Capítulo 5 ¿Quiénes eran esas dos señoritas?
El ascensor se sacudió un poco con un ruido sordo cuando empezó a subir.
Maira no pudo reaccionar a tiempo y tropezó con el hombre que estaba a su lado antes de poder agarrarse al pasamanos. El cuello de la camisa abierta del hombre le rozó la frente. Estaba muy cerca de él, tanto que podía oler el leve rastro de tabaco mezclado con su aroma limpio y fresco.
Tania, por su parte, había recuperado el equilibrio y se sorprendió de la situación de Maira. Deprisa tiró de Maira para ponerla en pie mientras gritaba:
—¡Maira!
Cuando Maira tropezó antes, había sentido una mano que la sostenía por la cintura. Sintió cómo los dedos de la persona presionaban su piel mientras la sostenía con fuerza.
—Maira, ¿estás bien? —preguntó Tania con preocupación.
Fue una suerte que el hombre atrapara a Maira antes de que se cayera, aunque tuvo que admitir que nunca había tenido tanta intimidad con otro hombre que no fuera Simón. Se estabilizó y negó con la cabeza a Tania. Al levantar la vista hacia Antonio, vio que este permanecía inexpresivo, aunque su mano permanecía en la cintura de ella.
Maira se puso un poco rígida ante el calor que irradiaba su palma.
—Director Hernández... —murmuró, pero se interrumpió con incomodidad.
Los tropiezos y empujones accidentales en un ascensor no tenían nada de extraño y ella no debía exagerar, pero la mano de él...
No se había molestado en dedicarle una mirada hasta que giró la cabeza y vio que seguía agarrado a su cintura. La miró un instante antes de retirar la mano; su rostro seguía tan imperturbable como antes. Era como si todos los presentes en el ascensor contuvieran la respiración. Como nadie decía nada, Maira decidió callar también hasta que el ascensor llegara a su planta.
Al salir del ascensor, Tania lanzó una mirada melancólica a las puertas cerradas y se llevó la mano al pecho como si necesitara calmarse.
—Como he dicho, los hombres de ensueño como él están hechos para ser admirados desde lejos. No creo que mi corazón pueda soportar estar cerca de un iceberg como él, todos los días.
Maira logró esbozar una pequeña sonrisa, pero la imagen de la mirada penetrante del hombre cuando se volvió para mirarla brilló en su mente. Sacudió la cabeza antes de guiar a Tania hacia el Departamento de Proyectos del Grupo Hernández.
Mientras tanto, el ascensor avanzaba por el edificio. Cuando llegó a su planta, los demás hombres se apresuraron a salir. León pulsó el botón designado para un piso superior. Entonces volteó a ver a Antonio, quien lanzó una exclamación de sorpresa.
Al ver la expresión de León, Antonio siguió su mirada y se fijó en su camisa blanca. Una pálida mancha de carmín se había grabado en la parte delantera de su camisa, con el aspecto de una rosa pálida en flor.
—Director Hernández... —León se interrumpió mientras miraba al hombre con ansiedad.
Como el Director Hernández era germófobo, las mujeres no podían acercarse a él a un radio de menos de un metro, y mucho menos tropezar con él como la señorita de antes.
Antonio parecía impasible mientras lo miraba y ordenaba:
—Vaya y averigüe qué hacen esas dos mujeres aquí en el Grupo Hernández.
—¿Y su camisa, Señor?
Antonio lo ignoró mientras rozaba con su pulgar la mancha de carmín en su camisa. Con una mirada inescrutable, salió del ascensor. Sin palabras, León vio cómo Antonio se miraba la mano con lo que parecía ser una expresión casi melancólica. Pensó en la forma en que Antonio le dijo que sostuviera las puertas del ascensor antes y algo hizo clic de repente en su mente: «¿Quiénes eran esas dos señoritas de antes?».
Dado que era la primera vez que presentaban el proyecto inicial al Grupo Hernández, Maira no creía que pudieran excluir todavía a otros competidores. Tras saludar a Lucio, que era el Director del Proyecto, Tania y ella regresaron al Grupo Chávez.
No obstante, Maira acababa de entrar en el estacionamiento del sótano del Grupo Chávez cuando vio pasar junto a ella un Lamborghini negro que le resultaba familiar. A una distancia tan cercana, pudo ver que había una mujer vestida de forma provocativa en el asiento del copiloto. Ella plantaba un firme beso en la mejilla del conductor mientras éste maniobraba el auto.
La mujer del automóvil no era Erandi, sino Elsa. Tal vez Simón esté engañando a estas dos mujeres. «Prefiere hacer eso antes que tocar a su propia esposa», pensó Maira con resentimiento.
Pisó el freno de golpe. El fuerte chirrido que se produjo sobresaltó a Tania, lo que la llevó a preguntar:
—Maira, ¿estás bien?
Maira permaneció estoica, pero su rostro se había vuelto de un espantoso tono blanquecino.
Había días en los que pensaba en poner fin a su absurdo matrimonio, pero no se atrevía a hacerlo. Después de todo, había pasado años suspirando por Simón y se había acostumbrado a su presencia. Su madre mencionaba sin cesar que algún día llegaría a comprenderla y se daría cuenta de lo afortunado que era por tenerla. Ahora mismo, sentía que intentaba mantenerse a flote en un mar tempestuoso con tan sólo un pedazo de madera flotante a la mano.
—Estoy bien. Subamos.