Capítulo 5 El secreto
Morris aceptó la invitación a cenar y la extendió a Maxó y De Neill. Laventry y Harry atracaron durante la tarde, y confirmaron asistencia tan pronto pudieran ponerse decentes. De modo que Wan Claup envió mensaje también a Charron. Su segundo no pertenecía realmente a su círculo íntimo, integrado por quienes se conocieran navegando a las órdenes del padre de Marina, pero el hombre lo consideraría una ofensa mortal si no lo incluían en la mesa donde sus subalternos se sentaban con su capitán.
Cecilia celebró la idea e hizo preparar el comedor principal para recibirlos.
Marina ayudaba en el comedor a Tomasa, el ama de llaves negra, cuando oyó el vozarrón de Laventry saludando a su madre. La pobre mujer tuvo que atajar los platos que la niña soltó casi en el aire para correr al encuentro del recién llegado. El hombrón abrió los brazos cuando la vio venir a su encuentro. La estrechó riendo y giró con ella, los pies de la niña agitándose en el aire.
—¡Diablos, pequeña perla! ¡Cuánto has crecido!
—¡Laventry!
El corsario enfrentó a Cecilia con aire contrito. —Lo siento. Prometo no volver a jurar.
Marina tironeó de su mano para que la siguiera. —Ven, ven. Mi tío está en la biblioteca con ese Monsieur Charron y se alegrará de que lo rescates.
Cecilia asintió riendo por lo bajo y Laventry siguió a la niña, bromeando con ella.
Fue una velada amena y entretenida. Todos alabaron las finas prendas que Cecilia le obsequió a Morris, y el comedor se llenó de exclamaciones al ver la espada que Marina le entregó en una funda de cuero reforzado.
—No es acero de Toledo porque aún no eres capitán —dijo la niña muy seria, mientras la espada pasaba de mano en mano y los hombres admiraban su temple y su balance.
—Yo soy capitán y no tengo una Toledo —terció Harry.
—Será que no eres muy buen capitán —replicó Marina, haciendo reír a todos.
Los hombres se esmeraban por cuidar su lenguaje. No sólo para evitar maldecir como solían, sino también para conversar sobre sus actividades en alta mar utilizando eufemismos como negocios, transacciones y reuniones. Todos sabían que Wan Claup le cortaría la lengua a cualquiera que dejara escapar la menor alusión sobre la verdadera naturaleza de la profesión que todos compartían.
En vano le repetían sus amigos que era un veto inútil, porque era imposible que Marina aún ignorara a qué se dedicaban realmente. Wan Claup se obstinaba en que no se mencionara la piratería delante de “su pequeña perla”.
Esa noche, Marina obedeció con docilidad cuando su madre sugirió que era hora de que se retirara. La propia Cecilia la siguió pronto, dejando a Tomasa a cargo de atender a los hombres.
Morris, Maxó y De Neill no tardaron en despedirse, alegando asuntos importantísimos que no admitían más dilación.
—Buena suerte con los dados —los saludó Laventry—. Intentad no perder esta noche cuanto habéis ganado en los últimos meses.
—Haremos lo posible por complacer a su Excelencia —respondió Maxó con una reverencia exagerada que hizo reír a todos.
Laventry y Harry se demoraron con Wan Claup, y Charron aprovechó para quedarse un poco más. No todos los días tenía la oportunidad de participar de una conversación privada con tres de los corsarios más importantes de Tortuga. Wan Claup despidió a Tomasa y sirvió él mismo licor para todos.
Ya solos, las bromas quedaron de lado y abordaron el tema que los preocupaba a los tres por igual: la Armada de Barlovento. En respuesta al brutal ataque del Olonés contra Maracaibo y Gibraltar el año anterior, y las escaramuzas de Mansvelt en Costa Rica, España estaba reagrupando la flotilla para volver a patrullar el Mar Caribe.
—Se están reuniendo en el Paso de la Mona, frente a Aguada —comentó Wan Claup.
—Y dicen que han recibido nuevas naves y oficiales —dijo Harry—. Al parecer, cuentan con una camada de muchachos recién salidos de la Academia de Cádiz.
