Capítulo 5 Él solía trabajar para mí
Nataniel miró a Guillermo Zárate y a su esposa, que yacían medio muertos en el suelo.
—¿Son tus subordinados? —preguntó a Tomás Dávila.
—Sí, trabaja para mí —reconoció Tomás Dávila con vergüenza—. Se llama Guillermo Zárate.
Nataniel montó en cólera al instante:
—Dígame, ¿quién le dio la autoridad para enviar a las fuerzas armadas sin ninguna razón válida, más que para hacerlas desfilar como tropas?
—Ese fue mi error, Señor. Aceptaré cualquier castigo. —Tomás Dávila estaba lleno de remordimientos.
—Presente su dimisión una vez que haya regresado al campamento. Usted no es apto para el puesto —ordenó Nataniel.
—Sí, señor. Gracias por su consejo. Reflexionaré sobre mi error —dijo Tomás Dávila con humildad y reverencia.
—Es bueno escuchar eso. —Tomás Dávila se ganó un gesto de aprobación de Nataniel por su actitud positiva.
Tomás Dávila se volvió entonces hacia la pareja que estaba en el suelo.
—¿Qué están esperando? —gritó—: ¡Pónganse de rodillas y pidan perdón! Si vuelven a molestar a mi Señor, me aseguraré de que no vivan para ver el siguiente amanecer.
Guillermo Zárate y su esposa se pusieron de rodillas, arrastrándose para pedir perdón a los pies de Nataniel.
—Vayan y discúlpense con mi mujer y mi hija. —Nataniel se mostró impasible ante su petición.
Se apresuraron a arrodillarse frente a Penélope y su hija mientras sollozaban de dolor:
—Señora Cruz, Señora Cruz, todo fue culpa nuestra. Simplemente estábamos cegados por nuestra propia tontería. Por favor, tengan piedad de nosotros y déjennos ir, se lo rogamos.
Penélope se había recuperado de la conmoción y el miedo del principio. Su naturaleza bondadosa se dejaba influir fácilmente. Al mirar a la patética pareja que tenía delante, sugirió a Nataniel:
—¿Por qué no les damos una oportunidad? Parece que sí se arrepintieron de verdad. Además, ya recibieron el castigo que se merecen.
—Claro, siempre que te haga feliz, querida. —Los labios de Nataniel se curvaron en una extraña y tierna sonrisa.
Su descarada respuesta la hizo enrojecer. Tomás Dávila pudo comprobar, por la suavidad de los ojos de Penélope, que ya los había perdonado.
—¿Qué siguen esperando? —les gritó a Guillermo Zárate y a su esposa—: ¡Lárguense de aquí!
La frenética pareja aprovechó la oportunidad y se dirigió a la puerta a tropezones junto con su gordo hijo a cuestas, como si huyeran de una enorme catástrofe. Tomás Dávila se ofreció a organizar una lujosa fiesta de bienvenida para Nataniel, quien rechazó su oferta, al dar a conocer su deseo de pasar algún tiempo de calidad con su familia en su lugar. Con una mirada de complicidad, Tomás Dávila desapareció con rapidez y dejó a Nataniel estar con su familia.
Nataniel llevaba a Reyna en brazos mientras el trío salía de la guardería.
—Eres increíble, papá. —dijo la pequeña Reyna mientras sonreía con orgullo y miraba a su padre—. Ahora que has vuelto, estoy segura de que nadie se atreverá a intimidarnos a mamá y a mí de nuevo.
—Así es, mi princesa —dijo Nataniel en un tono lleno de indulgencia—. Papá no dejará que nadie vuelva a intimidarlas ni a ti ni a mamá.
Penélope escuchaba en silencio desde un lado con las lágrimas rodando por sus mejillas. La cara de euforia de Reyna era un espectáculo para la vista.
...
En el Barrio Oriental, ubicado en el centro de la ciudad.
Penélope vivía en un edificio viejo y derruido situado en el Barrio Oriental. No había ascensores en el edificio. Con Reyna en brazos, Nataniel subió seis pisos para llegar a la casa de Penélope.
—Pasa, el lugar es bastante estrecho y está desordenado —invitó Penélope a Nataniel al abrir la puerta.
En la sala, Bartolomé Sosa, el padre de Penélope, leía el periódico con las gafas puestas. Su madre, Leila Sosa, preparaba la cena en la cocina. A Bartolomé le sorprendió ver que su hija traía a un hombre a casa, pues era la primera vez que Penélope llevaba a un hombre a casa. Había jurado permanecer soltera y había insistido en criar a Reyna ella sola, negándose abiertamente a asistir a las sesiones de búsqueda de pareja que habían organizado para ella. Bartolomé dejó sus papeles y se acercó a saludarlos.
—Hola, ¿quién es este señor? —Puso cara de desconcierto al ver a Reyna en brazos de Nataniel.
Penélope trató de formular una respuesta adecuada, pero la pequeña Reyna ya había contestado con su alegre y pequeña voz:
—Es mi papá, abuelo. ¡Mi papá ha vuelto!
