Capítulo 6 Una disculpa en persona
Nataniel levantó a Reyna en sus brazos y consoló al resto:
—No nos alteremos por ello. ¿Quién sabe? Darío Alcázar podría aparecer en nuestra casa de repente y ofrecernos sus disculpas.
Sus palabras no hicieron más que agravarlos y provocar una serie de comentarios airados.
—¡Qué cara tienes para decir semejante cosa! —Leila descargó toda su rabia contra él—: ¿Acaso no sabes que todo es culpa tuya? Si no hubieras golpeado al señor Alcázar y a Míriam, ¡Samuel no habría venido a nuestra casa a armar un gran escándalo!
Penélope no podía culpar a Nataniel ya que sabía que lo había hecho por su culpa.
—Debes estar loco para decir semejante cosa, Nataniel —soltó un suspiro frustrado—: ¿por qué diablos el señor Alcázar se disculparía con nosotros? Agradeceré a los cielos si no nos responsabiliza por haberle dado una paliza, y será un milagro si continúa su relación comercial con Diva.
—Tranquilos, todos —dijo Nataniel con aire de despreocupación—. Estoy seguro de que mañana aparecerá para disculparse. Pueden creer en mi palabra.
Penélope y el resto no podían creer en su palabra. Ofrecer disculpas era, en concreto, algo que iba en contra de la naturaleza insolente de Darío Alcázar, pues él había sido humillado de forma tan devastadora. ¡Los cerdos volarían si eso se hiciera realidad!
Aunque encontrara su conciencia y se arrepintiera, era en sí, imposible que se presentara en su casa y se disculpara, al menos desde el punto de vista físico.
Esto se debía a que Darío Alcázar seguía en el hospital cuidando su pierna rota, todo gracias a Nataniel. ¿Sería posible que el Sr. Alcázar saliera del hospital con muletas y se arrastrara hasta ese lugar para ofrecer una disculpa? Era por completo inconcebible.
Los labios de Bartolomé se curvaron con desdén ante los caprichosos parloteos de Nataniel.
—No es momento de ideas fantasiosas —bromeó con sobriedad—, vayamos al grano y pensemos en cómo ofrecer una disculpa que agrade al señor Alcázar. Penélope, mañana iremos al hospital a visitar al señor Alcázar y buscar su perdón. Nataniel, será mejor que nos acompañes.
Con esas instrucciones, Bartolomé esperaba que pudieran apaciguar al señor Alcázar cuando lo visitaran mañana en el hospital. Pronto, él y Leila se retiraron para pasar la noche.
Mientras tanto, Penélope llevó a Reyna al baño para que se bañara. Nataniel aprovechó para salir al balcón y llamó a César Díaz:
—César, quiero que te pongas en contacto con Tomás Dávila y te asegures de que...
Esa noche, Penélope se esforzó por acostumbrarse a que Nataniel durmiera en su habitación con Reyna, a pesar de que solo dormía en el suelo.
Le informó de algunas normas de la casa antes de acostarse.
—He oído hablar de los desagradables comportamientos de los hombres al dormir. Te agradecería que te comportaras y mostraras algo de decencia básica.
—¿Ah? —Nataniel se quedó sin palabras—. ¡Claro! —contestó divertido.
Reyna observó con curiosidad cómo Nataniel extendía un colchón en el suelo.
—Mamá, ¿por qué papá no duerme contigo?
Penélope se sonrojó ante la pregunta, intentando hacerla pasar por enfado.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —reprendió—: ¿Qué te hace pensar que mamá y papá tienen que dormir juntos? Es tonto…
—¿No es eso lo que siempre hacen en la televisión? —Reyna parpadeó con sus ojos inocentes.
—Esos programas están teniendo una mala influencia en ti —Penélope amonestó—: nada de televisión para ti durante dos días.
Reyna hizo un mohín con los labios y se enfurruñó, preguntándose qué había hecho para merecer eso.
...
A la mañana siguiente, los Sosa se despertaron con un maravilloso aroma. Cuando se dieron cuenta de la deliciosa comida que Nataniel había preparado, los adultos intercambiaron miradas entre sí mientras Reyna se desbordaba de alegría:
—¡Guau! ¡Qué rico!
Era un desayuno repleto de nutrientes. La mesa estaba llena de cereales, huevos, leche y frutas.
Bartolomé mantuvo la compostura mientras miraba furtivamente a Nataniel.
—Acérquense todos. —Sacó una silla y se sentó—: nos espera un largo día. Tenemos que dejar a Reyna en la guardería y comprar algunas frutas y flores antes de visitar al señor Alcázar en el hospital —murmuró—: recemos para que nos perdone y no siga con el asunto.
Apenas había terminado de murmurar cuando alguien llamó a la puerta:
—Hola, ¿hay alguien en casa? —Llegó una voz educada desde el exterior de la casa.
—¿Quién puede ser a estas horas? —dijo Leila mientras fruncía el ceño.
—¿Probablemente algún vendedor que quiere vender purificadores de agua? Yo abro —ofreció Penélope mientras se dirigía a la puerta—. Pero… ¡cómo puede ser...! —Penélope abrió los ojos como platos al abrir la puerta—: ¿Qu… qué hace usted aquí? —Dejó escapar un fuerte grito de sorpresa.
—¿Qué pasa, Penélope? ¿Quién está en la puerta?
Bartolomé y Leila se preocuparon al oír el jadeo de Penélope. Dejaron sus platos con presteza y se precipitaron hacia la puerta. Ambos se quedaron inmóviles frente a la puerta con la boca abierta.
