—Yo... Yo… —A Chu Zhengliang no se le ocurrió una buena excusa para explicarse.
Su rostro se puso blanco como una sábana cuando supo que ya no podía lavarse las manos. «¡Maldita sea! ¡No debería haber dicho eso!». Estaba tan nervioso que soltó por accidente lo que sabía, pero se dijo a sí mismo que aún debía probar suerte.
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