Además del personal experimentado que formaba la alineación habitual de entrevistadores, había otro joven. Parecía bastante joven. De hecho, comparado con los otros entrevistadores, parecía terrible e inapropiadamente joven. Mantuvo la cabeza baja, los ojos en su teléfono y la atención en su juego durante toda la entrevista. Tenía las piernas apoyadas en el escritorio. De vez en cuando, soltaba algunas blasfemias mientras maldecía a sus compañeros en el partido que estaba jugando. Era la imagen exacta de un joven maestro insolente y mimado de una familia rica.
En circunstancias normales, ese comportamiento frívolo no se habría permitido en una entrevista formal y seria. Sin embargo, resultaba desconcertante que los demás entrevistadores parecieran ajenos a las travesuras del joven. No se atrevieron a pronunciar una palabra de protesta. De hecho, le llevaban té de vez en cuando y lo trataban con la deferencia que se le daría a un dios. De sus acciones se desprende que le temían y que deseaban quedar bien con él. Era un espectáculo ridículo de contemplar. Los entrevistadores experimentados también lo consideraron absurdo. Pero no podían hacer nada al respecto.
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