Capítulo 2 El fantasma

Las campanas de Campeche intentaron dar las diez en la noche, mas los repiques claros, sonoros, se ahogaron en la tormenta que azotaba las costas del Yucatán. Las calles estaban desiertas. Los truenos, el redoblar constante de la lluvia, el aullido del viento parecían inundar hasta el último rincón de la colonia. Diego Castillano despidió a los sirvientes y se internó en el corredor que llevaba a los dormitorios. Abrió sin ruido una puerta y espió dentro de la habitación. A pesar de la tormenta, Hernán dormía con ese sueño profundo que es la bendición de la infancia. Diego Castillano volvió a cerrar la puerta y regresó a la sala. Comprobó que todas las trabas estaban puestas en la entrada principal de la casona, trancó el acceso al corredor que llevaba a la cocina y las habitaciones de servicio, continuó hacia la biblioteca. Entró y cerró la puerta a sus espaldas. Apagó todas las luces excepto el candil en la repisa sobre el hogar, y tomó las dos pistolas que había allí, asegurándolas en su cintura. Entonces se acercó al ventanal que se abría al jardín posterior. A pesar de los relámpagos, la oscuridad y la lluvia le impedían distinguir a los tres ganapanes que contratara esa mañana en los muelles, pero los sabía apostados allí afuera, en refugios improvisados para resguardarse un poco de la tormenta. No le inspiraban ninguna confianza, tal como las pistolas en su cintura no le proporcionaban ningún alivio a su nerviosismo. Pero contaba con que el alboroto de los truhanes le daría una oportunidad. Permaneció junto al ventanal, los ojos moviéndose entre las sombras agitadas del jardín, y maldijo por enésima vez aquella seguidilla de tormentas que lo mantenían prisionero en la ciudad. Había contado con que él y Hernán ya estarían a miles de kilómetros de Campeche para esa fecha. Un suspiro agitó su pecho. Veinte años. Esa noche se cumplían veinte años de la revuelta campesina de 1640 en su aldea natal de Los Encinos, allá lejos en Andalucía, al otro lado del mar. Volvía a sentir la transpiración correr bajo su ropa y el cañón caliente del arcabuz en sus manos. El miedo retorciéndole las entrañas. Los gritos, los disparos, la violencia. El calor del incendio. El olor a pólvora y a sangre. Y en medio de toda aquella locura, la imagen que quedara grabada a fuego en su memoria: el niño cubierto de sangre, de pie entre los cadáveres de su padre y sus hermanos, temblando de pies a cabeza, mirándolo con ojos desorbitados. Un niño de la misma edad que su hijo Hernán. Manuel Velázquez, que hasta esa noche fuera su amigo y protegido, el hermano varón que jamás tuviera. Sabía que iría. Manuel no dejaría pasar semejante fecha sin visitarlo. Y volvería a tratar de matarlo, como hiciera ya una docena de veces en los últimos años. ¿Era el destino? ¿Era la voluntad de Dios? Diego Castillano volvió a suspirar. No importaba lo que hiciera, tal parecía que le estaba negado dejar atrás aquella tragedia de su juventud. Dejarlo atrás a él. Agobiado por lo sucedido la noche de la revuelta, Diego Castillano había abandonado Los Encinos antes de que la paz fuera restaurada por completo en la campiña andaluza. Sus pasos lo llevaron hacia el sud, a Cádiz, donde halló empleo en uno de los tantos astilleros de la ciudad. Mientras trabajaba como peón de carpintería, se las ingenió para aprender a leer y escribir, y pronto logró acomodarse como aprendiz de contable en el astillero. Aquél fue el comienzo de una carrera llena de logros y satisfacciones. Diego Castillano era feliz en Cádiz. La fortuna le sonreía: desposó a Isabel, afianzó su posición, nació el pequeño Hernán. Hasta que se cumplieron diez años de la revuelta. Esa noche, de camino a su hogar, se detuvo en la iglesia, a prender un cirio y rezar una plegaria por los muertos de aquella noche fatídica. Especialmente sus amigos Jinés y Antonio Velázquez. Y al salir a la calle lo abordó un joven pordiosero, la mano sucia tendida hacia él para pedirle una limosna. Diego Castillano se detuvo a sacar una moneda y vio por el rabillo del ojo un destello de acero entre los andrajos que cubrían al pordiosero. Atinó a retroceder y pedir auxilio, pero