De pronto, Zoey apretó la elegante cuchara de porcelana que tenía en la mano con todas sus fuerzas. No era tonta, de modo que sabía que la anciana jamás habría desvelado sus sospechas sin tener pruebas concluyentes que las respaldasen. Y puesto que se las estaba contando a ella, era evidente que ya se había percatado de su verdadera identidad, así que estaba tratando de hacerla confesar; Zoey no quería aceptar la realidad, pero estaba entre la espada y la pared, de modo que se sentía obligada a tolerarla.
—Entiendo a la perfección lo que estás sugiriendo, así que mejor deja de gastar saliva en sutilezas y dime lo que quieres a cambio de mantener mi secreto —gruñó ella.
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