Un hombre calvo, de mediana edad, con una bata blanca de paciente, se encontraba en la puerta. Se apoyaba en unas muletas con la pierna izquierda enyesada. Detrás del calvo había unos cuantos hombres trajeados. Parecían ser sus guardaespaldas.
Los rostros de Bartolomé y Leila estaban llenos de confusión, ya que todavía estaban asimilando lo que estaba sucediendo.
—Hola, soy Darío Alcázar, presidente de Corporativo Oceana. —El calvo se presentó con una sonrisa cursi en la cara—. Lamento profundamente haber ofendido ayer al señor Cruz y a la señora Sosa. Me ha golpeado este fatal remordimiento que apenas si puedo dormir o comer. Por eso estoy aquí esta mañana para ofrecerles mis más sinceras disculpas.
«¿Qué?».
Sus palabras dejaron a los Sosa mirándolo con ojos incrédulos. Como si algo obstruyera su mente y el desconcierto les hizo un nudo en la garganta, apenas sabían qué decir.
Les golpeó una punzada al recordar lo que Nataniel les había dicho la noche anterior. Sus palabras se habían hecho realidad: «Darío Alcázar se presentará en su casa para ofrecer sus disculpas».
Al unísono, los tres se volvieron para mirar a Nataniel, quien estaba sentado a un lado de la mesa dando de comer a Reyna de su tazón de cereales. La misma pregunta surgió en sus mentes: «¿podría ser él quien hiciera esto?».
Penélope tragó del susto mientras intentaba recomponerse. Se volvió con desconfianza hacia Darío Alcázar y preguntó:
—¿Habla usted en serio, señor Alcázar?
Darío Alcázar se estremeció de miedo cuando Penélope formuló la pregunta.
—Por supuesto que hablo en serio —contestó nervioso—, estoy aquí hoy para expresar mi más profundo arrepentimiento por haberle causado tantas molestias a usted y a su familia. Para demostrar mi sinceridad, me negué a que me ayudaran a subir las escaleras hace un momento. Necesité de toda mi fuerza y determinación para dar cada paso a la vez con mis muletas, hasta que finalmente llegué a su casa.
Sus palabras solo hicieron que los Sosa sintieran como si una avalancha de ondas de choque les golpeara la cabeza.
Sin embargo, a juzgar por el enrojecimiento de su rostro, su túnica empapada y su fuerte jadeo, era evidente para ellos que Darío Alcázar no decía más que la verdad.
«¿Cómo es posible?».
El infierno debía estar congelado para que alguien tan altivo como Darío Alcázar, que se comportaba como si llevara un halo de superioridad sobre su cabeza, subiera seis pisos de escaleras con muletas para ofrecer sus disculpas en persona.
¡Esto era casi tan imposible como pedirle que el sol saliera por el oeste!
La muda respuesta de Penélope agravó la ansiedad y el miedo de Darío Alcázar. Necesitaba que lo perdonara con desesperación. Apretando los puños, recurrió a su método más persuasivo.
—Parece que la Señorita Sosa sigue sin estar convencida de mi sinceridad —anunció entre dientes apretados. No la culpo en absoluto, Señorita Sosa —explicó con humildad—, mi arrogancia y esnobismo le han hecho dudar de mi seriedad. Por favor, créame, Srita. Sosa. Ahora me arrodillo para rogarle, por favor.
Como si estuviera decidido a cumplir sus promesas, Darío Alcázar tiró sus muletas a un lado e intentó ponerse de rodillas, sin tener en cuenta el pesado yeso de su pierna izquierda. Su movimiento dejó a Penélope y a su familia en un estado de profunda conmoción.
—Por favor, no lo fuerce, jefe. —Sus guardaespaldas se acercaron a él y le suplicaron—: Podría convertirse en un lisiado si se arrodilla sobre su pierna rota.
Darío Alcázar desechó sus súplicas con un chorro de rabia:
—¡Aléjense de mí, tontos! ¿Acaso no saben que estaré muerto si no consigo que la Señorita Sosa me perdone?
Darío Alcázar casi se puso histérico cuando se encogió de hombros ante la ayuda de sus guardaespaldas, insistiendo en ponerse de rodillas.
Mientras tanto, Nataniel se acercó a la puerta con Reyna en brazos sin preocupación alguna.
—Parece que el señor Alcázar está en verdad arrepentido de su fechoría, cariño —le sugirió a Penélope—: ¿Por qué no le damos una oportunidad entonces?
Su sugerencia la golpeó como un rayo y agudizó su mente al instante.
—Sí, lo perdono, señor Alcázar. —Ella le hizo un gesto—: Por favor, no se arrodille y se haga daño, solo me metería en más problemas.
—¿Es eso cierto, Señorita Sosa? —preguntó Darío Alcázar con su voz temblorosa—. ¿Quiere decir que aceptó mis disculpas?
—Sí, acepté sus disculpas.
En realidad, Penélope estaba temiendo que él se hiciera daño y la metiera más en problemas. Estaba más que contenta de aceptar sus disculpas.
—¡Hurra! ¡Lo conseguí! La Señorita Sosa aceptó mis disculpas. —Darío Alcázar estaba en un estado de euforia mientras aplaudía como si acabara de ganar la lotería más grande de la ciudad.
Riendo y carcajeándose de éxtasis, recogió sus muletas y se dio la vuelta para marcharse. Sus hombres se apresuraron a bajarlo con frenesí por las escaleras y lo apartaron de la vista de Penélope y su familia.
—¿Crees que se ha vuelto loco? —se preguntó Penélope.
—No lo creo —Nataniel esbozó una enigmática sonrisa—: Solo está eufórico.
Penélope y su familia intercambiaron miradas de incredulidad entre sí. Parecía un misterio que nunca podrían descifrar.