La mansión de los Talavera estaba construida frente al mar y de espaldas a una montaña. En el interior del gran salón, que estaba tan lujosamente engalanado como un palacio, se encontraba un hombre algo regordete que no llegaba a los 170 centímetros de altura. Este hombre con una presencia inusual no era otro que el propio Daniel Talavera, estaba sentado en una silla de palisandro bellamente tallada mientras le sonreía a Sandro Zulueta. Tenía un aspecto compasivo y amable. Quien no lo conocía, no podía relacionar su imagen con la de alguien que podía hacer temblar al sur con un simple pisotón.
Sandro fue muy respetuoso.
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