no antes de que el puñal cruzara su cuello, provocándole una herida superficial. Mientras se desplomaba en la acera, gritando por ayuda, Diego Castillano encontró los ardientes ojos negros del pordiosero, que lo miraban con odio. Y reconoció horrorizado a Manuel Velázquez. Varios transeúntes corrieron a asistirlo y eso lo salvó. —Te mataré, traidor —juró Manuel antes de darse a la fuga. Los recuerdos volvieron a atormentar a Diego Castillano, alimentados por el odio en la mirada de quien en otra época había querido tanto, ese niño que lo quería también, que lo admiraba, que confiaba en él ciegamente. Acosado por el miedo de volver a encontrárselo, Diego Castillano no dudó en aceptar el ofrecimiento de una posición importante en la Nueva España, donde el astillero planeaba abrir una sucursal para el mantenimiento y reparación de sus barcos al otro lado del mar. La frente contra el frío cristal del ventanal en la biblioteca en penumbras, Diego Castillano sonrió al evocar la alegría del pequeño Hernán cuando se embarcaran en aquella travesía. El pequeño se hallaba tan a gusto navegando, que hasta había dado sus primeros pasos sobre la cubierta del barco que los llevaba a través del océano. Isabel no compartía el entusiasmo de su hijo, pero al menos intentaba mostrarse satisfecha la mañana que zarparon. No sería para siempre, aseguraba su esposo. Regresarían a Cádiz cuando Hernán cumpliera diez años, para que pudiera enrolarse en la Academia Militar tal como ella soñaba. A pesar de que el clima tropical no le sentaba bien a la salud de Isabel, la vida en Campeche era placentera. Hernán crecía robusto e inteligente, el astillero trabajaba bien, la comunidad los había acogido con afecto. Y una vez más, por unos breves años, Diego Castillano fue feliz. Hasta que un nuevo capitán filibustero le tomó gusto a asolar el Mar Caribe. Pronto obtuvo una patente de corso de la corona francesa, y el altisonante apodo de Fantasma por sus hábitos impredecibles. Su barco, el Espectro, no tardó en transformarse en la pesadilla de los marinos españoles que navegaban entre las colonias. Se tejían muchas conjeturas acerca del origen y la historia del Fantasma, aunque nadie sabía siquiera su nombre. Decían que era fuerte y atrevido, que combatía como un demonio de la guerra y que Belcebú soplaba en sus velas. Decían que nadie que lo enfrentara había vivido para contarlo, pero que nunca había hecho un rasguño a quien se rendía. Decían que vestía siempre de negro, y los retratos en los bandos de captura lo mostraban como un hombre joven y bien parecido, de cabello y ojos oscuros. Los hombres se estremecían cuando se lo nombraba y las mujeres suspiraban por él tras sus abanicos. A Diego Castillano no le interesaban los relatos supersticiosos de los marinos ni el cotilleo de las mujeres, pero tenía que reconocer que el malhadado Fantasma estaba perjudicando los negocios. Como la tarde en que corrió el rumor de que el Espectro rondaba las aguas de Campeche. Las actividades en el puerto quedaron paralizadas y los muelles desiertos, pues nadie estaba dispuesto a permanecer en un lugar tan expuesto. Esa noche, indiferente al temor que aún paralizaba la ciudad, Diego Castillano se demoró en la biblioteca después que su familia y los sirvientes dieran por terminada la jornada. Estaba tan concentrado en su trabajo, que no escuchó el breve sonido de las puertas del jardín abriéndose. Hasta que el intruso se deslizó sigiloso dentro de la biblioteca para aparecer de la nada ante él, sobresaltándolo. El hombre se adelantó hacia el resplandor de los candiles en el escritorio, y la sorpresa fue tal que hizo que Diego Castillano olvidara su miedo por un momento. Porque el hombre frente a él, por imposible que pareciese, era Manuel Velázquez. Le había sonreído, la llama de la lámpara ardiendo en sus ojos de carbón, y lo había llamado por su nombre como cuando eran niños. Entonces la comprensión golpeó a Diego Castillano como un rayo. Impredecible, un mozo joven y bien parecido, vestido de negro de pies a cabeza. —¡Tú! ¿Tú eres el Fantasma? —Hay que ver los motes que te endilga la gente —respondió Manuel con voz aplomada. Apoyó