—Sí, un puñado de orgullosos capitanes de mar y guerra —gruñó Laventry—. Todos jóvenes y sedientos de gloria, pero que no saben absolutamente nada de nuestro mar y nuestras guerras.
—¿Van a relevar de su mando a todos los antiguos oficiales? —inquirió Charron sin detenerse a pensarlo.
Los tres corsarios le dirigieron una breve mirada, sin molestarse por responderle.
—La sangre nueva aprende rápido —terció Wan Claup pensativo—. Se esforzarán por trepar en el escalafón.
—Si no dejan la vida en el intento. No es por nada que la Armada ha resultado siempre tan ineficaz —dijo Harry—. A menos que los de Cádiz traigan trucos nuevos bajo la manga, seguiremos derrotándolos como lo hemos hecho desde que Manuel nos enseñó sus puntos débiles.
Un breve silencio se impuso, como siempre que uno de ellos nombraba al capitán y amigo, muerto hacía ya siete años, aquella fatídica noche de tempestad en Campeche.
Cuando dieron por terminada la velada, Wan Claup los acompañó al jardín y aguardó con ellos a que el mozo de cuadra trajera sus monturas. Los vio marcharse, sin duda rumbo a la taberna del viejo Philippe a reunirse con Morris y los otros, y se demoró a mitad de camino entre las cuadras y la casa.
Era una noche cálida y húmeda de fines de verano, y la brisa que llegaba del mar parecía una caricia que intentaba aquietar las preocupaciones que dejara la última conversación con sus amigos. Se entretenía dibujando las constelaciones que brillaban sobre su cabeza cuando un rumor desde las cuadras reclamó su atención.
Giró en esa dirección, aguzando el oído. No, el sonido quedo, repetido, no provenía de la caballeriza sino del granero vecino a las cuadras. Llevó la mano a su cintura con gesto instintivo, pero no cargaba siquiera un puñal. Pensó en dar la alarma, aunque cambió de idea. Quienquiera que estuviera allí, no valía la pena despertar a toda la casa.
Se acercó con sigilo. La puerta estaba entreabierta, mas eso no era nada alarmante. Hizo una pausa para volver a escuchar. ¿Gruñidos agitados? Resopló, molesto. Seguramente la cocinera había recibido una visita tardía. Entonces reparó en un bulto sobre la vieja mesa junto a la puerta, apenas visible en la tenue luz de la luna que se colaba dentro del granero. Eso era la espada que Marina le había obsequiado a Morris, en su funda, medio cubierta por el sayo que el muchacho vestía esa noche.
Wan Claup encajó la mandíbula, enfadado. Morris tenía su propia casa para citarse con cuantas mujeres quisiera, y resultaba de pésimo gusto de su parte hacerlo allí, en casa de su capitán.
Abrió la puerta del granero con brusquedad, procurando hacerla chirriar, y entró con pasos ruidosos. Entonces vio el resplandor velado al otro lado de los atados de heno. Provenía de un candil que proyectó contra la pared dos sombras, que se apresuraron a ocultarse tras los fardos.
—¡Sal de allí, Morris! ¡Sé que eres tú! —llamó Wan Claup con voz tonante, la misma que hacía temblar a su tripulación de avezados filibusteros—. ¡Y tú también, Colette!
El muchacho se irguió y salió de su escondite, agitado y sudoroso. Wan Claup frunció el ceño cuando la cocinera no lo siguió.
—¡Colette! ¡Te he ordenado que salgas!
La otra sombra permaneció agazapada un momento más y luego se irguió lentamente.
Wan Claup sintió que se le detenía el corazón al reconocer la cabeza morena de Marina asomando por encima de los fardos. Intentó decir su nombre, pero la voz se le ahogó en la garganta. ¿Morris y Marina? ¡Imposible! ¡Esos dos se habían criado como hermanos! ¡Y su sobrina no era más que una niña! ¿Y aun así el muchacho…? La sangre corrió con rapidez en sus venas, y su furia era tal que se sintió mareado por un instante. ¡Mataría al bastardo que había osado mancillar a su pequeña perla! ¡Le cortaría las pelotas y las colgaría del palo mayor del Soberano! Retrocedió a paso rápido y tomó la espada nueva, que silbó al salir de su funda.
