Capítulo 13 Ser un ser humano decente
«Esa pequeña zorra es tan malvada, sin dudas mi padre se va a deshacer de ella y yo seré la única señorita Sandoval».
—Conduce más rápido; quiero llegar a casa de inmediato. —Soledad le insistió al chofer.
Enseguida llegaron a la residencia Sandoval y, en cuanto bajó del auto, vio que las luces de la mansión estaban encendidas, como si nadie estuviera dormido.
«Todos deben estar preocupados por mí, por eso siguen despiertos. Todavía soy la princesa de los Sandoval». Con ese pensamiento, Soledad se dirigió a la puerta con alegría. Podía imaginarse la manera en la que Hipólito y Cintia le preguntarían sobre su bienestar una vez que ingresara a la casa. Cuando eso sucediera, les señalaría que lo más probable era que Ariadna fue quien consiguió la serpiente para lastimarla, de esa manera, tendría que empacar sus cosas y marcharse de inmediato. «Un momento, Ariadna ni siquiera trajo nada con ella, así que puede irse ya». Mientras más lo pensaba, más se emocionaba y más rápido caminaba. El solo pensar que echarían a Ariadna hizo que se emocionara y, en ese momento, casi se había olvidado de los dolores y el malestar que sintió luego de haber sido envenenada y lastimada.
—¡Madre! —Soledad al fin entró a la sala de estar.
Todas las luces estaban encendidas y los sirvientes estaban todos paradas allí en silencio. El ambiente de la habitación era tenso como si algo malo hubiera sucedido; esa no era la escena que se había imaginado.
—Madre, ¿qué sucedió? —Le preguntó a Cintia, quien estaba en silencio como las demás.
Cintia se acercó a ella, la ira ardía en sus ojos; sin embargo, no pudo reprender a Soledad luego de ver la palidez sepulcral de su hija y, en cambio, preguntó:
—¿Qué sucedió? ¿Por qué tenías tanta prisa de irte del hospital?
Justo entonces, Soledad recordó lo que había querido contarles e ignoró la extraña tensión y expresó:
—Madre, estoy bien. Regresé porque tengo que decirle algo importante a mi padre.
Un mal presentimiento surgió en el corazón de Cintia y se apresuró a detenerla.
—Hablemos por la mañana, ha sido un día ajetreado. Hablaremos cuando te recuperes.
—No, madre, tengo que decirle ahora.
«¿Quién sabe si luego tendré otra oportunidad como esta para deshacerme de Ariadna? No puedo esperar más». Soledad sentía que su madre dudaba demasiado. «En un momento como este debería ser decisiva». Por ende, apartó a Cintia y se dirigió hacia donde estaba Hipólito.
—Padre, tengo algo que decirte —dijo mientras miraba a Ariadna con arrogancia y regodeándose.
Al ver la mirada de Soledad, Ariadna inclinó la cabeza ya que despertó su curiosidad.
—¿Qué sucede? —preguntó Hipólito con una expresión despectiva.
«Si Soledad admite su error, puede que esta vez la perdone». No obstante…
—Padre, Ariadna fue quien dejó entrar esa serpiente venenosa a mi habitación. Yo no le agrado, así que intenta matarme. Es una mujer perversa, no debes tenerla cerca —dijo Soledad.
Hipólito se quedó paralizado ya que no esperaba que Soledad culpara a Ariadna a pesar de que ella era la culpable. «¿Cómo crie una hija tan cruel y estúpida?»
Soledad pensó que se quedó en silencio porque se mostraba reacio a deshacerse de Ariadna. Por lo tanto, agregó:
—Padre, no puedes rendirte ahora. Ella no pudo matarme esta vez, así que sin dudas lo intentará de nuevo. Si tiene las agallas para hacerme daño, tendrá el valor de hacerte daño a ti también.
Hipólito entrecerró la mirada ante eso y, como ya no pudo contenerse más, levantó la mano y abofeteó a Soledad. ¡Zas! El fuerte sonido resonó en la sala de estar, fue mucho más duro que la manera en que Cintia se había ocupado de Ariadna ya que Soledad escupió sangre casi al instante y, junto con ella, un diente. La bofetada de Hipólito había provocado que perdiera un diente; en ese momento, Soledad estaba atónita.
«¿Qué… sucede? ¿Acaso mi padre no debería abofetear a Ariadna? ¿Por qué me golpea?» Soledad se cubrió la mejilla con incredulidad. Justo cuando estaba a punto de preguntarle a Hipólito por qué la había golpeado, Cintia corrió y tomó a Soledad.
—No digas nada; vamos arriba.
—¡No! ¿Por qué tengo que ir arriba? —Soledad estaba frustrada. Se liberó de Cintia, se dio la vuelta y preguntó—: Padre, ¿por qué me golpeas? Sin dudas la que está equivocada es Ariadna. ¿Por qué te pones de su lado y me golpeas a mí que soy la víctima?
—¿La víctima? ¿Eso piensas que eres? —Hervía de ira, el resto de sus palabras murieron en su garganta ya que solo podía jadear de la ira.
—¿Acaso no lo soy? Me hospitalizaron y el doctor incluso dijo que, si llegaba unos minutos más tarde, ahora no estaría con vida. —Recordarlo aún le provocaba escalofríos.
Ariadna sonrió, pero esa sonrisa pronto desapareció, dio un paso adelante y murmuró:
—Soledad, ¿por qué aún te niegas a decir la verdad incluso en un momento como este? ¿Tienes que hacer enfadar a nuestro padre y provocarle un infarto?
Soledad frunció el ceño con desdén.
—¿Cuándo tuviste el derecho de hablar en esta casa?
Ariadna levantó una ceja ante esa pregunta.
—Soledad, parece que no tienes idea de que todos saben lo perversa que eres.
Un dejo de culpa se filtró en su corazón, Soledad apretó los puños y tartamudeó:
—¿Q-qué quieres decir?
Ariadna sonrió.
—En verdad no sabes nada, ¿no? Jana nos contó todo; le pediste que comprara una serpiente venenosa para asesinarme, pero la serpiente se deslizó a tu habitación desde el balcón. Soledad, es hora de que seas responsable por tus acciones.
Al escucharla, los ojos de Soledad se ampliaron casi de manera cómica. «¿Jana… me traicionó?» Recordó de manera abrupta la extraña tensión en el aire y la manera en que Cintia intentaba evitar que hablara cuando entró a la casa. «¿Así que todos saben la verdad? No me sorprende, por eso Ariadna tenía una mirada burlona y no es de extrañar que mi padre me golpeara». Soledad entró en pánico, tiró de la manga de Cintia y murmuró:
—Madre…
Al final del día, Soledad aún era la hija de Cintia y no podía evitar sentirse molesta por la situación, por lo que tomó a la joven en brazos y susurró:
—Cállate y sígueme arriba.
Soledad al fin hizo caso a lo que dijo y no emitió sonido alguno mientras seguía a su madre escaleras arriba.
—Quédate allí —ordenó Hipólito—. De ahora en más, estás castigada, no tienes permiso para salir de tu habitación por un mes. Contrataré una maestra de una escuela de etiqueta para que te enseñe a ser un ser humano decente.
Soledad dio un paso hacia atrás conmocionada. Hipólito Sandoval era el único que decidía todo en la familia y, sin su amor ni confianza, Soledad podría ser expulsada de la familia. Al pensar en ello, los colores se desvanecieron de su rostro, el cual ya estaba pálido, y, fue entonces, que se arrepintió de haber hecho lo que hizo, pero no tenía sentido llorar sobre la leche derramada.