la punta de su espada en el pecho de Diego Castillano desde el otro lado del escritorio y rasgó su camisa, arañándolo sólo lo necesario para hacerle sangre. Diego Castillano quedó paralizado en su sillón, el corazón latiendo con fuerza y el aire escaso en sus pulmones, incapaz de apartar la vista de él. —Sólo quería comprobar que eras tú. Y que supieras que soy yo. La próxima vez que nos veamos te mataré, y al fin las almas de los míos descansarán en paz. Manuel retrocedió dos pasos y pareció desvanecerse en las sombras de la biblioteca, mientras Diego Castillano boqueaba, una mano contra el pecho y fuego en los pulmones. Una vez más, su vida se convirtió en una pesadilla. Decidió que regresaría con su familia a España en el próximo barco, pero la salud de Isabel no se los permitió. Las fiebres la habían debilitado, y su doctor aseguró que si se arriesgaban a emprender la travesía de tres meses a través del Atlántico, lo más probable era que Isabel no llegara a puerto con vida. De modo que permanecieron en Campeche. Diego Castillano se habituó a cargar pistola y puñal de misericordia en su faja, y se aseguró de que hubiera siempre una pistola cargada en todas las habitaciones de la casa, con excepción del dormitorio de su hijo. Adquirió dos panoplias de espadas para adornar su sala y aprendió esgrima. Advirtió al comandante de la guarnición que estaba amenazado de muerte y su casa quedó incluida en el recorrido de la ronda nocturna. Pero ninguna precaución bastaba. Al menos dos veces al año, Manuel Velázquez, el Fantasma, burlaba a la guarnición del puerto y las patrullas en las calles, las trabas y cerrojos, las armas blancas y las de fuego. Nada parecía capaz de detenerlo. Un soplo de brisa que hacía vacilar la llama de las lámparas y allí estaba, con sus ropajes negros como sus ojos, una sonrisa sardónica curvando sus labios y su acero tan sediento de sangre como su corazón. No importaba dónde Diego Castillano estuviera. Él había intentado alejar el peligro de su familia y programaba cuanto viaje de negocios podía. Pero daba lo mismo. Ya fuera Campeche, La Habana, Veracruz, Santo Domingo, San Juan. Fuera donde fuera, Manuel lo encontraba. Y sin embargo, siempre ocurría algo que lo obligaba a huir sin concluir su funesta misión. Un camarero desprevenido que llegaba con un té y despertaba a todo el hospedaje con sus gritos, un mozo de cuadra insomne que irrumpía armado en la biblioteca, una patrulla de soldados golpeando a la puerta. Incluso una bala que la mano temblorosa de Diego Castillano había apuntado a su pecho y lo había herido en el costado. De alguna manera, Diego Castillano siempre lograba sobrevivir. Sólo para hundirse en un nuevo período de pesadillas y temor. En tanto, la salud de Isabel se deterioraba a ojos vistas, hasta que la enfermedad la encadenó a su lecho por el resto de sus días. Que no fueron muchos más. Seis meses antes del décimo cumpleaños de Hernán, Isabel finalmente sucumbió a las fiebres tropicales. Solo en la biblioteca, aguardando a aquél que venía por su vida, el rostro de Diego Castillano se contrajo en una mueca de dolor al evocar los funerales de su esposa. La muerte de Isabel lo había impulsado a reanudar los preparativos para regresar a España. Se marcharían tan pronto terminara la temporada de huracanes. Los padres de Isabel los recibirían en Cádiz, hasta que él restaurara su antigua casa y Hernán ingresara a la Academia. Todo estaba dispuesto. Hernán contaba los días, entusiasmado con la perspectiva del viaje y estudiar en la Academia. Y Diego Castillano los contaba con él. Pero ese año la temporada de huracanes parecía empecinada en prolongarse, desatando tormenta tras tormenta, y obligando a mercaderes y viajeros a posponer una y otra vez sus fechas de partida, ya que ningún capitán arriesgaba su embarcación en aquella mar gruesa e imprevisible. Un trueno más fuerte que los demás hizo estremecer a Diego Castillano. Los cristales del ventanal vibraron. Y al menguar el ruido, escuchó un rumor que le provocó escalofríos. Pasos. Cruzando la sala en dirección a los dormitorios. A pesar del batir desordenado de su corazón, empuñó las pistolas.
