Capítulo 1 La revuelta
Manuel Velázquez salió del granero y corrió alrededor de la casa en busca de sus hermanos. Ya había terminado con sus tareas y abrigaba la esperanza de que alguno de ellos ya habría regresado del campo y querría ir con él al río. Se detuvo al verlos bajo la higuera, con su padre y un nutrido grupo de vecinos. Entre ellos Diego Castillano, que lo descubrió espiando desde la esquina de la casa y le sonrió, haciéndole señas de que se acercara.
Manuel se apresuró hacia él. Diego ya había cumplido los quince años, como Jinés, pero a diferencia de los hermanos mayores de Manuel, nunca lo trataba como a un chiquillo sólo porque todavía no cumplía diez. Jinés y Antonio Velázquez vieron llegar a su hermano menor y resoplaron por lo bajo. A veces deseaban que doña Amaranta Castillano hubiera tenido algún otro varón en vez de tantas niñas, para que Diego no fuera tan paciente y permisivo con Manuel como si fuera su propio hermano.
El muchachito se unió al grupo de hombres que hablaban en voz baja, con ceños fruncidos y gestos de disgusto. Él permaneció junto a Diego en silencio, tratando de pasar desapercibido, y prestó atención a la conversación de sus mayores. Mas al parecer había llegado para la conclusión. Sólo alcanzó a escuchar que todos se mostraban de acuerdo con algo y confirmaban que se reunirían al anochecer al pie de la colina. Los ojos de los hombres se desviaron en esa dirección. El sol de la tarde doraba el muro blanco que rodeaba la casa que se alzaba en la cima. La Casa del Hidalgo, como la llamaban, donde residía el señor de las tierras que trabajaban los Velázquez, los Castillano y otra docena de familias.
El grupo se disolvió y Manuel tironeó la manga de Diego.
—¿Vamos al río? —preguntó.
Diego se agachó para mirarlo a los ojos y sonrió. —Hoy no, Manuel. Pero te prometo que mañana iremos.
El niño sólo asintió. El muchacho le palmeó el hombro y se enderezó para despedirse de sus amigos. Mientras los hombres se marchaban, Manuel permaneció bajo la higuera, viéndolos alejarse y preguntándose por qué Diego parecía preocupado.
—¡Manuel!
La voz potente sobresaltó al niño, que giró y vio a su padre llamándolo desde el granero. Oh, no, ¿más tareas? ¿O había olvidado hacer algo? Acudió a todo correr y se sorprendió al encontrar allí a sus hermanos. Su padre le tendió una hoz.
—Afílala, hijo.
Sólo entonces Manuel notó que sus dos hermanos también estaban afilando herramientas. Los imitó sin hacer preguntas. Velázquez salió del granero y regresó pronto con algo envuelto en un lienzo. Los ojos del niño se abrieron de asombro al verlo desenvolver un viejo sable herrumbrado. Velázquez lo limpió con cuidado y se abocó a afilarlo también.
Un silencio enrarecido llenó la cocina a la hora de la cena, reavivando los interrogantes de Manuel. Su madre se veía preocupada como Diego por la tarde, pero su padre ignoraba las miradas insistentes que le dirigía.
Cuando los hombres se levantaron de la mesa y se encaminaron a la puerta, el niño los siguió sin vacilar. Pero su madre lo sujetó y lo rodeó con sus brazos, apretándolo contra su costado.
—¡Padre! —llamó Manuel, forcejeando por librarse del abrazo.
Velázquez se detuvo en el umbral y enfrentó a su esposa con expresión adusta.
—Déjalo, mujer.
—No.
Manuel se volvió hacia su madre, sorprendido de que le respondiera así a su padre.
—Que lo sueltes, te digo.
—¡No! ¡No te llevarás a todos mis hijos! ¡Sólo lograrás que los maten!
Velázquez retrocedió para detenerse a un paso de la mujer que aún aferraba al niño. No dijo nada más, sólo la miró. Y los brazos de la mujer se aflojaron en torno a su hijo. Manuel salió de la casa a todo correr, sin mirar atrás. Vio a sus hermanos alejándose por el camino que llevaba a la colina y fue tras ellos.
La noche se cerraba sobre la campiña andaluza. Los muchachos se detuvieron a esperar a su padre, que venía a su encuentro con paso firme, antorcha en mano, y advirtieron la sombra menuda que lo precedía. Manuel se detuvo agitado, descubriendo los puntos de luz que parecían confluir desde las demás viviendas hacia el pie de la colina.
—¿Qué haces tú aquí, niñato? —preguntó Jinés enfadado.
—Yo le permití venir —respondió Velázquez, alcanzándolos. Tomó algo de su cintura y se lo tendió a su hijo menor—. Ten cuidado de no lastimarte.
El niño tomó la hoz que él mismo había afilado y alzó la vista hacia su padre, sorprendido. Pero Velázquez ya no lo miraba. Enfrentó a sus hijos mayores y asintió. Los muchachos asintieron también y se encaminaron los cuatro hacia la colina.
