Miguel frunció el ceño al escuchar mis palabras repentinas y me miró con desaprobación. Podía entender su descontento pues a los hombres siempre les gustaban las mujeres inocentes. Esperé que me siguiera regañando, pero para mi sorpresa, él solo encendió el auto y comenzó a manejar de nuevo. Me sentí aliviada, aunque debía admitir que también sentía una sensación de pérdida. De vez en cuando, seguía recordándome la naturaleza de nuestra relación.
Miré por la ventana con tristeza. Me sentía mal, aunque sabía que no tenía derecho de sentirme así. Miguel había sido muy claro con su postura cuando me prometió los doscientos mil. Los hombres podían tratar el sexo solo como una necesidad biológica, pero las mujeres siempre nos involucrábamos emocionalmente con los hombres que nos acostábamos. Para Miguel, lo que pasó entre nosotros se consideraría una transacción. Cuando él ya haya tenido suficiente de mi cuerpo y no pueda conseguir más placer de él, las cosas entre nosotros llegarían a su fin.
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