Capítulo 7 Decisión final
Wan Claup no se dejó ver en todo el día, y regresó a la casa sólo al anochecer. Dijo que ya había cenado y se encerró en la biblioteca. Cecilia decidió que ella y Marina comerían en la cocina, con Colette y Tomasa, como hacían cuando Wan Claup estaba en el mar. La niña apenas probó bocado. No prestó atención a la conversación de las mujeres, más apesadumbrada aún que por la mañana, y pronto pidió permiso para retirarse.
Cecilia la siguió cuando salió de la cocina, y la vio detenerse ante la puerta cerrada de la biblioteca, vacilar y alejarse por el corredor con la cabeza gacha. Apenas la niña entró en su recámara, Cecilia se dirigió a la biblioteca con paso decidido. Golpeó la puerta y no aguardó respuesta para entrar.
Wan Claup bajó su libro al verla, sin el menor rastro de una sonrisa en su rostro. Cecilia cruzó la habitación para detenerse a sólo dos pasos de él.
—¿Puedo saber qué te ha picado? —preguntó, en el mismo tono con que reprendía a su hija.
Wan Claup la enfrentó sorprendido. —¿A qué te refieres?
—¿Has visto a tu sobrina desde el desayuno? —Él meneó la cabeza—. A eso me refiero.
—Pues ya la veré mañana, ¿verdad?
—Y espero que dejes de actuar como si hubiera cometido un pecado mortal. Buenas noches.
—Estuve con el capitán Feraud esta tarde —dijo Wan Claup antes que Cecilia alcanzara la puerta—. Hará la última travesía de la temporada en dos semanas. Te recomiendo que comiences los preparativos cuanto antes.
Cecilia giró hacia él. —¿Preparativos? ¿De qué hablas?
—Marina viajará a Francia este mismo año. Ya os he reservado un camarote con Feraud.
Wan Claup bajó la vista para reanudar su lectura, pero la sombra de su hermana se proyectó sobre el libro y se vio forzado a volver a enfrentarla.
—¿Estás corriéndome de mi propia casa? ¡Cómo te atreves! —espetó Cecilia en un susurro enfadado.
—Por supuesto que no. Puedes estar de regreso en el verano, apenas la pequeña perla esté acomodada.
—¿Acomodada en un convento o con un marido? —Cecilia irguió la cabeza orgullosa—. Mi hija y yo no iremos a ningún lado, Wan. Tú, en cambio, podrías visitar a tu amiga, la viuda Mercier. Tal vez ella te ayude a aclarar esa cabeza tuya, llena de tonterías.
—Lo hago por su bien, Cécile. Confía en mí —respondió Wan Claup con gravedad.
Ella soltó una risa amarga. —¿El bien de quién, hermano? Tú ya no sabes quién es tu sobrina. O quién soy yo, si vamos al caso. No es tu culpa, lo comprendo. Pero a ti te toca comprender que unas pocas semanas al año con nosotras no bastan para percibir todos los cambios a tu alrededor. ¡Fíjate que aún me llamas por mi nombre de doncella! Hace quince años que dejé de ser Cécile Wan Claup, hermano. Soy Cecilia Velázquez, y lo seré hasta el día de mi muerte. Y te digo que no enviaré a Marina a Europa para condenarla a una vida de infelicidad. —Volvió a darle la espalda y a encaminarse hacia la puerta—. Dale mis saludos a Madame Mercier. Tal vez sea mejor que te alojes con ella hasta que vuelvas a zarpar.
Cecilia dejó a Wan Claup digiriendo sus palabras y se dirigió a su habitación.
Tomasa, con su discreción habitual, le llevó un té de hierbas sin que precisara pedírselo. Mientras el ama de llaves la ayudaba a desvestirse, Cecilia oyó a su hermano salir a caballo de nuevo y un hondo suspiro escapó de sus labios.
—¿Has sabido algo de La Lumière? —inquirió, intentando distraerse.
—Nada nuevo, nada bueno, señora —respondió la negra apesadumbrada—. Monsieur Patini aún no paga los jornales de sus trabajadores y amenaza con marcharse a Guadalupe, donde le permiten tener esclavos.
