Capítulo 12 Cambios
La taberna de Philippe estaba llena de bote a bote, como cada anochecer, sólo que en aquella ocasión no se oían voces fuertes ni risotadas. Nadie jugaba dados ni apostaba a los gallos. Las muchachas se habían tomado la tarde libre. Y en la calle, flanqueando la puerta cerrada, Maxó y De Neill cuidaban que nadie entrara a interrumpir la reunión que se desarrollaba en el interior.
Los piratas escucharon con seriedad poco habitual la exposición de Wan Claup acerca del patrullaje. Luego explicó que como navegarían con una ruta ya establecida, en la cual lo más probable era que no encontraran naves españolas para asaltar, él estaba dispuesto a pagarles un modestísimo jornal, más simbólico que útil, a quienes permanecieran en su tripulación.
Nadie formuló preguntas, y cuando Wan Claup pidió que alzaran la mano quienes estaban dispuestos a acompañarlo, todos y cada uno de ellos respondieron con sus puños en alto.
Wan Claup sonrió y se tomó un momento para beber un sorbo del excelente Oporto que Philippe le sirviera.
—Eso no es todo —dijo con su aplomo habitual—. Mi sobrina Marina será de la partida como nuestro nuevo grumete. No obligaré a nadie a navegar con una mujer, de modo que quienes no deseen hacerlo, sólo tienen que decirlo. Mas necesito saberlo esta misma noche, porque una vez que zarpemos, no toleraré rencillas ni chismorreos a bordo. Quienes prefieran abstenerse, quedarán relevados de su compromiso con el Soberano sin ninguna consecuencia, y serán bienvenidos de regreso a bordo cuando lo deseen. Johannes Laventry y Harry Jones están completando sus tripulaciones también, sin mujeres. Los hallaréis mañana en los muelles si os interesa enrolaros en el Águila Real o el Esparta. —Wan Claup hizo una seña a Morris, de pie cerca de la puerta—. Muchas gracias, señores. Lo que sigue es sólo para quienes permanecerán en mi tripulación —agregó con otra sonrisa, pero en tono terminante.
Morris abrió la puerta de la taberna y permaneció allí, de brazos cruzados, dispuesto a memorizar cada cara que estaba a punto de pasar a su lado hacia afuera. Una docena de hombres vaciaron sus copas, saludaron a Wan Claup con una respetuosa inclinación de cabeza y se marcharon. Los demás los despidieron con burlas y pidieron más bebida. El corsario advirtió las miradas furtivas que su segundo Charron lanzaba hacia la puerta, pero no hizo nada por ayudarlo a decidirse.
La reunión no duró mucho más. Sólo restaba repasar las tareas necesarias para zarpar en tres días y designar quiénes se encargarían de ellas abordo y en tierra. Cuando Wan Claup dio por terminada la conversación, Jean Laville, jefe de artilleros del Soberano, alzó un poco la mano para reclamar su atención.
—¿Dónde dormirá la niña, capitán? —preguntó—. No podemos colgar su hamaca con las nuestras.
—¿Por qué no? —replicó Wan Claup, y volvió a sonreír al ver las expresiones de sus hombres.
—¿Pretendéis que la perla duerma con nosotros? —exclamó el viejo Hans escandalizado.
—Puede colgar su hamaca sobre la batería de popa.
—¡Pero eso es junto a la escotilla! ¡Todos pasamos por allí! —objetó Charlie Bones, el cirujano de abordo.
Wan Claup rió por lo bajo. De pronto todos aquellos piratas curtidos, con muchas más cicatrices que escrúpulos, parecían a punto de persignarse.
—Entonces tendrá que levantarse temprano, ¿verdad? —respondió sonriendo—. No os preocupéis por ella, caballeros. Os aseguro que estará contenta aun si colgamos su hamaca del bauprés. Disfrutad vuestra velada. Os veré por la mañana en los muelles.
Mientras los hombres se despedían y salían, Wan Claup se volvió hacia su segundo.
—Esperaba más honestidad de tu parte, Charron —dijo en voz baja, para que nadie más lo escuchara—. Sé que no estás de acuerdo con que Marina se sume a la tripulación, mas intentaste ocultármelo. Preciso un segundo de a bordo en quien pueda confiar, y hoy has demostrado que tú no eres ese hombre. Quedas relevado de tu cargo.
Charron lo enfrentó como si lo hubiera abofeteado. Wan Claup sostuvo su mirada sin inmutarse, hasta que el otro bajó la vista y asintió, poniéndose el sombrero.
—Sí, señor —murmuró, y se marchó.
Morris aguardó a que se fueran todos y se acercó a Wan Claup, intrigado.
—¿Qué le ocurre a Charron, capitán? Parecía que se le hubiera muerto alguien.
Wan Claup le convidó Oporto y se encogió de hombros, restándole importancia. —Lo he despedido. Necesito un segundo que se atreva a hablar cuando corresponde, aun para contradecirme. —Observó a Morris con el ceño un poco fruncido, recordando la noche que lo encontrara con Marina en el granero, dos años atrás—. Tú tomarás su lugar, muchacho. Briand puede reemplazarte como contramaestre.
Los ojos de Morris se abrieron como platos. También abrió la boca, pero no logró articular palabra. Maxó y De Neill se les unieron en ese momento.
—Aún somos cincuenta —comentó Maxó—. Ni siquiera precisamos reclutar reemplazos.
Wan Claup le hizo señas a Philippe para que trajera vino y copas para todos y los invitó a sentarse con él a la mesa. De Neill lanzó un silbido al ver la botella.
