En Zovenia, a lo largo de la bulliciosa carretera del aeropuerto, cuatro elegantes autos negros se deslizaban por la noche, con sus motores zumbando sobre el telón de fondo de la sinfonía urbana. En el segundo vehículo del convoy iba sentado un hombre mayor, con grandes gafas, que había cerrado los ojos para descansar.
—Señor Huesca, hemos llegado al aeropuerto.
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