—¿Eso quiere decir que tú eres la miserable bestia que violó a mi hija hace cinco años? Así que fuiste tú quien convirtió nuestras vidas en un verdadero infierno.
Bartolomé Sosa era un hombre de voz suave y humilde que apenas levantaba la voz. Se sumió en un raro ataque de ira cuando descubrió que el hombre que tenía delante no era otro que el culpable que había violado a su hija cinco años atrás. Fue él quien le arruinó la vida al dejarla embarazada y al permitirle criar a su hija por su cuenta.
—¡No puedo creer que tengas el descaro de venir a buscarla! ¡Juro que te cortaré la cabeza!
Una voz estridente penetró en el aire cuando una mujer salió corriendo de la cocina, blandiendo una macheta con locura. El cuerpo de Leila Sosa temblaba de rabia.
«¡Aaay!». La súbita indignación de sus abuelos conmocionó a la pequeña Reyna hasta el fondo y empezó a lamentarse.
Penélope contuvo a su madre con todas sus fuerzas.
—Mamá, por favor, no… —suplicó.
Con Penélope aferrada a su cuerpo, Leila no pudo ceder.
—Es tu culpa que el padre de Bartolomé nos echara de la mansión familiar. —Leila apuntó con su macheta a Nataniel mientras escupía—: Has arruinado por completo la vida de Penélope y no le has traído más que dolor. Eres peor que una bestia, ¡eres un monstruo!
A Bartolomé le agravó ver que su habitual mundo tranquilo y ordenado había sido trastocado por la repentina reaparición de Nataniel. Los lamentos de Penélope y Reyna casi lo vuelven loco.
—¡Ya basta! —Bartolomé soltó un rugido poco característico de su naturaleza de voz suave.
Su bramido logró controlar las emociones salvajes de Leila. Bartolomé aprovechó la oportunidad para quitar el cuchillo de las manos de Leila. La atrajo hacia sus brazos para calmarla.
—¡Sal de nuestra casa! No quiero ver tu cara por aquí de nuevo —gritó con desprecio a Nataniel—: el daño que has infligido a mi hija es irreparable. Ya estamos hartos del dolor y la tortura. Déjanos en paz.
—No me iré. —Nataniel se encontró con su mirada decidida. Con Reyna en sus brazos, su insistencia en compensar a su familia se reflejaba en su tono solemne y sincero—. Créame, sé el tormento por el que pasó Penélope todos estos años. No dejaré que sigan sufriendo en silencio. Merecen una vida feliz y dichosa y su futuro será un camino cubierto de diamantes. Son mi familia, mi reina y mi princesa y me aseguraré de que tengan el mundo entero bajo sus pies.
«¿Una vida feliz y dichosa? ¿Un camino cubierto de diamantes? ¿El mundo entero bajo sus pies?».
A Bartolomé le parecían meras promesas vacías. Para él, solo un tipo lleno de mierda diría tales cosas, y ése era el tipo de gente que más le desagradaba. Solo las jóvenes y vulnerables damas como Penélope caerían en sus melosas palabras.
—Oye tú, ¿no has oído lo que acaba de decir mi marido? Te ha pedido que te vayas. —Leila le gritó a Nataniel—: ¡Ahora lárgate de mi casa! —Su tono era duro e implacable.
—Así es. Llamaré a la policía si insistes en quedarte —advirtió Bartolomé.
La verdad era que Bartolomé ya lo habría hecho cuando se enteró de que Nataniel era el vagabundo que había violado a su hija. Sin embargo, se abstuvo de hacerlo porque no podía soportar que Penélope volviera a pasar por ese tormento.
En ese momento, Penélope se limpió las lágrimas de la cara y dijo con calma:
—Papá, mamá, por favor, permitan que se quede.
«¿Qué?».
Tanto Bartolomé como Leila miraron incrédulos a su hija.
—¿Estás loca, Penélope? —preguntó Leila preocupada.
—No, mamá. Estoy bien —Penélope negó con la cabeza—. Lo hago por Reyna. Ella está empezando a entender todo lo que ocurre y necesita un padre. Papá, mamá, por favor, denle una oportunidad y permitan que se quede con nosotros por el momento.
Sus palabras llevaron a Bartolomé a considerar qué sería lo mejor para Reyna. Además de no creer en las atrevidas afirmaciones del vagabundo, Bartolomé también dudaba seriamente de su capacidad para llenar el vacío de Reyna. Sin embargo, le resultaba imposible hacer oídos sordos a la mirada suplicante de su hija y a los sollozos desgarradores de su nieta. Al final, sucumbió ante sus ruegos y sollozos, dando su aprobación con un suspiro de impotencia.
Su aprobación provocó un fuerte grito de incredulidad de Leila, quien ya no pudo controlar su rabia. Volvió furiosa a su habitación y cerró la puerta con un estruendoso golpe. Sus llantos y gemidos se oían desde el otro lado de la puerta. Leila se negó a salir de la habitación cuando llegó la hora de la cena.
Sin prestar mucha atención, Bartolomé dio unos cuantos mordiscos a su comida antes de servir algo de comida en el plato de Leila y dirigirse a su habitación para reunirse con ella.