—La muerte de su esposa le ha ennegrecido el corazón —dijo Cecilia pensativa, deshaciendo sus trenzas—. Debemos hacer algo para ayudar a esa pobre gente.
—Los que peor la tienen son los niños. Pasan días enteros hambreados.
—Hablaré con Fray Bernard. Él sabrá aconsejarnos para hallar la mejor manera de asistirlos. —Cecilia terminó su té y le tendió la taza vacía a Tomasa forzando una sonrisa—. Gracias, Tomasa. Que descanses.
El ama de llaves asintió, devolviéndole la sonrisa, y dejó la habitación.
Wan Claup regresó entrada la noche. Llegaba de ver a Laventry, no a la viuda Mercier, y las burlas de su amigo aún parecía resonar en su cabeza. Para su sorpresa, Laventry le había dado la razón a Cecilia, tildándolo de necio y obcecado.
—Por supuesto que la pequeña perla me pidió que le enseñe a usar una hoja. Más de una vez. También quiere que la acepte de grumete en el Águila. ¿Qué esperabas? ¡Es la hija del Fantasma! ¿Con qué podría soñar, más que con el mar? Confía en Cecilia, Wan. Es su madre y sabe mejor que nadie lo que nuestra niña necesita.
El mozo de cuadra lo aguardaba dormitando, y salió a recibir su caballo apenas se detuvo frente a las cuadras.
—Gracias, Claude. Buenas noches —dijo Wan Claup en voz baja, y entró de puntillas en la casa, procurando no despertar a nadie.
Y encontró luz en la cocina, en el corredor y en los dormitorios de su hermana y su sobrina. Estuvo a punto de chocar con Tomasa, que salía de la cocina con una jarra de agua fresca y paños.
—¿Qué sucede?
—Es la niña, señor —respondió la negra apenada—. Está que vuela de fiebre, como aquella noche. Quiera Dios que no haya ocurrido otra desgracia.
Aquella noche. Tomasa se refería a la noche en que el Fantasma enfrentara por última vez a Diego Castillano. Cecilia le había referido que la niña había despertado afiebrada en medio de la noche, llorando y llamando a gritos a su padre. Comparando relatos, los hermanos habían llegado a la conclusión de que eso había ocurrido a la misma hora que Manuel caía herido de muerte.
Se apresuró por el corredor, despojándose de su capa y su chambergo por el camino, un mal presentimiento agriando su boca.
Cecilia reconoció sus pasos y salió de la habitación de Marina.
—¡Al fin llegas! Estaba por enviar a Claude a buscarte.
—¿Qué ocurre?
Cecilia le indicó a Tomasa que entrara con las cosas que traía y apoyó una mano en el pecho de su hermano, deteniéndolo.
—Marina te necesita, Wan. Es la primera vez desde la muerte de Manuel que me despierta su llanto. Ve con ella e intenta reconfortarla. Pero por lo que más quieras, no menciones Francia. No le he dicho nada al respecto. De lo contrario se habría fugado, y en lugar de encontrarla llorando por la madrugada, en la mañana habríamos hallado su cama vacía.
Sus palabras parecieron empujar a Wan Claup hacia la puerta entornada. Halló a su sobrina echa un ovillo en la cama, llorando y temblando con la cara oculta en su almohada empapada. Tomasa llenaba la jofaina sobre la mesa de noche y ponía los paños en remojo para refrescarla.
—¡Marina! —exclamó Wan Claup, apresurándose a su lado.
La niña alzó la cabeza, lo vio y le tendió los brazos sollozando. Él la estrechó contra su pecho y besó la frente ardiente.
—¡Perdóname, tío, por favor! —gimió Marina—. ¡Prometo portarme bien! ¡Haré lo que quieras! ¡Pero, por favor, perdóname!
—Ya, mi perla, no llores —susurró Wan Claup conmovido—. No hay nada qué perdonar, mi niña. Serénate. Eres mi pequeña perla y te amo, ahora y siempre.
La niña se estremeció entre sus brazos, incapaz de contener su llanto desconsolado.
Desde la puerta, Cecilia le indicó a Tomasa que se retirara y salió tras ella, dejándolos solos.