—¡Por las barbas de mi abuela! ¡Oporto! ¿Estamos celebrando algo?
—Que nos deshicimos de más de cuatro tunantes —replicó Maxó, llenando las copas.
—Preferiría brindar por nuestro nuevo segundo de abordo —dijo Wan Claup con un guiño.
Los dos piratas vieron que Morris se ruborizaba y se volvieron hacia Wan Claup sorprendidos. Él alzó su copa sin decir más y tocó la de Morris, que todavía no recuperaba el habla. Los otros dos brindaron felicitándolo a grandes voces.
—¿Qué haremos con la perla? —preguntó De Neill luego.
—Tratarla como a cualquier otro grumete —respondió Wan Claup recuperando la seriedad—. Quiere conocer la vida del mar, de modo que no se la escatimaremos.
—¿Y si nos encontramos con un mercante o un galeón de oro? —inquirió Maxó.
—No vamos de pesca, viejo lobo. Estaremos de patrulla. Nos mantendremos a distancia prudencial de la costa y procuraremos no cruzarnos con ninguna otra nave. —Wan Claup se volvió hacia De Neill—. Navegaremos a medio paño. Que nos tome cuatro o cinco días hasta el Canal de la Mona. Encárgate de instruir a los demás pilotos.
—Sí, señor.
—Y tal vez sigamos hasta San Juan. Eso debería darnos casi dos semanas en el mar.
—¿Y creéis que dos semanas serán suficientes para desalentar a la perla? —rió Maxó, burlón—. Yo diría que harían falta dos años de Tortuga a Puerto Rico sin incidentes para que se dé por vencida.
—Tal vez tengamos suerte y nos toque mar gruesa —terció De Neill—. Una buena borrasca ha asustado a más de cuatro aventureros.
—Entonces iremos a la pesca de nubes, ya que no mercantes, compadre —replicó Maxó.
Wan Claup rió con ellos y les sirvió más Oporto.
Esa noche, Tomasa llevaba la cena cuando oyó una exclamación ahogada de Marina en el comedor, y un ruido como si alguien hubiera jalado del mantel y corrido toda la vajilla. Se apresuró por el corredor y entró sin llamar, alarmada. Para encontrar a Marina y Wan Claup de pie, abrazados estrechamente. La muchacha lloraba y reía al mismo tiempo, sus brazos tan apretados en torno al cuello de su tío que apenas lo dejaba respirar. Sentada a su lugar en la mesa, Cecilia los contemplaba con una sonrisa y lágrimas en los ojos.
Fue una cena breve, porque Marina estaba demasiado excitada para comer o permanecer sentada. Pronto corrió a su dormitorio a abrir su arcón de ropa.
—¡Madre! ¡Necesito más camisas! ¡Y más pantalones! —exclamó desde allí, revolviendo sus prendas—. ¡Y sólo tengo las botas de montar! ¿Qué debo calzar, tío? ¡Necesito ir a la proveeduría mañana mismo!
—Mañana debes presentarte a trabajar en el Soberano, hija —dijo Cecilia con calma, trayéndole un té.
—¡Pero…!
—No te preocupes, yo me encargaré de tu guardarropas marinero. Ahora bébete esto e intenta dormir.
Marina tomó la taza de manos de su madre, olió la infusión y frunció el ceño.
—¿Láudano? ¡No necesito té con láudano, madre! ¡Necesito otro par de pantalones!
—Pues no los precisarás a menos que comiences a obedecer, Marina.
El acento grave de Wan Claup desde la puerta de la habitación la tomó por sorpresa.
—A partir de mañana, convivirás con cincuenta personas que tienen derecho a darte órdenes. Y será tu obligación obedecer. Eso significa hacer lo que te dicen cuando te lo dicen, en todo momento y circunstancia. Pero si no puedes beber un té… —Wan Claup dejó la frase en suspenso para dar un tono más ominoso a sus palabras.
Marina probó la infusión. El láudano sabía espantoso, pero resistió la necesidad de hacer una mueca y vació la taza sin chistar. Cecilia y Wan Claup intercambiaron una mirada divertida.
—Ahora recoge este lío y vete a dormir —añadió él sin variar su tono severo.
—Sí, tío —dijo la muchacha con la vista baja.
—Sí, señor —la corrigió Wan Claup—. Ya soy oficialmente tu capitán, de modo que te dirigirás a mí como señor o capitán. Siempre, sin excepción.
—Sí, señor —murmuró Marina, contrita.
—No pierdas tiempo. Te despertaré con la primera luz, a las cuatro y media.
—Sí, señor.
Marina ya estaba recogiendo sus vestidos para doblarlos y volver a guardarlos, sin alzar la vista. Wan Claup le guiñó un ojo a su hermana y le indicó que dejaran sola a la muchacha.
—No había necesidad de ser tan duro con ella —susurró Cecilia, encaminándose con él a la biblioteca.
—Por supuesto que sí. La vida del mar es ante todo disciplina, Cécile. Cada uno ocupa su lugar en la tripulación, y le debe respeto a sus iguales y obediencia a sus superiores. Y en el caso de Marina, todos mis hombres son sus superiores. Será algo completamente nuevo para ella, pero son las reglas que todo marino acepta al embarcarse. Ella deberá decidir si las acepta también. Y si no, sabrá por qué no volverá a abordar un barco más que en calidad de pasajera por el resto de su vida.
Cecilia suspiró por respuesta.
—¿Qué ocurre, hermanita? ¿Ya comienzas a arrepentirte?
Ella palmeó su brazo, intentando mostrarse enfadada, pero la risa de Wan Claup terminó por contagiarla.