo, olisqueando su cuello antes de agregar con una sonrisa traviesa—. Hueles a ti, amor.
Enzo soltó una risa baja, algo que rara vez ocurría con tanta naturalidad, pero en su presencia, las tensiones del mundo exterior se desvanecían.
Amatista se acomodó mejor sobre sus piernas, estirando las manos hacia su rostro con ternura antes de continuar:
—Estoy aburrida… Rose no ha venido, y me he quedado sola. —Se encogió de hombros con una expresión de leve frustración. —Rose está preparando una cena romántica para su novio, Nicolás. Dicen que va a ser algo muy especial.
Enzo sonrió y la miró con picardía, acariciando suavemente su pierna, disfrutando de la intimidad del momento.
—Lo único que me importa, amor, lo tengo entre mis manos ahora —dijo con una voz cargada de sinceridad, aunque también de broma, y su mirada se tornó más intensa, como si quisiera hacerla suya en ese instante.
Amatista le sonrió, sabiendo bien que Enzo no podía resistirse a su cercanía. Sin embargo, antes de que pudiera continuar con su caricia, ella lo detuvo con una suave voz.
—Estoy en mi periodo —le dijo con un tono casi divertido, como si fuera un pequeño obstáculo que no importaba demasiado.
Enzo se detuvo de inmediato, mordiéndose los labios con una expresión de ligera frustración. Aunque era algo natural, siempre deseaba tenerla cerca de él sin restricciones. Sin embargo, aceptó la situación con una sonrisa torcida y un suspiro.
—Entonces, ¿qué te parece si me preparas un baño relajante? —le pidió, mirándola con una mezcla de cariño y deseo. —Y me acompañas, por supuesto. Aunque no creo que nos bañemos juntos, me encantaría que me acariciaras como siempre.
Amatista, al escuchar su propuesta, se tumbó hacia atrás sobre su pecho, con una expresión juguetona y sin duda complacida por la idea.
—Lo que desee el señor Bourth —dijo, con un tono de broma, pero también de entrega, sabiendo que Enzo nunca le pedía algo que no pudiera darle con gusto.
Enzo la miró con ternura mientras acariciaba su rostro, satisfecho de tenerla allí, en su mundo apartado, lejos de todo lo que pudiera interferir en su tranquilidad. Sabía que, a su lado, Amatista siempre encontraba una forma de hacerlo sentir como el hombre más importante del mundo, y, en ese momento, él no deseaba nada más que perderse en ella.