En poco o nada de tiempo, los hombres de Josué habían cargado a Tirso en una silla de ruedas y partieron. Volarían de vuelta a Ciudad Acero de inmediato. Josué condujo a Bacilio y al resto de sus hombres afuera del hospital, con paso tranquilo. Poco después de que salieran, una enfermera que hacía su ronda vio a los policías inconscientes en el suelo, gritó:
—¡Que alguien venga a ayudar!
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