Jafet Delgado era un hombre formidable, pero su ego estaba inflado más allá de lo imaginable. También Waldemar Delgado llevaba la arrogancia escrita en el rostro. Se mantenía erguido, con los hombros echados hacia atrás y siempre con un aire de presunción. Jafet dirigió la mirada hacia la Villa que tenía enfrente.
—¡Rodeen este lugar! Asegúrense de que ni siquiera un roedor se cuele por las rendijas —ordenó de tajo.
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