Al final del camino, se sumaron a un grupo numeroso de hombres de todas las edades que, como ellos, portaban antorchas, armas blancas y herramientas de filo. Eran cerca de medio centenar cuando tomaron el camino de la Casa del Hidalgo. Manuel los escuchó darse ánimos unos a otros y lanzar bravatas, señalando la cima de la colina y agitando las antorchas y las armas. Su excitación era contagiosa, y el niño fue con ellos sintiéndose ligero y animado. No le molestaba ignorar qué planeaban hacer, o por qué. Por primera vez lo aceptaban como al hombre que casi era, y eso bastaba para que tuviera que contener su risa de puro gozo.
Sin embargo, todas las bravatas y la excitación se extinguieron cuando alcanzaron la explanada frente a la Casa. Allí, guardando las puertas del muro, los esperaba otro medio centenar de hombres con antorchas y armas. Mas éstas eran todas armas de fuego: mosquetes, arcabuces, pistolas.
Velázquez obligó a Manuel a mantenerse tras él, y espiando entre su padre y su hermano Antonio, el niño reconoció a varios de sus vecinos entre los que cuidaban la Casa del Hidalgo. Entonces vio a Diego Castillano a la sombra del muro, arcabuz en mano, junto a su padre y su tío.
—¡Diego! —llamó, intentando correr hacia él.
Pero Antonio le aferró un brazo y lo obligó a retroceder. —Quieto ahí, Manuel. Diego ha decidido que el Hidalgo vale más que nuestra amistad.
El niño se quedó de una pieza al escuchar la voz de su hermano, cargada de amargura y rencor, y no volvió a intentar apartarse de su padre.
Desde las puertas del muro, un hombre conminaba a los campesinos a regresar a sus hogares en paz. Los vecinos de Manuel respondieron a voz en cuello, demandando que saliera el Hidalgo. El hombre dominó sus gritos para ordenarles que se marcharan.
El niño no supo por qué, pero de pronto todos los hombres con los que llegara hasta allí gritaron al mismo tiempo y corrieron hacia adelante, sin dejar de aullar como si el demonio los hubiera poseído. Manuel corrió también, arrastrado por ellos, hasta que un ruido atronador lo sobresaltó.
Se detuvo y agachó instintivamente, cubriéndose los oídos con la cabeza hundida entre los hombros. El aire se llenó de humo y gemidos. Algo o alguien cayó sobre él, derribándolo. Perdió noción del tiempo que permaneció allí muy quieto, aturdido, medio aplastado, la cara contra la tierra, mientras a su alrededor la noche se llenaba de clamores.
Hasta que alguien gritó su nombre. Una voz que conocía.
—¡Diego!
Lo llamó una y otra vez. Nadie respondió.
Intentó moverse mas le resultó imposible, aplastado bajo ese peso húmedo que lo mantenía allí sepultado. En medio de los gritos y las detonaciones que continuaban, oyó un rumor distinto. De pronto, parte del peso desapareció y fue capaz de retorcerse y arrastrarse, aferrando la hierba con manos oscurecidas por algo pegajoso que parecía lodo.
—¡Aquí! —gritó alguien, muy cerca.
El resto del peso que lo aplastaba fue empujado a un costado por un hombre que se arrodilló a su lado.
—¡Está vivo!
Manuel logró rodar y quedar tendido de espaldas, jadeante, tembloroso. Dos hombres se inclinaban sobre él. Y tras ellos, un incendio feroz devoraba la Casa del Hidalgo.
En el resplandor del fuego, logró reconocer a don José Lugo y su hijo José Ángel, que lo ayudaron a ponerse de pie. José Ángel lo palpaba como si quisiera constatar que estaba ileso, pero Manuel lo ignoró, mirando a su alrededor con ojos alucinados.
Los campesinos luchaban contra los defensores del Hidalgo. Una docena de cuerpos yacían sobre la hierba, cubiertos de sangre. La Casa ardía por los cuatro costados. Entonces bajó la vista y comprendió qué era lo que lo había derribado y aplastado. Los cadáveres de su padre y su hermano Antonio aún sangraban a sus pies. Jinés yacía boca abajo a un par de metros, muerto también.
Y parado a pocos pasos de él, con el arcabuz aún en las manos, vio a Diego. Diego Castillano, su amigo y defensor, su héroe. Lo miraba con la cara desfigurada por el horror. Intentó acercarse pero los Lugo se lo impidieron.
—Ya bastante daño has hecho esta noche —dijo José Ángel, interponiéndose entre él y Manuel.
—Dios te perdone, muchacho. ¿Cómo has podido abrir fuego contra ellos? —lo increpó Don José—. ¡Eran como tu propia familia!
Manuel no podía apartar la vista de él, resistiéndose a creer lo que escuchaba.
Entonces José Ángel lo alzó, se lo echó al hombro como si fuera un saco de frutas y se apresuró colina abajo.
—Vamos, Manuel. Te llevaremos con tu madre.