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Índice
Capítulo 1 La revuelta Capítulo 2 El fantasma Capítulo 3 El fin Capítulo 4 La niña Capítulo 5 El secreto Capítulo 6 Opiniones encontradas Capítulo 7 Decisión final Capítulo 8 Una lección de esgrima Capítulo 9 Vestigios del pasado Capítulo 10 En otra noche de tormenta Capítulo 11 Una idea controvertida Capítulo 12 Cambios Capítulo 13 Un sueño hecho realidad Capítulo 14 El llamado del mar Capítulo 15 Sal en la sangre Capítulo 16 Despojos a la deriva Capítulo 17 Una amenaza en el horizonte appCapítulo 18 Un plan arriesgado appCapítulo 19 Primera sangre appCapítulo 20 Wan claup appCapítulo 21 El corazón del mar appCapítulo 22 Revelación appCapítulo 23 En medio de la noche appCapítulo 24 Pasado y futuro appCapítulo 25 Nuevo rumbo appCapítulo 26 Los primeros pasos appCapítulo 27 Prueba de fuego appCapítulo 28 Historias de la mar appCapítulo 29 El doña margarita appCapítulo 30 Nuevas de la mar appCapítulo 31 Cambios appCapítulo 32 El lugar de una mujer appCapítulo 33 Una corazonada appCapítulo 34 Al acecho appCapítulo 35 Frente a frente appCapítulo 36 Tempestad appCapítulo 37 Regreso a casa appCapítulo 38 Consecuencias appCapítulo 39 Una promesa de muerte appCapítulo 40 Velas al sud appCapítulo 41 Fragatas en el horizonte appCapítulo 42 El espectro appCapítulo 43 El golfo de honduras appCapítulo 44 Emboscada appCapítulo 45 El abordaje appCapítulo 46 Prisionero appCapítulo 47 A merced del enemigo appCapítulo 48 Una noche eterna appCapítulo 49 El león y la perla appCapítulo 50 El león en libertad appCapítulo 51 Sombras en el mar appCapítulo 52 Un plan desesperado appCapítulo 53 Los hombres del rey appCapítulo 54 El honor del león appCapítulo 55 Un rival para respetar appCapítulo 56 Conocer al enemigo appCapítulo 57 Apariencias engañosas appCapítulo 58 Un último encuentro appCapítulo 59 Maracaibo appCapítulo 60 Una procesión accidentada appCapítulo 61 Atrapados appCapítulo 62 Favor por favor appCapítulo 63 Bienvenida al infierno appCapítulo 64 Ayuda inesperada appCapítulo 65 Un rescate arriesgado appCapítulo 66 Un refugio en la noche appCapítulo 67 La casa de placer appCapítulo 68 Traición appCapítulo 69 La toma de maracaibo appCapítulo 70 Un asesino en las sombras appCapítulo 71 El almirante appCapítulo 72 Miradas appCapítulo 73 Pláticas appCapítulo 74 Un barco para la perla appCapítulo 75 El delator appCapítulo 76 Regreso a tortuga appCapítulo 77 Para salvar al león appCapítulo 78 Los ojos del renegado appCapítulo 79 Planes arriesgados appCapítulo 80 Santo domingo appCapítulo 81 Las torres de san juan appCapítulo 82 El jurado appCapítulo 83 Demora appCapítulo 84 La niña y el león appCapítulo 85 Miedo y orgullo appCapítulo 86 El golfo de campeche appCapítulo 87 Las monjas de campeche appCapítulo 88 Bajo el mismo techo appCapítulo 89 Lejos del mar appCapítulo 90 Bajo el tamarindo appCapítulo 91 Un libro al azar appCapítulo 92 Ecos del pasado appCapítulo 93 Una lucha ajena appCapítulo 94 Después de la tormenta appCapítulo 95 Visitante secreto appCapítulo 96 La verdad sale a la luz appCapítulo 97 Confesión appCapítulo 98 Las noches de campeche appCapítulo 99 Un mensaje appCapítulo 100 Juglares appCapítulo 101 Pases de mano appCapítulo 102 Temores infundados appCapítulo 103 Nuevos peligros appCapítulo 104 En las sombras appCapítulo 105 La última oportunidad appCapítulo 106 Atrapados appCapítulo 107 El chacal appCapítulo 108 Por la perla appCapítulo 109 Libres appCapítulo 110 El cebo appCapítulo 111 La furia de la mar appCapítulo 112 Camino a casa appCapítulo 113 El largo adiós appCapítulo 114 Oficio: pirata appCapítulo 115 Demasiado tarde appCapítulo 116 Caminos separados appCapítulo 117 Regreso a casa appCapítulo 118 Cambio de marea appCapítulo 119 El compromiso appCapítulo 120 Otro compromiso appCapítulo 121 Aires jamaiquinos appCapítulo 122 Una pelea de taberna appCapítulo 123 El joven lord appCapítulo 124 Un pasajero distinguido appCapítulo 125 Juegos de piratas appCapítulo 126 El nuevo león appCapítulo 127 Un beso equivocado appCapítulo 128 Pláticas de medianoche appCapítulo 129 Velas en el horizonte appCapítulo 130 En la estela de la luna appCapítulo 131 Sin una palabra appCapítulo 132 Vivir por ella appCapítulo 133 Mirada al futuro appCapítulo 134 Amores de la mar appCapítulo 135 La perla y el león appCapítulo 136 El león y los perros del mar appCapítulo 137 Promesas de la mar appCapítulo 138 Encuentro fallido appCapítulo 139 El santo vengador appCapítulo 140 Tras los captores appCapítulo 141 El suplicio appCapítulo 142 Una amarga separación appCapítulo 143 Penas de la mar appCapítulo 144 Un rayo de esperanza appCapítulo 145 Sin rumbo appCapítulo 146 Noticias alarmantes appCapítulo 147 En busca de la perla appCapítulo 148 Encuentro en alta mar appCapítulo 149 El lugar del león appCapítulo 150 El corazón de la perla appCapítulo 151 En los brazos de la mar app
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