—¿Se-señor? —articuló Morris al verlo venir a paso de carga con el acero en la diestra—. ¡Aguardad, por favor! ¡Puedo explicarlo!
—¡Con un demonio! ¡Ya lo explicarás cuando te cape, maldito hijo de perra!
—¡Tío! ¡Detente!
Marina salió como una exhalación de detrás de los fardos y se paró delante del muchacho para cubrirlo. Wan Claup alzó la espada, la cara descompuesta de ira, y apartó de un empellón a la niña. Para su sorpresa, Marina aferró su mano y lo arrastró con ella al tambalearse hacia un lado.
—¡Aguarda, por gracia de Dios! ¡No es lo que crees! —exclamó suplicante.
Wan Claup la miró realmente por primera vez y notó dos cosas: la niña estaba completamente vestida, y sus ropas eran de hombre. Se detuvo con la espada en alto, resoplando en su esfuerzo por dominarse.
—¿Qué significa esto? ¿Qué hacéis escondidos aquí a medianoche?
Morris había alzado un poco las manos y allí las mantenía, respirando como si el aire le resultara escaso. Marina aún sujetaba el brazo de su tío con todas sus fuerzas.
—¡Lo siento, es mi culpa! —gimió—. ¡Morris no ha hecho nada malo! ¡Sólo intentaba ayudarme!
La mirada de Wan Claup habría bastado para encender fuego bajo el agua. Marina no se atrevía a enfrentarlo, pero tironeó de su brazo.
—Ven, déjame mostrarte.
Wan Claup le permitió guiarlo más allá de la pila de fardos, aprovechando para lanzarle otra mirada fulgurante a Morris, que retrocedió amedrentado. Se volvió hacia Marina cuando ella lo soltó para levantar algo de la paja que cubría el suelo. Los ojos de Wan Claup se abrieron de asombro al ver que le mostraba una espada de madera.
—Yo le pedí, no, le rogué a Morris que me enseñara a usarla —dijo la niña manteniendo la vista baja, pero con acento decidido.
Intentó decir algo más, pero Morris le indicó que callara. El muchacho respiró hondo y adelantó el paso que había retrocedido, reuniendo todo su valor para hablar.
—La pequeña perla deseaba aprender a usar espadas e intentó hacerlo con unos muchachitos que conoce de la iglesia, señor. Pero los rapaces se aprovecharon de ella. —Volvió a alzar las manos al ver la expresión de Wan Claup—. No, capitán, no me refiero a eso. Esos niñatos usan hojas desde pequeños, y nuestra Marina no era rival para ellos. La dejaron llena de cardenales, señor, burlándose de la damita que quería jugar al corsario. Por eso me pidió que le enseñe a defenderse, para que nunca nadie pueda volver a hacerle algo así.
Wan Claup lo escuchó sin interrumpirlo, aunque su ceño fruncido aún amenazaba tormenta. Tornó a mirar a Marina, que asintió con la cabeza gacha, y de nuevo a Morris. El muchacho se encogió de hombros con una mueca.
—Lo siento muchísimo, capitán, pero no pude negarme. Ya querría yo atrapar a esos mocosos, pero la perla se niega a decirme quiénes son.
Wan Claup logró asentir sin bufar como un toro y cabeceó hacia la puerta tras él. Morris se marchó apresurado. Marina se inclinó para recoger el candil, los ojos clavados en la punta de sus botas. Wan Claup la siguió hacia afuera sin decir palabra.
No quedaban rastros de Morris cuando salieron y se dirigieron en silencio a la puerta trasera de la casa. Antes de trasponerla, Marina se detuvo y se atrevió a alzar la vista hacia su tío.
—Ya hablaremos en la mañana —se le anticipó él.
Ella volvió a bajar la mirada y asintió.
Wan Claup le permitió entrar primero y encaminarse sola a su recámara. Había visto las lágrimas en los ojos negros de su sobrina, y sabía que si cruzaban una palabra más, su llanto lo desarmaría. En la mañana tendría la cabeza despejada para no dejarse reblandecer con tanta facilidad.