Solo quedaban Nataniel, Penélope y Reyna en la mesa del comedor. Penélope lo miró mientras le daba de cenar a Reyna.
—Solo hay dos dormitorios en la casa —explicó—, Reyna duerme conmigo en mi habitación. Puedes compartir la misma habitación con nosotros, pero solo puedes dormir en el suelo.
—Claro. —Aceptó Nataniel con despreocupación.
Después de la cena, Penélope eligió un nuevo juego de ropa de Bartolomé y se lo dio a Nataniel para que se lo pusiera después de tomar un baño. Poco después de que Nataniel entrara en el baño, alguien golpeó la puerta.
—¡Abran la puerta!
Los fuertes golpes hicieron que Bartolomé y Leila salieran de su habitación.
—Parece que es Samuel —dijo Bartolomé mientras aguzaba el oído para escuchar—. Rápido, abran la puerta.
Al abrir la puerta, fueron recibidos por un hombre de mediana edad de aspecto mezquino que parecía tener unos cincuenta años. El hombre era alto y de complexión ancha. Tenía el cabello muy gris y una expresión escrutadora. Su rasgo más prominente eran sus ojos de halcón que los miraban con astucia.
Se llamaba Samuel Sosa y era el líder interino del negocio de la familia Sosa. Bartolomé se alegró mucho cuando vio que Samuel se había presentado de forma inesperada en su puerta.
—¿Qué te trae por aquí, Samuel? Pasa.
—No, me quedaré aquí. —Samuel echó un vistazo a la desvencijada y estrecha casa mientras rechazaba con descaro la oferta de Bartolomé—: Está demasiado sucia por dentro.
Sus crueles comentarios fueron como una daga que apuñalaba directo a los corazones de Bartolomé y Leila, lo que los dejaba muy avergonzados. Aparte de su apellido compartido, los hermanos no tenían absolutamente nada en común. Había un mar de diferencias en cuanto a su riqueza, estatus y casi todo lo demás. En cuanto vio a Penélope, los ojos de Samuel se volvieron fríos:
—He oído que te has reconciliado con el vagabundo que te violó. Y que incluso le instruiste para que golpeara al señor Alcázar, nuestro cliente más importante.
—No, tío Samuel, por favor, deja que me explique. —Penélope intentó aclarar la situación.
—Mira, no estoy aquí para escuchar tus explicaciones. —Samuel cortó su plática con brusquedad—: Bastante vergüenza has traído a nuestra familia por involucrarte con ese vagabundo y dar a luz a una niña sin padre. Fui yo quien se apiadó de ti y le rogué a tu abuelo que no te desterrara de nuestra familia. Incluso te dejé conservar tu trabajo en nuestra empresa. ¿Cómo pudiste tener el descaro de dejar que ese vagabundo sin hogar se aprovechara de ti como un parásito? Que no puedas encontrarte un marido no significa que tengas que actuar de una manera tan ignominiosa. ¿No sabes que acabas de convertir a nuestra familia en el mayor hazmerreír de la ciudad? Te exijo que te disculpes con el señor Alcázar en persona y le pidas perdón. Si no lo haces, puedes olvidarte de volver a la empresa. ¡Toda tu familia tendrá que vivir de migajas si pierdes el trabajo!
Después de soltar su perorata de insultos, Samuel se dio la vuelta con rapidez y caminó hasta alejarse. Penélope se quedó revolcándose en la desesperación mientras las lágrimas se formaban en sus ojos. Bartolomé bajó la cabeza y dio una calada a su cigarrillo.
Leila golpeó con los puños el pecho de Bartolomé como una niña petulante:
—¡Mírate, lo débil que eres! —Despotricó—: Eres un inútil comparado con tu hermano. Él lleva el timón del imperio familiar y es dueño de todo. ¿Pero qué hay de ti? Ni siquiera tienes el valor de pedirle tu parte. Has guardado silencio incluso cuando acusó a nuestra hija y habló mal de nosotros delante de tu padre. ¡Incluso nos echó de la mansión familiar! Pero lo único que hiciste fue hacer oídos sordos a todo. Y sigues siendo tan tímido como siempre, incluso cuando viene a pisotearnos como si fuéramos basura. ¿Qué clase de hombre eres? ¿Cómo puedes ser tan cobarde? ¡Aaargh! —Dejó escapar un gemido lastimero.
Nataniel estaba desconcertado cuando salió de su baño. Parecía que se había producido un gran tumulto mientras se duchaba. Frunció el ceño en señal de preocupación mientras intentaba preguntar por lo sucedido. Lo único que pudo distinguir fueron las miradas hoscas y los sollozos apenados.
Fue su hija, Reyna, quien se acercó a él por fin. Tirando de su manga, le dijo con timidez:
—El tío Samuel estuvo aquí, papá. Quiere que mamá se disculpe con alguien o la despedirá de su trabajo y nos desterrará de la familia Sosa.
Nataniel hizo una mueca de disgusto al escuchar las palabras de Reyna. La crueldad de esta gente de la familia Sosa era abominable. Juró hacer pagar a esta gente por tratarlas con tanta frialdad.